La Patrulla Fronteriza tiene registradas más de 7 mil personas muertas en el desierto de Arizona durante las últimas dos décadas. El desierto borra las huellas de todo, pero sobre todo de los migrantes. Cruzar en esta época del año parece una locura. Pero ante el endurecimiento de las medidas antimigrantes y el desbordamiento de los albergues en Tijuana y Juárez, muchos migrantes están corriendo el riesgo. En una zona controlada por el crimen organizado, el éxito de la travesía depende de estar bien “conectados” con los traficantes de personas. En los meses recientes, a las garitas de Sonora se han presentado personas provenientes del Caribe, Centroamérica y mexicanos desplazados por la violencia -mayoría en casos como Agua Prieta- que hacen fila para solicitar asilo en Estados Unidos. Este es un recorrido por la frontera de Sonora, uno de los territorios agrícolas más grandes de México
Este trabajo forma parte de la serie El Gueto mexicano, migrantes atrapados entre muros que puedes consultar completo aquí
Texto y fotos: Andro Aguilar
Pie de Página
Camino a Sásabe
Altar Sonora –Aún no clareaba cuando Abel notó que el tren de carga donde viajaba estaba siendo detenido, vagón por vagón, por un hombre vestido con ropa de camuflaje, aunque sus tatuajes y el corte de pelo le hacían dudar de su origen castrense. Luego vio que no era un hombre solo, sino que al menos tres extraños se habían distribuido a lo largo del tren para ordenar a los migrantes que se concentraran en un solo punto.
Abel le hizo señas a su compañero de viaje para que se arriesgaran a separarse de las vías del tren. Corrieron hasta que se sintieron a salvo. Calcularon el rumbo, faltaban unos 5 kilómetros para llegar a Caborca, y trazaron una ruta imaginaria a pie, paralela a las vías.
Abel se quitó la camisa para envolverse la cabeza. En verano, los días aquí son los más largos, duran hasta 14 horas. A las seis de la mañana, ya había amanecido por completo.
Con mayor ritmo en la caminata, el compañero de Abel comenzó a sacarle ventaja. Cuando lograron salir a carretera, Abel creyó que lo estaban logrando, pero le preocupaba que sólo tenía como unos 200 mililitros de agua en su botella.
Pidió aventón a los transportistas, a automovilistas particulares, pero nadie de detuvo. Una hora después, comenzó a desesperarse. Sacó los 300 pesos que le quedaban y los sacudió para que los conductores vieran que podía pagar. Tampoco funcionó.
Abel ya no alcanzaba a ver a su compañero. Desesperado, sin nadie que lo ayudara, encontró algo que describe como una alcantarilla y decidió meterse ahí. Hincado, con los primeros estragos del desierto, lloró. Le pidió a su Dios una oportunidad. Rezó varios minutos.
Al salir a la carretera, el conductor de un camioncito de Oxxo accedió a llevarlo entre las cajas de mercancía. Alcanzaron a su compañero. Abel había sobrevivido a su primer encuentro cercano con el desierto de Sonora.
“Me salvé de que me secuestraran”, dice días después el hondureño, a punto de echarse a la boca un trozo de tortilla de harina con frijoles. Lo dice con voz bajita. Pregunta sobre la seguridad en otros puntos de la frontera norte. Quiere saber si le conviene alejarse del desierto.
El hombre cuenta que en su país se dedica a las campañas propagandísticas y publicitarias. Un rompimiento familiar y la escasez de trabajo lo impulsaron a salir. Culpa al presidente Juan Orlando Hernández de otorgar trabajo sólo a las empresas de sus amigos y hundir a su país en una de las peores crisis de su historia.
El pueblo al que llegó Abel es conocido porque la economía depende en 90 por ciento de los migrantes. Hasta hace una década, funcionaba como un lugar donde los migrantes se surtían libremente de lo necesario para internarse en el desierto: alpargatas para disimular las pisadas, ropa y gorras camufladas, galones de agua de color negro para evitar el brillo con la luna, pecheras y pasamontañas para cubrir cuello y rostro, guantes.
Pero a partir de 2007, las mafias comenzaron a controlar todo. En la plaza central del pueblo sólo quedan dos puestos de comercio. Los migrantes son recluidos en las casas y encaminados a locales específicos para comprar lo necesario. Hay alrededor de 60 “casas de huéspedes” y 11 hoteles. Es la ruta más segura para quienes están “conectados” con las mafias de polleros: los migrantes son trasladados en camionetas Van blancas hacia Sásabe, el punto fronterizo, donde alguien más los cruzará hasta Tucson o Phoenix. Un camino de 94 kilómetros y unas 2 horas y media, luego del cual recorren a pie unos 30 minutos hasta donde termina la barda para luego internarse por la Sierra de Baboquíbari.
