Investigaciones

El cruce fallido de la frontera de EEUU se convierte en pesadilla para un padre guatemalteco




diciembre 12, 2020

Familias atrapadas en el programa de ‘Protocolo de Protección al Migrante’ de la administración Trump enfrentan decisiones difíciles. Un migrante comparte su historia de derrota en esta frontera de Ciudad Juárez y El Paso, Texas

Texto: Lauren Villagran / Fotografías: Omar Ornelas / El Paso Times*

La noche después de su audiencia frente al tribunal de inmigración, Francisco Sical se encontraba en una celda helada de la Patrulla Fronteriza, con su hija menor en brazos. Ella le rogaba que abriera la puerta.

“¿Has vivido algún momento en el que ves llorar a tu hijo y tú no puedes hacer nada?” comentó referente a la noche en la que tuvo que tomar una de las decisiones más difíciles de su vida. “O sea, te parte el alma”.

Melissa Sical, la penúltima de sus siete hijos ― con cabellera larga, castaña y una sonrisa tímida ― había visto El Paso, Texas, desde una camioneta tipo Van del gobierno y quería ver las casas con jardín más allá de las carreteras. Ahora temblaba de frío y Sical no sabía cómo decirle que habían sido detenidos, que habían viajado tres mil doscientos kilómetros desde Guatemala, esperar dos meses en un albergue provisional en Ciudad Juárez, para enterarse de que su caso, bajo los llamados “Protocolos de Protección al Migrante” del gobierno de Trump, no tenía resolución.

“Yo le dije: No llores. Aguántale”, dijo Sical. “Mañana nos vamos de aquí”.

“No, papá”, le respondió. “Salgámonos. ¡Abre la puerta!”

En aquel verano del 2019, decenas de miles de familias migrantes de Centroamérica se encontraban frente a las mismas opciones que Sical: quedarse en México y asistir a sus citas en la corte, en las que apenas un 1 por ciento de los solicitantes lograban resolver sus casos, volver para enfrentarse al hambre de sus hijos y a la deuda aplastante del banco que le financió el viaje al norte o arriesgarse a cruzar la frontera ilegalmente.

Sical y su hija eran dos de los más de 68 mil migrantes atrapados en la red de los Protocolos de Protección al Migrante para ser devueltos a ciudades fronterizas en México, como Ciudad Juárez y Mexicali. Muchos, como Sical, eran padres de familia con buenas intenciones que buscaban refugio ante la violencia de pandillas, la devastación del cambio climático y la angustia económica en América Central, pero eran quienes poca posibilidad tendrían de calificar para el asilo bajo la ley de Estados Unidos (EE.UU.), en particular sin la ayuda de un abogado.

Miles volvieron a casa, vencidos, para solo enfrentarse con una desesperación más profunda de la que huyeron. Cientos permanecen en limbo en Ciudad Juárez, en habitaciones de alquiler o albergues de alivio bajo la dirección de organizaciones religiosas.

En lo que se prepara el gobierno del presidente electo Joe Biden para replantear las políticas fronterizas y de inmigración del país, los expertos opinan que el proceso de revisar las restricciones impuestas durante la era de Trump amenaza con provocar una nueva crisis humanitaria en la frontera entre Estados Unidos y México.

“Si no se comienza a reparar la operación de la frontera desde el primer día, se verán enfrentados con una crisis humanitaria sin estar preparados”, opinó Andrew Selee, presidente del Migration Policy Institute, de Washington, D.C., el cual realiza investigaciones sobre patrones migratorios en América del norte.

Durante la noche que pasó en detención con su hija, a Sical se le venían ideas que ahora le duele recordar.

Consideró seriamente enviar a su hija de 10 años de vuelta a casa con un coyote.

“Yo miraba el muro desde Juárez”, dijo. “Ahí estaba el muro y yo lo miraba. Y yo dije: Ahí están los Estados Unidos. Yo me brinco el muro y yo me voy para allá…”. Se recriminaba por haber traído a su hija hasta la frontera, por exponerla a tanto peligro por el camino y en Juárez, ciudad conocida por su extrema violencia. ¿Pero mandarla de regreso sola?

