Ramón Salazar Burgos
Analista Político
Hace más de doscientos años por la vieja Europa no había ciudadanos, había súbditos. Desde la Edad Media y hasta muy avanzado el siglo XVIII el poder lo detentaba el soberano, monarca o rey.
La nobleza o naciente burguesía participaba en las decisiones de gobierno como consejeros o asistentes del monarca, pero solo de manera ocasional, cuando específicamente se les consultaba para dar consejo de algún tema de interés para el soberano.
El poder unipersonal descansaba en la autoridad divina del rey, respaldado siempre por el catolicismo conservador. A esta forma de gobernar se le conoció como absolutismo porque todo el poder y autoridad se concentraba en una sola persona.
Con el paso del tiempo la nobleza insumisa empezó a exigir mayor participación en los asuntos del gobierno y, al negársele, surgieron los levantamientos sociales cuyas proclamas se tradujeron en deseos de igualdad, libertad y fraternidad. Sólo por medio de la revolución el absolutismo cedió el paso al liberalismo, que poco a poco se fue nutriendo con las ideas de los economistas y políticos surgidos de la Ilustración. Los sediciosos triunfaron en la Independencia de Estados Unidos de 1776 y en la Revolución Francesa de 1779. Producto de esas dos revoluciones, nace para la historia el liberalismo económico y político.
Un cuarto de siglo después, es decir, para el año 1800, el liberalismo político ya había instalado la celebración periódica de elecciones como “método democrático” para renovar los poderes y dar voz a la soberanía del pueblo. Pero más que un método democrático las elecciones se impusieron como una herramienta para lograr la renovación de la élite gobernante, cuyos elegidos siempre procedían de la nobleza, es decir, de la naciente burguesía.
Las elecciones servían para darle voz a la soberanía o al pueblo, pero la idea del pueblo se reducía únicamente a la clase que detentaba el poder económico, solo se le daba voz a la reducida casta de privilegiados. Los desposeídos y los desarrapados no tuvieron derecho a nada, solo sirvieron de instrumento para que la burguesía lograra sus fines de acceso al poder político.
Con el surgimiento del liberalismo político “nace el espacio público para la discusión”; surge el parlamento como el lugar en el que se daría la representación del “pueblo”, pero esta representación originaria, como ya se apuntó, nació viciada porque sólo podía acceder a ella la élite burguesa que elegía a sus representantes que debían “defender el interés general”. Sin embargo, la nueva clase que se empoderó pronto empezó a acumular mucha más riqueza al apropiarse de la plusvalía producto del trabajo de miles de obreros. Esta explotación fue el origen de numerosos levantamientos sociales y de protestas por todo el mundo, exigiendo derechos laborales y políticos que quedaron pendientes desde el triunfo de las revoluciones que sucedieron en el último cuarto del siglo XVIII. El voto no era universal, estaba reservado al estrato superior de la población, tampoco existían los partidos políticos.
El nacimiento de los partidos empezó en 1850 y sus rasgos que hoy conocemos empiezan a adquirirlos a partir de 1920, es decir, casi siglo y medio después del triunfo de esas dos revoluciones señeras del liberalismo.
El voto plenamente universal se conquistó en México en 1953, casi dos siglos después. ¿A caso estos dos movimientos sociales no tuvieron como propósito inmediato dotar a los ciudadanos de derechos políticos y sociales y acabar con las injusticias? En las proclamas sí, pero como casi siempre, la burguesía utilizó para sus fines a las masas desposeídas. Esas revoluciones sepultaron a una casta, pero encumbran a otra igualmente individualista y excluyente.
La democracia liberal o representativa, esta democracia que surgió con esas dos revoluciones logrando trascender hasta nuestros días y que después de la Segunda Guerra Mundial, con lo que se llamó socialdemocracia, logró equilibrar de manera más o menos aceptable al capital y al trabajo, ahora está en grave crisis de legitimidad.
El desencanto ciudadano se refleja en la circunstancia de que cada vez menos electores acuden a las urnas; la abstención se está convirtiendo en tendencia política en todos los países que celebran elecciones. La falta de resultados de los gobiernos en la satisfacción de las necesidades sociales hace que de una elección a otra se presente la transferencia de electores de una opción a otra diferente, ilusionados en que, si triunfa otra postura la situación económica mejoraría.
Esta cambiante identidad política de los ciudadanos que depositan su confianza en otras fuerzas políticas desdibuja o debilita la lealtad partidista. En este fenómeno encuentra apoyo la idea de la volatilidad electoral, que va en incremento desde principios de los años noventa, (justo cuando se intensificó el modelo expoliador del neoliberalismo) estrategia o figura retórica en la que con frecuencia se escudan las empresas encuestadoras cuando sus métodos no les arrojan información para anticipar los triunfos de sus clientes. La falta de legitimidad también se refuerza en el hecho de que cada vez a los partidos políticos se les reducen sus afiliados o militantes.
La desilusión ciudadana que deslegitima a la democracia liberal tiene otra causa en la ausencia de resultados satisfactorios por parte de las instituciones que ha creado la democracia política. Tal vez esta falta de resultados se debe a que el propósito de estas instituciones es perpetuar en cada época, en cada régimen, en cada nuevo gobierno una casta expoliadora. Dichas instituciones desde los primeros tiempos han estado al servicio de una minoría que sólo ha defendido y sigue defendiendo sus intereses, lo que ha provocado que hoy en día, poco más del setenta y cinco por ciento de población mundial tenga una percepción negativa de las instituciones “democráticas.” Los partidos políticos, seguidos de los gobiernos, los parlamentos y la prensa son los que están más desacreditados.
En los países donde la crisis se ha acentuado, con cada proceso electivo se expande la distancia entre lo que los ciudadanos desean que ocurra con lo que terminan haciendo los nuevos políticos y gobiernos. La frustración y el desencanto ciudadano que provoca esta actuación parcial y repetida de gobiernos, provoca que las opciones políticas no superen el umbral de dos gobiernos consecutivos en el poder, generándose la alternancia o el turnismo político que generalmente es bipartidista, con opciones que igualmente perpetúan el status quo favorable a la élite económica que juega a dos bandas, es decir, siempre tiene al menos dos opciones para acceder al poder político, como una estrategia para garantizar la continuidad de sus privilegios. Quedando al descubierto el doble juego político de la élite gobernante, la renovada esperanza que el cambio alternativo neoliberal les genera a los ciudadanos es solo una ilusión. La alternancia se adereza con la farsa y el engaño de los nuevos actores políticos que sirven justo a los mismos intereses. Cuando sus privilegios de la casta no están en riesgo, la reelección es una virtud, cuando se persigue un equilibrio más justo la reelección significa un atentado a los principios democráticos. Esta es la razón por la que los voceros y agentes de la élite critican con verdadera vehemencia a las opciones políticas progresistas que en algunos países pretenden reelegirse más allá de dos o tres periodos consecutivos de gobierno.
Cuando los gobiernos buscan un reparto más justo de la riqueza o de las rentas, la élite económica con inaudito coraje apela al respeto de las libertades y la observancia de los principios democráticos que supuestamente se ponen en riesgo con las alternativas políticas de las opciones progresistas. Pero con esta defensa solo enmascaran los verdaderos motivos de su enojo. Cuando con las reglas de la democracia liberal, que se dicen respetar y obedecer, no logran remover los obstáculos que les impiden la obtención de sus jugosas ganancias, sin el mínimo recato acuden a métodos y estrategias a todas luces antidemocráticas, para minar paulatinamente las bases de apoyo de esas opciones progresistas. Ejemplos recientes y en curso hay muchos en América Latina. Esperemos que México tenga mejor suerte, aunque en el panorama se le dibujan nubarrones al nuevo gobierno.
El libre mercado en sí mismo no es perverso; se pervierte y se vuelve contra la tranquilidad y la paz social cuando se antepone, se exalta y se colma el individualismo en los términos en que lo plantea el liberalismo económico. Cuando a toda costa se persigue la obtención de mayor renta o ganancia económica, se atenta al mismo tiempo contra el equilibrio y la estabilidad necesaria para la adecuada convivencia humana. Cuando los resultados, producto de la relación entre el capital y el trabajo solo incrementan la riqueza de unos pocos, la aparición de desequilibrios desencadenantes de los elementos de una nueva revuelta social es cuestión de tiempo.
Para evitar conflictos en los que todos saldríamos perdiendo se debe procurar que los resultados de la democracia lleguen a todos los ciudadanos, pero este no es un propósito de los gobiernos neoliberales; éstos no se preocupan por favorecer con sus políticas al conjunto de la sociedad. Con un lenguaje ininteligible, perversamente intentan convencernos de que “la marea levanta todos los barcos.” Los medios de comunicación, dominados en su mayoría por grandes grupos financieros, a cada rato hablan de la eficiencia económica, repiten que la economía crece, que los niveles macroeconómicos son buenos y estables, que la fluctuación de precios es preferible a la estatización, etc. Lo cierto es que solo una reducida minoría resulta beneficiada, a costa del sacrificio de quienes generan esa riqueza, lo que coloca a todo el sistema democrático en grave riesgo de colapso. De ahí la recomendación de construir arreglos que equilibren la relación entre el capital y el trabajo.
Para justificar las bondades de la democracia liberal y el libre mercado los grandes grupos financieros internacionales que controlan la economía global han financiado por todo el mundo la creación de diversos institutos o think tanks, generadores de ideas a fines a esta forma de democracia y de economía. Es doctrina y “filosofía” que vigorosamente se difunde por los “mass-media” que funcionan como eficaces herramientas de control ideológico.
Regresando al origen de la democracia liberal, con las revoluciones de Independencia de Estado Unidos y de Francia, los padres fundadores de EU y los revolucionarios franceses pudiendo haber elegido un método más democrático para designar a sus líderes, se decantaron por un mecanismo de elección que en la actualidad conocemos como democracia representativa. Bajo este método aseguraron que el elegido sería uno de los suyos, un aristócrata, es decir, un integrante de la élite detentadora del poder económico que no pondría en riesgo la riqueza o poder económico de la naciente élite burguesa. Hace más de doscientos años pudieron haber escogido otro método de elección. Otra democracia pudo haber sido posible. Mi siguiente artículo hablará de ello.
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