“Entre más pagan caminan menos, entre menos pagan caminan más”, dice Prisciliano Peraza, un sacerdote con más pinta de ranchero que de cura, y que dirige el Centro Comunitario de Atención al Migrante y Necesitado (CCAMYN). De acuerdo con el sacerdote, casi todos los que migran por esta ruta y tienen acuerdo con pollero logran llegar a su destino. Pero menos de 10 por ciento no lo consigue.
Por la inclemencia del tiempo, ésta es la peor época del año para migrar por el desierto. Los que lo hacen son extranjeros, que desconocen las particularidades climáticas. Ahora se están arriesgando.
Según cifras de la Patrulla Fronteriza, en las últimas dos décadas, han muerto 7 mil 256 personas en el desierto de Arizona. El Ccamyn tiene un registro de mil 755 personas muertas en el desierto entre 1999 y 2009. Sin embargo, Sara Abdala, administradora del centro, advierte que la crifra puede ser mucho mayor, ya que el año pasado recibieron alrededor de 40 llamadas de familiares de personas desaparecidas en el desierto. “No recibimos ni el uno por ciento de llamadas de desaparecidos”, señala.
Cada año, el Ccamyn organiza una caminata por los migrantes que desaparecen en el desierto. Comenzaron a hacerlo por el caso de un muchacho en 2001. El trayecto, de 3 kilómetros, está señalado con cruces en los puentes con los nombres de algunos de los miles de fallecidos o desaparecidos en su travesía.
Pero este año es distinto, porque las políticas están provocando incertidumbre. Diez días después del acuerdo binacional, el Instituto Nacional de Migración informó del “rescate” de 47 migrantes en una casa de huéspedes en Altar. Y a partir de este mes, la presencia del Inami es permanente con un vehículo en el centro del pueblo, y son acompañados por la Guardia Nacional, algo inédito. En este tiempo, la asistencia de migrantes al comedor del Ccamyn, disminuyó a la mitad.
Caborca: el enganche
¿Por qué los países tienen fronteras si todos vemos las mismas estrellas? La pregunta escrita con gis apenas es legible en uno de los muros de la Casa del Migrante Pueblo sin Fronteras.
El albergue está a unos 100 metros de la vía del tren, “la ruta del Diablo” que recorre el occidente mexicano de sur a norte, usada por cientos de migrantes que buscan llegar a Estados Unidos. Abajo de la frase, una bandera de El Salvador, enfrente, otra de Guatemala.
Todos los que están en el albergue dicen haber llegado en el tren. Algunos salieron desde Tabasco, otros de Chiapas. Y de ahí se desviaron. Hay quien suma ocho trenes en su andar.
En los primeros días de julio ya sintieron los impactos del acuerdo migratorio entre México y Estados Unidos.
En la central de autobuses en Tierra Blanca, Veracruz, se queja uno de ellos, no le quisieron vender el boleto para viajar porque no traía credencial que lo identificará como mexicano. Otro cuenta que le fue peor: perdió mil lempiras hondureñas (unos 780 pesos mexicanos) porque en la taquilla le vendieron los boletos de él y su hija de nueve años, pero no los dejaron subir al autobús. Tuvieron que tomar el tren en Pénjamo, Guanajuato.
“Yo pasé un tiempo antes y estaba más tranquilo”, interviene un joven mientras acaricia a un perro pitbull que reposa con todos bajo la sombra de un patio de cemento donde sobrellevan los 37 grados centígrados del desierto sonorense.
El hombre que viaja con su hija se queja de que no hay trabajo. Cómo le van a hacer entonces, reclama, cómo quieren que le hagan si los gobiernos no mejoran salarios ni la seguridad.
“De 35 años para arriba ya no hay trabajo, a menos que sea de guardia de seguridad, que vas a ganar 6 mil lempiras mensuales, que vienen siendo como 2 mil 800 pesos”.
En realidad, 6 mil lempira son 4 mil 600 pesos, pero otro hombre contextualiza lo que significa con una cuenta más simple: “El kilo de frijoles le vale como 100 pesos”.
Esta casa del migrante es dirigida por Irineo Mugica, quien enfrenta en libertad una investigación por presunto tráfico de personas. Algunos pobladores se refieren al sitio como “nido polleros”. Pero los migrantes que están aquí se preguntan qué habrían hecho si no existiera una sombra como ésa cerca de las vías. “Ya muchos habrían muerto”, advierte uno.
Unos metros más adelante sobre la vía del tren, casi frente a un módulo de la Cruz Roja que atiende exclusivamente a migrantes, dos primos hondureños escuchan trap en una tienda de campaña improvisada que les sirve de dormitorio.