“Abandonarla a ella sería cometer el error más grande de mi vida”, explicó. “No podía abandonarla. No me importó el dinero. Me importó más mi hija.

Y por eso estoy aquí”.

Melissa Sical y su madre, María Elvira Ramos, lavan platos con agua de pozo en Baja Verapaz, Guatemala, a principios de marzo de 2020. Sical y su padre viajaron a la frontera de Estados Unidos durante el verano de 2019, donde fueron sometidos a los Protocolos de Protección al Migrante, por lo que fueron enviados a esperar en Juárez dos meses para una audiencia en la corte de Estados Unidos.

Sical hablaba sentado frente a su casa de adobe de dos habitaciones cerca de San Miguel Chicaj, en el altiplano de Baja Verapaz, Guatemala. Era marzo, antes de que arrasara con el país la pandemia, antes de que dos huracanes desataran su caos y se asentara por completo el hambre ardiente. Tenía el estómago en nudos por la deuda que debía. El banco poseía el título de lo único de valor que él tenía: su casa familiar.

A sus pies cacareaban gallinas; en su corral los cerdos resoplaban. Una de sus seis hijas barría hojas y basura del patio de tierra. Los campos al lado de su casa estaban baldíos y secos, sin manera de sembrarlos por faltar la lluvia de la que dependían años atrás.

Su nieta de dos años hacía berrinches, típicos de su edad.

“Siempre yo he sido una persona que sueño muy en alto”, dijo. “A mí no me gusta quedarme en donde estoy. Prácticamente yo no puedo entrar a Estados Unidos, ni por la vía legal, ni por la vía ilegal. Automáticamente esto está cerrado para mí. Para mí, el sueño americano se murió”.

Así parecía en ese momento. Pero bajo las cenizas arden brasas.

Una promesa falsa, una oportunidad para ‘trabajar tranquilo’

Mientras conversaba Sical, su esposa, María Elvira Ramos, encendía un fuego en el gran comal en su cocina a la intemperie, esperando que estuviera lista la masa de maíz con la que formaría tortillas gruesas y amarillas entre las palmas de la mano. La segunda de sus hijas, Delmy, se encaminó por la ruta de barro agrietado con dos canastos llenos de granos dorados de maíz balanceados en la cabeza, con destino al molino.

La labor sin remuneración de casa se extendía del alba al atardecer, todos los días. Pero los días, las semanas y los meses sin percibir paga de un trabajo consistente a Sical le agrietaba de preocupación el rostro.

Casi exactamente un año atrás, Sical y Melissa se habían dirigido al norte, con la esperanza de cruzar la frontera en El Paso, Texas, para llegar hasta Virginia, donde viven familiares cercanos. Habían llegado rumores a la comunidad maya de que Estados Unidos otorgaba permisos a familiares. Los detalles no llegaban sobre quién calificaba para ser considerado refugiado ni bajo qué circunstancias.

Melissa Sical vigila a sus primos desde la ventana de la casa de sus abuelos a principios de marzo de 2020, aproximadamente a un cuarto de milla de su casa. Es donde creció su padre Francisco Sical.

Un permiso para los hijos. Una oportunidad de trabajo para los padres

Sical recordaba conversar del tema con su esposa en su lengua nativa Achi, la que hablaban entre familia. Pensó que podía ser una oportunidad para trabajar legalmente en los EE. UU. Estaba considerando llevarse a Melissa.

“No, no, no. Mi hija no se va. Dios me guarde mi hija. Tú puedes ir, menos ella” su esposa le dijo.

“Yo le digo, ‘Mira, últimamente el gobierno de Estados Unidos está dándoles prioridad a los niños”, recordándole a su esposa que su propio hermano había llegado a Estados Unidos hacía unos pocos meses. “La Migración lo está visitando dos veces por semana. ¡Pero igual lo están dejando trabajar tranquilo”!

