En Francia, los comicios puede organizarlos el Ministerio del Interior, y en los Estados Unidos, la autoridad local cuenta los sufragios ¿Podrá pasar algún día eso en México sin que volvamos a los fantasmas del pasado?
Por Hernán Ochoa Tovar
El domingo pasado tuvieron lugar las elecciones legislativas en Francia. La institución encargada de organizarlas es el Ministerio del Interior (el equivalente a la Secretaría de Gobernación en México) y no es inusual que el primer ministro (el responsable de la política interna) coordine las campañas de su partido. De manera semejante, la primera potencia mundial, los Estados Unidos, no posee un organismo específico que organice las elecciones y cuente los sufragios de los ciudadanos norteamericanos. De hecho, el conteo de los votos –cuando se definen los ganadores del colegio electoral, por estado– lo realizan los secretarios de estado, lo que en México equivale al secretario general de gobierno de cada entidad federativa; mientras en Alemania, el proceso de votación es bastante libre y no requiere de una identificación específica. Mientras tanto, en México tenemos mil y un controles que hacen las elecciones más efectivas y han hecho de éste un país democrático.
Sin embargo, algo nos falta, pues, a contrapelo de las democracias más avanzadas, sigue primando en parte del imaginario popular la desconfianza; de ahí que se haya tenido que construir un organismo autónomo (como lo fue el IFE, a día de hoy el INE) para que organicen los comicios, en conjunto con sus similares locales ¿Cómo en las democracias más pujantes del orbe, el estado puede ser juez y parte y no haber ningún problema; mientras en México tuvimos que sacar al estado del arbitraje? La respuesta es: educación cívica; una asignatura pendiente que dejó la transición, y no ha sido atendida cabalmente, ni por las autoridades electorales, ni por el propio sistema educativo.
Lo diré con manzanitas. En los Estados Unidos o Francia, por ser de las democracias más antiguas del mundo (ambas datan del siglo XIX), el ejercicio de la misma está muy arraigado; y cuando alguien quiere obrar mal, las instituciones, o la propia gente que ahí labora, marca su raya y deja ver los desaciertos. Ejemplo de esto es que, cuando el secretario de estado de Georgia llevó a cabo el recuento de votos –para el colegio electoral– y confirmó la victoria de Joe Biden en 2020, Trump pidió, de manera no tan velada, que actuaran de manera fraudulenta para favorecerlo. El funcionario se negó, alegando que hacer eso faltaba a su función; esgrimiendo algo similar tanto el Procurador de Estados Unidos como el exvicepresidente, quienes decían que sabotear el recuento y la calificación de la elección, era sabotear la voluntad popular y a la propia Constitución de los Estados Unidos.
En nuestro país, por el contrario, el actuar de la federación fue cuestionado cuando le tocó ser el árbitro de los procesos electorales. Durante el siglo XX, el historiador Alejandro Rosas esgrime que el viejo presidencialismo (es decir el PRI) solía usar toda la fuerza del estado para imponerse ante sus contrincantes; llegando a utilizar la violencia o a las malas artes cuando veía que la voluntad popular comenzaba a abandonarlo. Y, aunque el intelectual en mención reseña diversos ejemplos de estos actos, los más emblemáticos del pasado, a mi juicio serían dos: el denominado fraude patriótico durante el verano caliente de 1986; y la caída del sistema en 1988, que posibilitó la victoria de Carlos Salinas de Gortari, cuando la legitimidad revolucionaria del sistema comenzaba a ser cuestionada.
Aunque en ese tiempo ya existían las comisiones electorales, la oposición le exigía al gobierno que sacara las manos de las elecciones, pues lo que se visualizaba, de manera recurrente, eran contiendas donde los adversarios participaban en condiciones desventajosas; pues, haciendo una paráfrasis de Pablo González Casanova, los opositores no se enfrentaban a un partido (en este caso al PRI) sino al estado mismo, que se resistía a dejar el poder, y utilizaba todos los recursos que tuviera a la mano para retenerlo de manera indefinida.
Bajo esta tesitura, la decisión salomónica que se encontró fue que el gobierno se sustrajera de organizar las elecciones; hecho que se logró de manera paulatina, pues el primer IFE (1990-1996) estuvo aún en manos del gobierno federal –el doctor Jorge Carpizo, en su calidad de Secretario de Gobernación, aún fue el máximo encargado de organizar las conflictivas y difíciles elecciones de 1994–; a partir de 1996 se le otorgó autonomía y ello ha contribuido a democratizar las instituciones locales y nacionales. Y aunque no ha estado exento de cuotismos y de vasos comunicantes con los grupos de poder (algunos consejeros del IFE o del propio INE llegaron a tener vínculos con el PRI, PAN, PRD o ahora MORENA; o llegaron a ser propuestas de sus grupos parlamentarios), el trabajo de calidad que ha venido a realizar, a lo largo de tres décadas, es invaluable y plausible.
Sin embargo, hay un punto que, aunque se ha abordado, ha quedado un poco a deber: la educación cívica. Es cierto que el INE y los institutos locales hacen una buena labor. Podrán haber claroscuros, pero la certeza que le han dado a la organización de los procesos electorales era algo inexistente hasta la década de 1980. Empero, se ha hablado poco de la educación cívica y de la relevancia de la democracia, visualizándose que, aunque estos organismos realicen una labor relevante; el valor de la democracia es algo que aún no es del todo sopesado por gran parte de la ciudadanía.
Me explico: considero que, desde el sitio que corresponda –la trinchera de la SEP o del propio INE– debe privilegiarse el abordaje de este punto. Esto, porque la democracia no llegó por ósmosis o no fue algo que se gestó de la noche a la mañana; sino que fue algo que tardó décadas construir. Y que el propio estado fue aceptando cuando la presión intelectual y popular fue tan grande, que no pudo resistirse a que las elecciones fueran reales, y no un mero trámite que ratificara el ejercicio del gobierno existente.
En este punto, considero que la educación cívica debe de ir engarzada con la cultura de la legalidad. Las naciones desarrolladas han llegado lejos debido a que tienen clara la relevancia de su quehacer democrático y que la legalidad es inherente al ejercicio gubernamental. Sólo así podríamos llegar a un punto donde prime la confianza, y el estado pueda hacerse cargo de esta labor, en lugar de encargárselo a organismos autónomos debido a la desconfianza que se le tiene a los propios actores del estado. Suena para Ripley, y, sin embargo, es la circunstancia que sigue primando; y se discute poco qué hacer para cambiarla a futuro; a corto y mediano plazos.
Lo que debemos empezar a hacer es seguir construyendo ciudadanía, y, sobre todo, confianza. Quizás, si llegamos a darle la cabal importancia a la educación cívica, a la democracia y a la cultura de la legalidad, algún día no sean necesarios organismos especiales. Pero si no sucede así, tendremos que construir valladares para cuidarnos a nosotros mismos. En pocas palabras, como cereza en el pastel, dejo la siguiente reflexión: en Francia, los comicios puede organizarlos el Ministerio del Interior; y en los Estados Unidos, la autoridad local cuenta los sufragios ¿Podrá pasar algún día eso en México sin que volvamos a los fantasmas del pasado? Si fomentamos la educación cívica, la cultura de la legalidad y el valor por la democracia en los ciudadanos, por supuesto. Pero Roma no se hizo en un día, y será un proceso largo. Ya se verá qué propuestas posee el gobierno entrante en la materia, pues una de las coartadas que esgrimen es que ellos lucharon por la democracia y ahora lo cristalizan. Veremos.