Christian, torso tatuado, cuerpo corrioso, prende el fogón a la intemperie para cocinar papas en un sartén.
Lleva una década migrando, la tercera parte de su vida, desde los 17 años. En 10 ocasiones ha entrado a México y cuatro a Estados Unidos. Siempre que lo deportan, emprende el camino de vuelta. Asegura que no lo hace por gusto. Es por la necesidad de dinero, pero principalmente “obligado a salir de las pandillas de allá”. Y que elige esta ruta porque es menos insegura que la del Golfo de México.
Con él está Élmer, cinco años menor, criado en la misma casa, como hermanos. Cristian dice que invertirá el tiempo necesario en seguir migrando y no quita el ojo de Estados Unidos. “Dios sí podrá detenernos, pero sólo él, nadie más. Es que es obligatorio, no es que queramos”.
Caborca es uno de los puntos de paso para quienes buscan cruzar la frontera a través del desierto de Sonora y llegar a Arizona. Desde ahí se emprenden dos rutas para cruzar. Algunos eligen ir 153 kilómetros al norte, hacia Sonoyta, y otros 5 kilómetros al este, rumbo a Altar.
Laura Ramírez dice que hace cuatro años desperdiciaba su tiempo jugando Candy Crush en su teléfono, hasta que decidió involucrarse un poco más en el bienestar de su comunidad. Una mañana salió con raciones de comida para repartir desayunos a los migrantes que hacen parada en Caborca. Llegó a atender hasta 200 personas.
Además de los desayunos la mujer gestiona atención médica, da asesoría legal y acompaña tanto a familias que buscan a migrantes perdidos como a migrantes convertidos en indigentes que han quedado varados en este punto del desierto. Lleva cuatro años con ese trabajo y en agosto, junto con otras personas se incorporará a la búsqueda de restos óseos en el desierto. Su proyecto se llama “Laura, ayúdame a volver a casa”.
¿Por qué Caborca es un punto de encuentro de migrantes? Laura encuentra dos razones principales: “Una es que -entre comillas- es una de las fronteras más seguras. Es la más larga, eso sí. Pero no se ve tanto el secuestro, sí los hay pero no tanto como en Reynosa o esos lados. Y aquí pues desgraciadamente… pues la dichosa mochila, que desde que salen de allá les platican que la mochila es el cruce para cruzar por este desierto”.
Cruzan como “pollos” o cargados. “Y no porque ellos quieran sino porque no hay otra forma de pasar. Si ellos conocieran el camino y quisieran ir caminando no se los permiten. Es una condición ir cargando ese cochinero”.
Varios testimonios lo confirman: en Caborca y otros puntos de Sonoyta, los migrantes son contactados para que crucen el desierto con mochilas de, al menos, 20 kilogramos de mariguana. Hay quienes dicen que la cuota actual implica hacer dos viajes; otros, que deben pagar 300 dólares y además llevar la mochila.
Un migrante mexicano que en este texto se llama Adalberto relata que él llegó al poblado específicamente para cruzar con el paquete por el desierto. Trabajaba en el campo o como ayudante de albañil hasta que se desesperó. “Me vine a chambear para echarme la mochila, aquí me agarraron (…) Te tienes que voltear para levantarte con las manos y con los pies. Cuando me la eché aquella vez, me fui para atrás. Era tiempo de frío, me pegó el frío machín. El calor y el frío es lo mismo. En el desierto te mueres de frío y te mueres de calor (…) Ahora quiero pasar de nuevo pero quedarme a trabajar machín y ver quién va a ser la heredera, una que me quiera bien”.
José también es migrante, pero su destino es Sonora. Viajó del sur mexicano para buscar a su hijo de 21 años y a su hija de 20. Un contratista los enganchó en su pueblo de Oaxaca para que trabajaran en el cultivo de espárrago. Pero los jóvenes no se adaptaron. Tuvieron problemas con los compañeros y con la abundancia de droga.
El trabajo en estos campos es duro, añade. Los contratistas prefieren a los oaxaqueños o chiapanecos antes que a los centroamericanos para las jornadas, por su costumbre a estas labores. “A mí no se me dificulta ni con la mafia ni con la ley, porque no tengo ningún vicio. Nosotros estamos acostumbrados al trabajo duro”, dice.
El Semáforo delictivo señala que Caborca (la segura) tiene 124 por ciento más denuncias por narcomenudeo que todo Sonora. Apenas hace dos semanas tres personas fueron asesinadas en el centro del pueblo. La Guardia Nacional llegó a Caborca la semana pasada. Y con ella, el Inami.
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Este reportaje fue realizado por los equipos de investigación Pie de Página, Chiapas Paralelo y La Verdad, medios integrantes de la alianza Tejiendo Redes de la Red de Periodistas de a Pie.
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