Años antes, del 2003 al 2008, Sical había trabajado en Riverside, California, en Tampa, Florida, en Washington, D.C., y en muchos otros lugares, colocando losetas y conduciendo camiones, ganando 12 dólares la hora, como parte de una vasta fuerza laboral indocumentada que a mediados de la década de los 2000 nutría la expansión económica de EE. UU.

Las dos hijas mayores de Sical, Olga y Delmy, en esa época de 24 y 21 años, ya tenían parejas e hijos. El hijo de Sical, Germán, de 18 años, vivía en la Ciudad de Guatemala. Sandy, en aquel entonces con 17 años, acababa sus estudios, mientras que Ilse, de 13 años, se había ganado una beca para estudiar en un internado religioso en la capital.

Daniela, de seis años, la menor, niña precoz y extrovertida, sufría de asma. Corría mucho riesgo llevarla en un trayecto arduo e impredecible, pensó.

Por tímida que fuera, Melissa tenía curiosidad del mundo. Sical le enseñaría México y los Estados Unidos, lugares que le encantaban. Y era lo suficientemente pequeña todavía como para aprender el inglés y sacar provecho de la educación en EE. UU.  Con enorme esfuerzo, logró convencer a su esposa.

Pocas opciones en Guatemala

“Los guatemaltecos se arraigan mucho con la familia, la cultura, la tierra”, dijo Úrsula Roldán, directora del Instituto de Investigación y Proyección de Dinámicas Globales y Territoriales de la Universidad Rafael Landívar en la Ciudad de Guatemala.

“Sin embargo, las condiciones de los países (de Centroamérica) empeoran día a día”, dijo. “En el acceso a remuneraciones, a empleo, incluso a educación para los hijos, no existen opciones”.

Miembros de la comunidad Achi en Baja Verapaz, Guatemala, visitan la casa de Francisco Sical en busca de una donación para el santo patrón del pueblo a principios de marzo de 2020.

Según un informe del Banco Mundial, el porcentaje de la población considerada pobre en Guatemala aumentó de un 43 por ciento a un 49 por ciento entre el 2006 y el 2014, último año para el que hubiera datos. Aunque el PIB nacional se expandió un poco durante estos años, en un 1.3 por ciento como promedio, no bastaba para elevar a la mayoría de la población. La clase media del país vio un declive al 15 por ciento de la población, de un 21 por ciento, y los pobres se vieron más pobres.

Todo esto antes de que la pandemia del virus COVID-19 hiciera trizas la economía global.

Las presiones que han impulsado a familias, trabajadores y jóvenes guatemaltecos a la frontera de EE. UU. en años recientes se intensificarán con la pandemia, dijo Selee, del Migration Policy Institute. El gobierno de Biden debe prepararse, advierte.

“La mejor forma para abordar la inmigración ilegal no es con la construcción de muros, sino con la creación de oportunidades laborales para que las personas trabajen durante temporadas en los Estados Unidos”, dijo.

“Porque si no las creamos, igual van a seguir llegando a través de rutas ilegales. Hay sectores de la economía estadounidense en los que requerimos la labor de trabajadores extranjeros porque los estadounidenses no quieren esos trabajos. Y queremos saber quiénes son esos trabajadores, y queremos que les paguen sueldos normales para que no subcoticen a los estadounidenses”.

El año que viajaron Sical y su hija a la frontera de EE. UU., el año fiscal 2019, la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP, por sus siglas en inglés) reportó haber capturado a más de 264 mil guatemaltecos, incluyendo a más de 185 mil “unidades familiares” –un padre o tutor que viaja con un niño como menos– y a más de 30 mil niños sin compañía.

La gran mayoría no infringió ninguna ley. Se entregó a los oficiales de migración en las puertas de entrada o a agentes de la patrulla fronteriza, en busca de protección.

Es lo que hicieron Sical y su hija al llegar a la frontera en El Paso.

El gobierno de Trump dijo que la mayoría no calificaría para el asilo y que estaban jugando con el sistema. De todos los obstáculos que levantó el gobierno para bloquear la inmigración ilegal en la frontera, los Protocolos de Protección al Migrante eran, según normas del gobierno, entre los más exitosos. Para los defensores de migrantes, los protocolos estaban entre los más crueles.

“Bajo cualquier medida, los protocolos de protección al migrante han sido un gran éxito, incluyendo con reducir el cargo para las comunidades estadounidenses y con aliviar la crisis humanitaria en la frontera sur”, aseveró en febrero el gobierno en una declaración, en respuesta a una demanda.

Los defensores de migrantes dijeron que el programa era tanto inhumano como ilegal, que obligaba a familias vulnerables a esperar la protección en algunas de las ciudades más peligrosas de México, como Juárez, Mexicali, Matamoros y Tijuana, sin acceso a asesoría legal.

Si bien después de un tiempo el gobierno de México estableció un albergue en Juárez, no tenía cómo atender a los miles que fueron devueltos a esa ciudad. Las iglesias y albergues sin fines de lucro, acostumbrados a ofrecer unas cuantas noches de vivienda y albergue a los viajeros, se veían apoyando a familias enteras durante meses.

“Esta política muy cruel puso en peligro a muchas personas, incluyendo a niños y familias enteras”, dijo Linda Rivas, directora ejecutiva de Las Américas Immigrant Rights Center en El Paso.

Dos demandas legales contra esta política van camino al Tribunal Supremo.

“Las personas se valen de los instrumentos que tienen a su disposición”, dijo Selee. “Y el sistema de asilo era el único instrumento disponible que había para llegar legalmente a los Estados Unidos. Tenemos que crear protecciones verdaderas para las personas que realmente las necesitan, y otras avenidas de ingreso para las personas que quieren empleo”.

Siguen vigentes los protocolos de protección al migrante, aunque durante la pandemia del COVID-19 se han implementado muy poco.

En marzo, el gobierno de Trump comenzó a devolver a cualquier persona que cruzara la frontera de EE. UU. sin autorización o a México o a su país natal — incluyendo a niños sin compañía — haciendo uso de la misma ley arcana de salud pública para justificar la política.

‘No todos tendremos la misma suerte’

Cuando el 31 de mayo de 2019 llegaron Sical y su hija a El Paso, tras un trayecto al norte de 20 días de largo y cinco días detenidos por agentes de CBP, se trazó su destino en documentos escritos en inglés que un agente fronterizo les entregó:

Usted es inmigrante sin posesión de una visa válida migratoria vigente, o de un permiso de reingreso, tarjeta de cruce fronterizo u otro documento de ingreso convalidado por la Immigration and Nationality Act”. Los documentos le asignaban al padre e hija una letra “A”, que usa el gobierno estadounidense para rastrear a los inmigrantes, y los citaba a comparecer ante un juez de migración estadounidense a las 8:30 a.m., el 23 de julio, 2019, en el juzgado del centro de El Paso, Texas.

Los dejaron de nuevo en el puente internacional en el centro de la ciudad y les dijeron que esperaran en Juárez.

El puente desemboca en una avenida peligrosa en Ciudad Juárez, llena de bares y farmacias que atienden a turistas de Estados Unidos.

Sical había fracasado al cruzar la frontera antes, pero no como esta vez.

Después de trabajar una temporada en EE. UU. y de volver a casa durante la Gran Recesión, intentó cruzar la frontera de los Estados Unidos sin autorización en el 2013. Lo capturaron y lo regresaron a Guatemala. Intentó de nuevo en el 2018, pero fue detenido y acusado del delito de reingreso — una práctica de ejecución de las leyes fronterizas que comenzó durante el gobierno de Obama y continuó con el gobierno de Trump.

Cumplió una sentencia de 30 días encarcelado y fue deportado otra vez.

Sical había tomado riesgos y asumió la responsabilidad. Pero ahora tenía que proteger a su hija y ella estaba adolorida, sufriendo de una infección en el oído.

El día que fueron devueltos a Juárez, Sical se acercó a las personas por la calle en busca de ayuda. Una mujer ofreció comprarle a su hija medicamentos y les dijo que tenía una casa modesta, sin acabar, en la que podrían quedarse.

“Yo no tenía ni un peso”, comentó. “Caminaba sin rumbo. No conocía a nadie. Pero conocí a una señora. Le dije: Buenas tardes, lo siento, pero no soy de aquí. Soy de Guatemala. Gracias a Dios que me dijo: No le puedo ofrecer mucho, pero sí le puedo dar un lugar donde dormir”.

Un mes más tarde, Sical se sentó sobre una hilera de llantas empotradas en una loma de Juárez para evitar que la casa sin acabar de la señora — y otras en las lomas — se desplomara. Sical, su hija y una docena más de personas de Guatemala, Honduras y El Salvador compartían un piso de cemento cubierto de colchones sucios.

A las 8 de la mañana, el sol del desierto calentaba como horno. Entró para hacerse un café instantáneo sobre una hornilla eléctrica que hacía de cocina.

“No era lo que esperábamos. Esperábamos una respuesta a nuestro favor”, dijo Sical.

“No contamos con información concreta”, sobre los protocolos de protección al migrante, dijo. “Es ese el temor. Todos nuestros casos son distintos y no todos tendremos la misma suerte”.

Sical y los demás sólo habían oído rumores sobre lo que implicaba el programa, el tiempo que tendrían que esperar o lo que serían sus posibilidades de éxito. Su conversación se centraba en el mismo dilema que enfrentaba Sical: quedarse, volver a casa o cruzar ilegalmente.

Melissa se acurrucó bajo una cobija, recién despierta. Un olor agrio de basura y alcantarillado entró cual brisa por una ventana con rejas.

“Le ha costado tanto”, dijo Sical. “Dejar atrás la escuela, dejar atrás la familia. ¿Qué voy a hacer yo aquí en Juárez?”

Una familia de cuatro de El Salvador, que dormía en el colchón de al lado, había cruzado ilegalmente la frontera esa mañana y lograron llegar a El Paso. Dentro de pocos días alcanzarían su destino, Boston.

Sical suspiró. La espera era insoportable, pero seguía con deseos de contarle a un juez por qué él y su hija se merecían una oportunidad en Estados Unidos. “Voy a esperar la corte”, dijo.

‘Lamentablemente, no me dieron entrada’

La mañana después de su cita en el tribunal, después de pasar la noche fría detenidos por la Patrulla Fronteriza, Sical y su hija cruzaron el puente internacional a Juárez por última vez.

Esperándolos estaba un agente de Grupos Beta, de protección al migrante, que les lanzó un anzuelo: Si querían volver a Guatemala, una agencia de las Naciones Unidas costearía el viaje como hizo con alrededor de mil 100 migrantes retornados a Juárez. Aceptó la oferta.

De vuelta a la casa que había construido a unos 400 metros de la casa donde creció, en la que seguían viviendo sus padres ancianos, Sical intentó sacarle sentido a su destino.

El haber fracasado en la frontera con Estados Unidos le restó toda esperanza de poder cambiar las circunstancias de su familia.

Ramos había conseguido un microcrédito de 3 mil dólares para “la construcción”. La pareja gastó el dinero, como habían hecho otros en la comunidad en aquel entonces, en la travesía al norte. Le debían al banco 128 dólares al mes hasta mediados del 2021 — una cifra enorme al no percibir sueldo de un empleo consistente.

Era una deuda que habría podido pagar en cuestión de meses con un empleo en los EE. UU.

En Guatemala, donde el sueldo mínimo es de aproximadamente 11 dólares al día y el trabajo escaso, a duras penas lograba llevar a casa más de 220 dólares al mes.

Sobrevivían a base de maíz. Algunos meses, él y su esposa pasaban hambre con tal de que sus hijos comieran.

