Opinión

Robar, huir, predicar: la vida de Alfredo Ríos Galeana, el mítico Enemigo #1 de México




enero 19, 2020

Militar, policía, asaltabancos, cantante de rancheras, actor extra en alguna película, árbitro de fútbol, predicador en iglesias. Así fue Alfredo Ríos Galeana, el enemigo público número 1 de los años 80 y sobre quien se construyó una leyenda. Murió hace un mes, por una enfermedad mal atendida. Aquí un repaso a la extravagante vida del personaje

Alberto Najar
@anajarnajar

Ciudad de México –En el barrio de Los Ángeles donde vivía sus vecinos le conocieron como “Hermano Arturo”, pero en la iglesia que frecuentaba el pastor lo bautizó como “Alma Grande”.

Tenía bien ganada la fama. El hombre cincuentón, alto, de manos fuertes y piel morena había rescatado de las drogas y delincuencia a decenas de niños y adolescentes.

Se desvivía por ellos. Paciente, comprensivo con sus problemas, les repetía en cada plática que alejarse del camino de Dios es incorrecto. Les decía, por ejemplo, que robar es un pecado atroz.

Los chicos lo querían y respetaban porque Arturo Montoya, el nombre que aparecía en su licencia, predicaba con el ejemplo.

Pero un día de 1992 el “Hermano Arturo” desapareció del barrio con toda su familia. Se fueron una noche sin despedirse. Tiempo después algún vecino lo encontró trabajando en un taller mecánico en Tijuana.

Había empezado una nueva vida. Por las tardes trabajaba como lavaplatos en un restaurante, llegaba a su casa tarde para dormir unas horas y a las 7 se despertaba para llegar temprano a su otro empleo como reparador de autos.

Los fines de semana también salía temprano de casa, vestido con camiseta y short negros. En el bolsillo trasero se notaba dos tarjetas, roja y amarilla, junto con una pequeña libreta de apuntes.

Porque “Alma Grande” era árbitro en las ligas llaneras de Tijuana. Lógico. El cincuentón de tez morena pasaba una buena parte de sus tardes en la iglesia, hablando con niños y adolescentes para alejarlos de pandillas y drogas.

Les decía que el camino de Dios es el correcto. Y que robar es malo.

Para Arturo Montoya la vida apacible terminó cuando la policía lo detuvo en 2005. La versión de su familia dice que una vecina lo delató con las corporaciones policíacas locales.

Otra dice que un pleito de barrio en California derivó en la denuncia ante el Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza, y sus agentes arrestaron al “Hermano Arturo”.

La entonces Procuraduría General de la República (PGR) dice que el arresto ocurrió cuando Montoya atendió una audiencia para su regularización migratoria en Estados Unidos.

En todo caso fue detenido. Ese julio de 2005 la imagen del cincuentón moreno con las fuertes manos esposadas a la espalda apareció en todos los medios mexicanos.

Entonces supieron. En el barrio y la iglesia de Los Angeles, en las canchas llaneras de fútbol de Tijuana. “Alma Grande” no se llamaba Arturo Montoya. No todo el tiempo fue un “siervo de Dios”, como se definía.

“Alma Grande” era Alfredo Ríos Galeana, el mayor asaltabancos en la historia mexicana. Expolicía, exmilitar, con varios asesinatos en su cuenta de vida. El enemigo público número 1 de México en los años 80.

Las fotos y videos de su arresto se publicaban casi al mismo ritmo que se recordaba su vida, la que se conocía entre los viejos reporteros de nota roja, el largometraje filmado en la peor época del cine mexicano.

Alfredo Ríos Galeana fue comandante del Batallón de Radio Patrullas del Estado de México (Barapem), una de las corporaciones con peor fama en la historia reciente del país.

Era una especie de cuerpo policíaco de reacción inmediata, una estructura de élite que lo mismo intervenía en casos de secuestro, homicidios, retenes en carreteras y sobre todo, en los asaltos bancarios.

Para Ríos Galeana el Batallón fue una escuela. Aprendió el ABC del movimiento del dinero en los bancos, las cantidades, horarios de entrega y sobre todo, los responsables de cuidarlo.

Aprovechó la información para planear los asaltos. Inclusive el primero que se le conoce lo cometió cuando todavía era policía, en 1978.

Durante varios años con su banda Ríos Galeana cometió decenas de asaltos bancarios. Algunos dicen que 40, otros hablan de 120 en sitios como el entonces Distrito Federal, Estado de México, Guanajuato, Jalisco…

Las historias sobre los asaltos alimentaron las planas de nota roja. Pero también de otros espacios. Ríos Galeana era cantante. Con el seudónimo de El Charro Misterioso se presentaba en centros nocturnos en el centro de la capital mexicana.

También grabó discos. Se conoce de varios sencillos –con dos canciones- y al menos un LP, la edición con varios temas.

Alrededor del asaltabancos se construyó una leyenda, alimentada por la audacia de sus asaltos pero también porque se le creía invencible.

Ríos Galeana fue detenido tres veces y escapó de todas las cárceles. La última en enero de 1986, antes de su exilio en California, fue de película:

En una audiencia rutinaria en el Reclusorio Sur un comando con fusiles, pistolas y granadas se lo llevó del juzgado. A partir de entonces se le perdió el rastro. Durante 19 años nada se supo del personaje.

Un domingo de abril 1987 comía con su familia frente a una iglesia cuando escuchó cantar al coro.

“Entré y recibí a Jesucristo en mi corazón. Sentí el amor, la misericordia y el perdón de Dios”, contó a la BBC. “A partir de allí llegó la paz, la confianza y la absoluta dependencia de Dios. Así empezó la transformación”.

Ese día murió el asaltante y nació Alma Grande, el predicador. Así pasó sus últimos años en libertad y siguió inclusive en prisión, cuando fue detenido en 2005 y enviado a la prisión de alta seguridad de Almoloya.

Tras las rejas grabó algunos discos, pero no con canciones rancheras como en sus noches de centros nocturnos, sino de alabanzas a Jesucristo.

Hace un mes el mítico personaje murió en un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social, víctima de una septicemia.

A diferencia de sus días de gloria, cuando ocupaba grandes espacios en periódicos sensacionalistas, esta vez la noticia pasó casi desapercibida.

Pocos recordaron la principal lección de su extravagante vida: lo fácil que es construir leyendas, y el enorme atractivo que desde siempre existe por la vida en la delincuencia.

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