Esta transición en el gobierno federal ha sido atípica, aunque la doctora Sheinbaum ha nominado su gabinete y ha dejado entrever algunas acciones que llevaría a cabo en su gestión, el presidente López Obrador sigue siendo una voz preponderante, aunque se esté bailando entre dos un tango perfectamente sincronizado
Por Hernán Ochoa Tovar
En cualquier evento, biológico o político, la transición es el indicativo fehaciente de un cambio. De algo que no ha terminado de evolucionar, para convertirse en algo más. Quizás los ejemplos más notables son cuando la oruga evoluciona para transformarse en mariposa; y el niño deja su infancia para tornarse en adulto, pasando un largo y sinuoso camino que incluye a la pubertad y a la adolescencia.
Hago este breviario cultural, debido a que las transiciones políticas –antaño larguísimas en México– indicaban esto. En términos gramscianos, reflejaban lo que no había terminado de nacer, pero visualizaban los resabios de un sexenio que fenecía. Con mayor o menor magnitud, esto se está vislumbrando en el presente tránsito de gobiernos, en el cual el gobierno electo (de la doctora Sheinbaum) intenta mostrar su cara; mientras el de AMLO intenta mostrar una fortaleza, inédita e indómita, prácticamente hasta el día final de su administración, misma que tendrá lugar el próximo 30 de septiembre (un par de meses antes de lo antaño habitual por las reformas realizadas, huelga aclarar).
Aunque todas las transiciones son distintas, en los últimos años se habían caracterizado por cumplir una serie de puntos. En primer lugar, los presidentes salientes eran débiles, mientras los entrantes solían tener una inusitada fuerza, producto de la consabida luna de miel que les prodigaba el electorado. A pesar de que Felipe Calderón no la tuvo tan fácil, y tuvo que recurrir al metarrelato armado para legitimar su gestión; y Peña Nieto se vio en la necesidad de echar a andar el “Pacto por México” para romper parálisis e inercias, ambos sexenios cumplieron sus ciclos: tuvieron un inicio, un nudo y un final.
En el caso de Peña Nieto, las etapas del mismo fueron más marcadas y dramáticas, pues a pesar de que no llegó con un gran bono de popularidad, sí pudo propulsar la misma a través del mencionado Pacto por México, puesto que logró pactar con la oposición reformas que sus antecesores intentaron pero jamás lograron. Ello le permitió figurar en revistas internacionales (las cuales, de manera inusitada lo veían como una especie de nuevo reformador o salvador de México) y granjearse una imagen de demócrata y estadista a lo largo del mundo -que no en el país-. Empero, la suerte le duró poco: cuando apenas llevaba dos años de gestión, los hechos de Ayotzinapa, la Casa Blanca que fue vista como de su propiedad, así como la de Malinalco de Luis Videgaray (su primer secretario de Hacienda, así como su canciller) minaron su popularidad y la hicieron añicos. Los constantes hierros de su gestión, llevaron a que Andrés Manuel López Obrador levantara el vuelo y fuera el candidato vencedor en prácticamente todas las encuestas.
A contrapelo de sus antecesores, Peña Nieto no se opuso a ello. Sin ponerle escollos a la inminente victoria de López Obrador, EPN encarnó una transición de terciopelo. Tan así, que, una vez consumada la victoria obradorista, el expresidente dejó el mando y López Obrador parecía algo así como el Presidente sin cartera, pues todos los medios le daban cobertura a sus declaraciones y nombramientos, mientras Peña Nieto pasaba su último semestre en Los Pinos en medio del soslayo y el ostracismo.
Una vez llegado al poder, AMLO ha tenido dinámicas bastante distintas que han roto paradigmas respecto a quienes lo antecedieron. Para empezar, fue bastante popular desde los albores de su sexenio y aunque alcanzó un cenit (llegó a tener picos que rayaban en el 80 por ciento de popularidad en ciertos momentos), la misma nunca disminuyó radicalmente. De hecho, hoy, en el cenit de su administración, AMLO sorprendentemente conserva cotas de poder bastante amplias, pues es inusual que un mandatario al final su sexenio posea una popularidad mayor al 50 por ciento; y sin embargo, él lo ha logrado.
De hecho, aún se discute si los fabulosos números logrados por la doctora Sheinbaum en los pasados comicios (que superan a los de AMLO en algunos aspectos, pues, aunque AMLO tuvo mayoría calificada en la Cámara de Diputados durante la primera parte de su gestión, nunca la logró –ni estuvo cerca de conseguirla– en el Senado) son producto de su exitosa campaña o del consabido efecto López Obrador que consiguió redituarle con creces a su sucesora en el cargo. Empero, la circunstancia ha sido distinta. Si Peña Nieto se replegó (quizás más por cálculo político que por madurez), AMLO no lo hace y sigue siendo la voz cantante de lo que sucede en México ¡a menos de dos meses de que finalice su gestión¡
Si Peña Nieto dejó a AMLO poner su ideario sobre la mesa, dejándolo gobernar con anticipación; AMLO no lo ha hecho del todo con la doctora Sheinbaum. Prácticamente la idea de la reforma judicial (que tanto escozor está causando en diversos sectores) y de la ampliación de la prisión preventiva, son ideas de López Obrador, no tanto de Claudia Sheinbaum.
Sus consecuencias podrían afectar la gestión de la doctora Sheinbaum, pero ella se ha mostrado tolerante, y hasta ha llegado a endosar esas ideas, aunque no formen parte de su ideario y eventualmente se le puedan revertir como un bumerán.
De hecho, al principio, la doctora, viendo la polarización que está causando la reforma judicial, intentó aventar el bote hacia adelante. Pero, la intransigencia de personajes como Nacho Mier y Gerardo Fernández Noroña (quienes, solícitos, endosaron la solicitud presidencial) hizo que la reforma tuviera que ponerse sobre la mesa, así se trate de una bomba de tiempo para la administración entrante.
Quizás, al ver que tenía la batalla cultural perdida, terminó asumiendo otro rol. Empero, esta transición ha sido atípica, pues aunque la doctora Sheinbaum ha nominado su gabinete y ha dejado entrever algunas acciones que llevaría a cabo en el curso de su gestión –particularmente en lo tocante a la ampliación de programas sociales–; el presidente López Obrador sigue siendo una voz preponderante, aunque se esté bailando entre dos un tango perfectamente sincronizado.
Veremos qué sucede hacia los albores de octubre. Lo que pudo ser una transición de terciopelo se está vislumbrando como la crónica de la polarización anunciada. Algunos frentes se vislumbran hacia el horizonte, y quizás haya claroscuros allende la toma de posesión. Es cuánto.