Opinión

Historia revisada




enero 17, 2022

El sexenio de López Obrador ha empezado su cuenta regresiva. En un tris vendrán las elecciones presidenciales y luego, una mujer o un hombre asumirá una nueva Presidencia de México. Pero todavía queda sexenio, tiempo vital. La verdadera evaluación no se ha hecho

Alejandro Páez Varela

Luis Echeverría Álvarez cumple hoy cien años de vida. Cien años. Hace cincuenta era el individuo más poderoso de México y se iniciaba uno de los periodos más terribles de nuestra historia reciente. Sátrapa de tiempo completo, aplastó las disidencias y se vistió de charro para agradarle a las mayorías. Su legado es la represión y la impunidad.

Calificado de populista, Echeverría es uno de los mejores ejemplos de cómo el Estado se apropió durante un siglo de los principios de la Revolución de 1910 para administrarlos a su antojo y no permitir que otras fuerzas políticas y sociales los reclamaran. Repartió miseria a las mayorías y al mismo tiempo aplastó con fraudes electorales, fuego y sangre cualquier discurso izquierdista que no pudiera controlar. Y al final, su Gobierno no le cumplió a nadie. La élite empresarial dio gracias cuando se fue, pero también los grupos que desde la sociedad reclamaban cambios. Su historia está abundantemente documentada. Es en él donde el término “populista” se establece como un adjetivo.

Los primeros movimientos identificados como “populistas” nacieron en la segunda mitad del siglo XIX y vienen de la sociedad civil rusa, que pedía atender a las mayorías maltratadas por una élite agrupada en torno a la monarquía. Algunos historiadores dicen que el término es anterior y se aplica por primera vez al Presidente Andrew Jackson, de Estados Unidos; el hombre que a principios de los 1800 inició la apropiación de las tierras de los indígenas y su expulsión hacia la nada. El calvario de las tribus no empieza con él; pero el proceso de exterminio institucionalizado, sí.

“Populista”, como adjetivo, se le ha aplicado a Echeverría lo mismo que a Andrés Manuel López Obrador; al Papa Francisco, a Donald Trump o a Jair Bolsonaro; a Hugo Chávez o a Lula da Silva. Por las licencias que cada quien se da en las interpretaciones, de izquierda y de derecha, muchos son acomodados en el término cuando se utiliza como peyorativo.

Hay, desde luego, de populismos a populismos. Yo, por ejemplo, considero que la decisión populista más irresponsable y dañina de la Historia moderna de México fue tomada por Felipe Calderón, aunque la academia o la élite intelectual no lo considere así. Para congraciarse con las mayorías que rechazaban el fraude electoral de 2006, el entonces Presidente lanzó una vistosa guerra contra las drogas, vestido de militar y acompañado de oficiales. Y al tiempo que escalaba la guerra subían sus bonos en las encuestas (aunque hay que decir que son las mismas encuestadoras que lo ayudaron durante la campaña electoral). Cuando cumplió 25 meses en el poder, comía de la mano de Calderón el 67 por ciento de los encuestados (ponderado de Oraculus); a los 33 meses tenía todavía 64 por ciento.

Podría explicarse en que una parte de la sociedad (las sociedades) es muy sensible a las medidas espectaculares. Sus vidas no mejoran y no hay movilidad social; se nace pobre y se muere pobre. Entonces los golpes de efecto dan razones para pensar que todo cambiará de golpe. Pero, para bien, nada cambia de golpe. Son procesos largos. En cambio, para mal sí hay cambios profundos que marcan a los pueblos y les generan enorme dolor. Eso fue la guerra de Calderón.

Al principio, sobre todo en las élites intelectuales y entre los llamados “líderes de opinión”, hubo un fuerte apoyo al Presidente que, a su vez, les permitía mantener la espalda hacia López Obrador, quien reclamaba un fraude. Para esas élites, Calderón sería (dice el clásico) un hijo de la tiznada, pero era su hijo de la tiznada. Lo acompañaban gustoso en su aventura, hasta que se salió de control. Pero para entonces ya daba igual que pensaran distinto de la guerra: México caminaba sobre la peor tragedia humana de su historia desde la Revolución de 1910. Y todo fue por una decisión personal, de un solo hombre buscando ganarse a las mayorías y obtener gobernabilidad cuando cientos de miles en las calles lo consideraba espurio, usurpador, traidor. Eso es populismo en mi diccionario personal.

¿Por qué las mismas élites académicas y/o intelectuales que llaman populista a López Obrador no consideran la tragedia mexicana producto de un acto populista de Calderón? El entonces Presidente que tomó una decisión para congraciarse con las mayorías aunque causara daño (hasta nuestro días). ¿Por qué no se le considera populista? Cualquier respuesta es, al menos, interesante. También nos dice, curiosamente, cómo esa palabra tiene el don de la plastilina: se acomoda a como quieran unos u otros.

Es un don del tiempo revisar la Historia. El entorno de Echeverría lo veía, en el futuro inmediato, como secretario general de la ONU. Imagínense nada más. El tiempo lo puso en su lugar: el basurero. Ahora me pregunto cómo veremos a Felipe Calderón y a López Obrador pasados los años; los evaluaremos (o los evaluarán otros, en el futuro) por lo que hicieron y lo que dejaron de hacer. Y el “dejaron de hacer” suele ser tan agudo como el “lo que hicieron”. Y pongo a Calderón y a AMLO porque son dos extremos en el espectro aunque del juicio no se salva nadie, y el caso reciente más dramático es, quizás, Carlos Salinas de Gortari: de los aplausos al exilio; eso nos dice algo.

El sexenio de López Obrador ha empezado su cuenta regresiva. En un tris vendrán las elecciones presidenciales y luego, una mujer o un hombre asumirá una nueva Presidencia de México. Pero todavía queda sexenio, tiempo vital. La verdadera evaluación no se ha hecho y por primera vez en mucho tiempo, creo, no será sólo de las élites: hay una nueva clase de mujeres y hombres profundamente politizados que participará en esa medición en el más amplio foro de todos los tiempos: las redes sociales, un medio independiente a la prensa y a la academia que tiene más influencia que la prensa y la academia. Las mayorías tendrán un peso importante en esa evaluación de futuro.

También me parece que hay una constante revisión de la Historia que nos dieron por hecho. Mario Vargas Llosa dice que Ernesto Zedillo es el más grande demócrata de todo los tiempos, pero en México hay otra idea sobre ambos, muy distinta. Zedillo agradó a las élites y aplastó las disidencias. Y esa corrección en la Historia no se hizo desde la academia o desde las élites intelectuales, sino desde los celulares de gente común y corriente que tiene más poder que nunca.

Echeverría cumple hoy cien años de vida y desde hace décadas enfrenta solo el espeso poder de la Historia revisada. Por fortuna ya no es sólo la élite la que deja la Historia. Por fortuna ahora son muchos los que se hacen cargo de ella, porque el desprestigio arrastró a los que estaban acostumbrados a dictarla.

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Alejandro Páez Varela. Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx

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