López Obrador debe entender que tiene esta oportunidad de oro para mostrar que puede, y no echarla a perder; no puede desperdiciar un movimiento que él encabeza pero que no solo él construyó. Hay demasiadas tormentas provocadas por su propio discurso
Alejandro Páez Varela
Han sido semanas duras para Andrés Manuel López Obrador.
Aunque tiene un bono alto –según las últimas encuestas–, ha debido enfrentar tormentas masivas. Y lamento decir que muchas de ellas son en vasos de agua. O peor: tormentas provocadas por él mismo.
La más fuerte de todas, sin duda, ha sido la rifa del avión presidencial. He hablado ya de eso. Básicamente evidenció improvisación. Pero lamento decir que no sólo allí. El Presidente tiene una crisis de comunicación muy severa. Empieza con lo que él llama “diálogo circular”, en donde encierra su “derecho de réplica”, describe su “mañanera” y también su ejercicio de propaganda.
Los reclamos de la semana pasada por la falta de una estrategia puntual para contener los feminicidios son emblemáticos. El Presidente no aceptó que las mujeres en la calle o en su conferencia de prensa le impusieran una agenda que él no tiene en su radar.
Cuando la activista Frida Guerrera lo presionó para que respondiera a las demandas de las mujeres afuera de Palacio Nacional, López Obrador se molestó. Transformó la exigencia en un ataque personal y la llevó a su zona de confort: que es un ataque y viene de los “conservadores” (que, como sabemos, ve por todos lados: en la izquierda y en la derecha; los “conservadores” son todos aquellos que no piensan como él).
En otro clásico arrebato, se sacó de la manga un decálogo que repite ideas y omite otras. Al menos Enrique Peña Nieto tenía quién le escribiera sus decálogos y no los improvisaba frente a la prensa; no servían de un carajo, pero al menos hacía un intento por simular.
López Obrador declaró el fin del patriarcado como cuando declaró el fin del neoliberalismo. Y esas improvisaciones le reclaman más adelante; se le revierten. Vale otra vez preguntarse de qué sirve “comparecer” más de dos horas todos los días, de lunes a viernes, si mucho de lo que comunica está apresurado; es propaganda o simplemente episodios de historia reinterpretada.
En su discurso también hay muchos excesos. Y viene de lo mismo: su intento de imponer una agenda y evitar cualquiera otra que no sea la de él. Si se cuestiona la falta de agenda para defender a las mujeres, los periodistas o activistas; si se le pregunta por la inseguridad, la rifa que no es rifa o la falta de crecimiento, el Presidente se molesta.
Lo acomoda todo en el mismo cajón: son sus enemigos, que lo quieren hacer quedar mal. Y luego se ancla en los aduladores mañaneros; hace como que no sabe que, por ejemplo, Miguel Reyes Razo, Nino Canún, Isabel Arvide y otros a los que arropa han sido señalados por no tener las mejores prácticas periodísticas. En tanto, publicaciones que cuestionaron a presidentes por años y que ahora son críticos con él son calificados como basura o sometidos al famoso “dónde estaban en el pasado” o “por qué no lo dijeron así en el pasado o “callaron como momias”. Y eso es un abuso. Muchos de sus seguidores se dejan orientar por el líder; entonces el líder, aunque sabe quién es quién, los conduce hacia verdades a medias.
Lamento decir que en algún momento la realidad se impondrá por encima de su agenda discursiva. Cuando menos piense, el Presidente tendrá que enfrentar a las cifras, a la realidad. La inseguridad, la desigualdad, la pobreza, el crecimiento, el empleo o el reparto del bienestar son medibles: aunque le moleste que se toquen en su mañanera, un día esos números golpearán a su ventana en Palacio Nacional. Tarde o temprano tendrá que aceptar el resultado de su propio desempeño. Y tendrá que dar cuentas; es inevitable. El pleito entre conservadores y liberales servirá hasta que tenga que explicar qué hizo con la confianza que se le depositó en las manos; qué hizo con cada voto de esperanza.
Su decálogo para responder al reclamo por los feminicidios es un abuso desde el poder y sentí algo muy cercano a la desilusión. Quizás estoy viendo demasiados negritos en el arroz de la 4T. Es probable.
Pero yo sé que mi responsabilidad es escribirlo, punto. Decirlo: el Presidente no quiere más agenda que la que le resulta cómoda. El Presidente solo quiere hablar de lo que le hace sentir bien. Hay que decirlo. Y hay que advertirlo.
López Obrador debe entender que tiene esta oportunidad de oro para mostrar que puede, y no echarla a perder; no puede desperdiciar un movimiento que él encabeza pero que no solo él construyó. Hay demasiadas tormentas provocadas por su propio discurso. Debe entender que tiene una crisis de comunicación muy severa que empieza con su “diálogo circular”, donde cabe sólo su agenda y deja de ser circular cuando lo incomodan con los temas que no quiere tratar, no le interesan o simplemente le molestan.
La mañanera resultó un ejercicio importante pero debe recobrar su vitalidad. Debe ser lo que intentaba ser: un verdadero diálogo honesto para que sea circular. De otra manera se quedará en lo del viernes pasado. Demasiada improvisación y pocos deseos de tratar los temas que son importantes para México, aunque deban confrontarlo con la realidad.
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Alejandro Páez Varela. Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx