Opinión

Perder a un hijo




julio 5, 2019

La política de separar a las madres indocumentadas de sus hijos nacidos en Estados Unidos es tan cruel e inhumana como la de cualquier historia de hijos de presos políticos separados de sus padres y entregados a otra familia en una dictadura. La única diferencia, es que en este caso es legal

Daniela Pastrana
@danielapastrana

De niña viví en una casona de la colonia Álamos que estaba a dos cuadras de lo que hoy es el Eje Central. Puedo decir, sin duda, que esa casona blanca de Fernando 250, la casa de mi infancia, es el hogar que más momentos felices me ha regalado en mi errante vida.

Estaba en una esquina, tenía un jardín con un gran árbol al centro y una fuente de piedra (que para mí era “la alberca”). Tenía también una cocina grande (como todas las que tuvo mi abuela) y para ir a la recámara de mis abuelos y acostarme en medio de los dos, en su gran cama de madera de nogal, había que cruzar el jardín, que para mí era una aventura. Lo mejor eran los 6 de enero, cuando todos mis tíos ponían regalos para todos los sobrinos y la sala de la casa se convertía en un almacén de juguetes.

La casa, con todo y su árbol, fue derrumbada el año pasado; sucumbió finalmente al cartel inmobiliario que recorre la Ciudad de México como si fuera la “Nada” de Neverending story. Pero eso será tema de otra columna.

El único problema que recuerdo de vivir en ese lugar era que a dos cuadras de ahí estaba una gran avenida que ahora es un eje vial y se llama Lázaro Cárdenas. Pero en esos años se llamaba “Niño Perdido”.

A mí siempre me dio terror pensar que en esa calle se podía haber perdido un niño. Por eso, cuando teníamos que ir para allá, a donde estaba la colonia Narvarte, me agarraba muy fuerte de la mano de mi abuelo para que no me pasara lo que a ese niño perdido.

Supe que eso podía ser algo terrible cuando una de mis primas más pequeñas se perdió en Acapulco, a donde mi abuelo nos llevaba de vacaciones cada año. Ella, que era muy pequeña, corría con su cubeta de la palapa donde estaban los adultos a la orilla del mar, donde las primas hacíamos un castillo de arena. Pero en una de esas no encontró la palapa y se echó a caminar. Y caminó y caminó, como una hora, hasta que un guardacostas la vio sola y llorando bajito (pero sin dejar de caminar).

Para entonces, la palapa de los adultos estaba en ebullición. Jamás he olvidado el rostro de terror de mi tía Malena ni la desesperación de mi tío Francisco, que de por si era un hombre muy desesperado, mientras toda la familia recorría de un lado al otro la playa y el malecón buscando a mi prima (solo mi abuela se quedó a cuidar a los niños, que no entendíamos que pasaba, pero sabíamos que era algo muy malo). Ese episodio me ayudó a alimentar el miedo que le tenía a la calle del Niño Perdido, a la que, desde entonces, me negué a pasar hasta que nos cambiamos de casa y de colonia.

Muchos años después, yo misma supe lo que es perder a un hijo. O peor aún, que te lo roben: una relación mal resuelta provocó que el padre de mi hijo desapareciera con él cuando tenía 3 años. Durante algunos meses no supe de ellos, aunque siempre estuve segura de que lo iba a encontrar… de que nada en el mundo impediría que no lo encontrara.

El reencuentro y la negociación de convivencia no fue fácil, porque los humanos a veces somos muy imbéciles y porque en esta sociedad — lo descubrí entonces— muchos adultos usan a sus hijos e hijas como monedas de cambio para amarrar y desamarrar su mal resuelta vida amorosa.

Tampoco sabía entonces cómo lidiar con las violencias machistas, así que llegamos a un mal arreglo que funcionó algunos años: mi hijo vivió con su padre en otra ciudad y yo iba a verlo los fines de semana. Quizá porque la separación nos obligaba a tener las mejores horas del mundo cuando estábamos juntos, nuestra relación siempre ha sido muy especial. Por eso, cuando mis mejores amigas se fueron a estudiar a otros países, yo ni siquiera lo intenté. No hubiera podido ir a ningún lugar que me perdiera de él por una larga temporada.

En la última década hemos atestiguado en México los efectos devastadores de la política de guerra de Felipe Calderón. Ni siguiera soy capaz de calcular a cuántas madres les he visto la misma expresión de angustia que tenía mi tía Malena cuando buscaba a mi prima en Acapulco. A cuántas marcadas del dolor o con las huellas del insomnio que (lo sé bien) te deja el miedo de no saber dónde está un hijo.

Muchas veces, escuchando a cientos de personas que buscan a sus ausentes, he pensado que hay una diferencia sutil cuando pierdes a tus padres, a un esposo, a una hermana o una amiga. No porque no los ames, sino porque nunca puedes dejar de querer cuidar a esa personita a la que le enseñaste a caminar hasta que pudo caminar sola, que le diste de comer hasta que supo comer sola, y que aprendió a comunicarse contigo antes que con nadie para decirte que estaba contenta o triste o enojada.