“Porque si a mí el gobierno de Estados Unidos me hubiera dicho, “Okey, Francisco, entras. Pero acá a éste le voy a dar corte. No hay problema. No problem for me. Yo voy a la corte.

Yo hago lo que el gobierno me exige, porque estoy dentro del país del gobierno.

“Lamentablemente, no me dieron entrada” dijo. “Me dejaron aquí afuera. Y afuera no es lo mismo que estar adentro”.

Melissa parecía estar más contenta en casa con su mamá y sus hermanas. Tranquila.

Conocía su lugar en la comunidad, sus tareas diarias y estaba protegida.

Esa semana, entre las clases, barría el patio de tierra de la familia y en la parte de atrás lavaba su uniforme escolar en la tabla de lavar. Ahuyentaba las gallinas del jardín de milpa y alimentaba con maíz a los cerdos grises. Pasaría el trapo para limpiar y arrancaría hojas de sal, del largo de un brazo, para que su abuela y sus tías envolvieran tamales para el noveno día de oración pidiendo por la vida de su abuelo doliente.

No tenía edad todavía para entender la desilusión de haber perdido la oportunidad de educarse más ni entender las preocupaciones económicas de sus padres y sus hermanas, a su vez ya madres.

Explicó su padre:

“Acá somos personas de escasos recursos. Acá en Guatemala, los gobiernos se han dedicado a fomentar la corrupción. Y se han olvidado de toda la gente, de todos los que viven en el altiplano del país. Por ese motivo, mucha gente, pero mucha gente, ha estado de viaje. Han inmigrado por lo mismo de que no hay trabajo.

“Los niños no te preguntan a ti si hay o no hay comida. Los niños te dicen: ‘Mami, dame mi comida’ hay o no hay. Entonces uno como papá, como mamá, uno tiene que buscar qué darles a sus hijos”.

Los EE. UU. ‘siempre en mi mente’

Caía una lluvia intensa por las tejas del pórtico de Sical. Extendía el brazo para alcanzar una señal en su teléfono móvil y advirtió la posibilidad de que se cortara la llamada por video, porque el huracán Iota cruzaba terreno a finales de noviembre.

No había trabajado mucho durante la pandemia, pero igual había que pagar al banco. Tres meses más, dijo. De todas formas, enfrentaban el desastre encima de tener la deuda.

“No tenemos empleo por razón de la pandemia”, dijo. “Después, estos huracanes. Guatemala pasa por un desastre demasiado terrible. Pero estamos tratando de salir adelante”.

Ahora el viaje del papá y su hija parecía estar en un pasado lejano. Un juez estadounidense había deportado a Sical y a su hija in absentia en agosto, 2019, después que no se presentaran a una segunda audiencia ante el tribunal. Ahora, de doce años, Melissa tenía antecedentes penales en el sistema migratorio de Estados Unidos.

Sical observó la elección presidencial de los EE. UU. ― la victoria de Biden y la negación a conceder de Trump ― de lejos, haciendo seguimiento de los eventos por los medios sociales.

“Los Estados Unidos están siempre en mi mente y en mi corazón”, comentó con tristeza.

Sin embargo, agregó: “Te quedas con resentimientos. Las familias que tienen a alguien en los Estados Unidos, cada ocho días van al banco a recoger la remesa. Y nosotros sólo viendo, porque no podemos hacer más”.

“No creo que los EE. UU. me den otra oportunidad”, dijo.

Otro día, reflexionó sobre el futuro. Por más desesperada que pareciera la situación, su viejo sueño no se había extinguido del todo.

“Todavía me encantaría que algún día…”

“Si alguna vez me pudieran invitar, si me dieran asilo, en la mente siempre llevo el sueño americano”.

Ver su publicación original en inglés, aquí.

Lauren Villagran se encuentra en lvillagran@elpasotimes.com

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*Este contenido es publicado por La Verdad con autorización de El Paso Times. Como parte de una colaboración binacional de medios fronterizos bajo el programa piloto Rebuilding Local News impulsado por Microsoft en El Paso-Ciudad Juárez. Prohibida su reproducción.

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