Hay un documental francés que ganó el Óscar en 2006, y que mi hija pequeña, que estaba en la edad en la que no se cansan de ver la misma historia, nos hizo ver como cien veces: La Marcha de los Pingüinos, que sigue el viaje de 100 kilómetros que cada año hacen los pingüinos emperadores en la Antártida, para aparearse a temperaturas de 40 grados bajo cero. En una escena, la desesperación de una madre que perdió su huevo (si tocan el suelo durante la incubación se congelan en segundos) hace que vaya a robarse el polluelo recién nacido de otra.

En los años siguientes, varias veces he pensado en esa locura del animal por perder a su cría, representada en los padres y madres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y de muchos otros miles de jóvenes desaparecidos en México. Imagino que esa angustia puede ser peor si, además, hay un temor fundado de que están sufriendo.

Pero lo que me parece aún más atroz y más incomprensible, es que el que te robe a un hijo sea el primer encargado de protegerlo: el Estado. Y eso es lo que pasa con las guerras y con la migración irregular, que no es otra cosa que un desplazamiento forzado.

En 2014, recorrí con un equipo de En el Camino varios albergues para migrantes de la “ruta del Pacífico”, recolectando testimonios de familias separadas por las leyes migratorias. De ese trabajo surgió Familias rotas. Vidas Vaciadas, un reportaje sobre la separación familiar, que había aumentado con las deportaciones del gobierno de Barak Obama.

“Son historias que se repiten, de hombres y mujeres que salieron de sus pueblos y sus países en busca del sueño americano y encontraron un muro de Berlín. Que arriesgaron todo por sus familias y en el camino terminaron por perderlas. Ahora son personas rotas, perdidas, ausentes.

— Sin los hijos se siente uno vacío — nos dijo, apoltronado en un sillón del albergue de Irapuato, un salvadoreño que fue lanzado del tren en marcha y se quedó varado sin un brazo en Celaya, Guanajuato, cuando intentaba reencontrarse con su familia en Miami.

Peor si te los arrebatan. Más que vacía, quedas como vaciada. Semiloca, dice Yolanda.

Conocer a Yolanda Varona, dirigente de Dreamers Moms, una mujer que tiene prohibido, de por vida, entrar a Estados Unidos, el país donde trabajó 16 años y donde viven sus dos hijos y tres nietos, me impactó profundamente: “Vives en un estado de nada, como loquita. Te sientes incompleta, no puedes estar en ningún lado y no sabes cómo será el día siguiente”, nos dijo.

Llegamos a ese reportaje después de que, en un foro sobre migración, escuché otra historia que me recordó mis viejos temores del Niño Perdido: la de una pareja joven que, al intentar subirse al tren, pasó a su bebé a otra persona, pero ya no alcanzó a subirse. La joven recuperó al bebé algunos meses después, con la ayuda de las organizaciones de la sociedad civil que el presidente mexicano piensa que no sirven para nada.

Buscando a esa pareja, supe de otra historia más increíble y aterrorizante: la de una mujer que en 2011 llegó a las oficinas del Instituto de la Mujer Migrante (IMUMI) en la Ciudad de México a pedir ayuda porque, cuando fue detenida y deportada en Estados Unidos, la habían separado de su bebé de dos meses y como no pudo presentarse en el juicio, perdió sus derechos y su hijo fue dado en adopción. Ya había pasado el tiempo legal para apelar, por lo que el nombre del bebé había sido cambiado y su única opción era inscribirse en el registro de adopción estatal, por si su hijo quería buscarla cuando fuera mayor de edad.

Esta política de separar a las madres indocumentadas de sus hijos nacidos en Estados Unidos es tan cruel e inhumana como la de cualquier historia de hijos de presos políticos separados de sus padres y entregados a otra familia en una dictadura. La única diferencia, es que en este caso es legal.

Y no es nueva. De 1998 a 2014, más de 660 mil estadunidenses menores de edad fueron afectados por las deportaciones de sus padres, según el estudio “Family unity, family health”. Aunque no hay estadísticas precisas del número de familias separadas, académicos y organizaciones civiles han documentado los devastadores efectos emocionales y económicos en las familias separadas por la aplicación de la legislación y las políticas migratorias estadounidenses, un fenómeno que se multiplicó desde 2007.

En las últimas semanas vimos dos imágenes terriblemente dolorosas de la frontera norte: la de una mujer nicaragüense que no logró cruzar la frontera y quedó separada de su hija en Ciudad Juárez, y la de una niña salvadoreña que se ahogó con su padre, en el Río Bravo, en Matamoros.
Son historias que calan. Pero no nos equivoquemos. No son producto de la Guardia Nacional ni de las recientes amenazas de Donald Trump. Las historias de los niños perdidos de los migrantes centroamericanos tienen dos orígenes fundamentales: la tremenda corrupción e ineficacia de sus gobiernos, que los ha lanzado a este éxodo, y la política brutal, inhumana e impúdica, de separación familiar de los Estados Unidos.

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