Daniela Pastrana
No conocí a mi padre. Mi madre me contó que cuando ella le dijo que estaba embarazada, él le propuso abortar. A cambio, tuve a un abuelo que era un pan, y a tíos que me cuidaron y protegieron en una familia que funciona en clave niños.
Como la mayoría de las mujeres de mi generación, de niña tuve a mi “hombre del parque”, ese que se abría el abrigo para enseñarnos su pene erecto. En tercero de primaria, empecé a regresar sola de la escuela, (en una ocasión) un tipo trajeado me llevó a un garage y con el cuento de que vendía etiquetas metió la mano por mi camiseta. En secundaria tuve el primer intento de violación, en un puente de Tlalpan. El segundo fue por chofer de un microbús en la colonia Cuchilla del Tesoro, donde viví cuando dejé para siempre el hogar familiar.
Luego fue el chantaje emocional y una asfixia que casi me mata cuando quise dejar al primer hombre con el que viví. El acoso de un tipo que intervino mi teléfono, amenazó a mis amigas y mandó unas cajas con grabaciones a mi trabajo. En ambos casos, puse una denuncia ante el ministerio público y no pasó nada. Pero ninguna de las amenazas logró que me quedara con un hombre con el que no me quería quedar. Cuando el padre de mi hijo desapareció con él, yo tenía 25 años, un trabajo y una educación privilegiada. Terminé en terapia del Centro de Atención a la Violencia Intrafamiliar y descubrí que muchas mujeres agredidas buscamos ayuda. Después, me dediqué a estudiar los patrones de violencia de género. Hice reportajes. Leí hasta las Confesiones de San Agustín.
Me considero feminista. He tenido parejas cuando he querido y las he dejado cuando ya no me dejan nada. Interrumpí embarazos cuando no quise tener hijos y tuve hijos cuando mis amigas pensaban que era una locura. No soy una súper mamá, nuca he aspirado a serlo. Alguna vez he sido infiel, porque mi cuerpo me pertenece sólo a mí, pero nunca he sido desleal y jamás he desoído a una mujer que me pide ayuda. No me determina mi sexualidad, ni mi maternidad. He usado mi cerebro para convencer a cualquier hombre de que vea mi trabajo antes que mi culo.
También me gusta coquetear. Y que me coqueteen. Disfruto las conversaciones con hombres y mujeres que me retan intelectualmente. Me gusta la vida, sobre todo las cosas más simples. Y hago lo mejor que puedo para disfrutarla plenamente, sin culpas y sin pretender hacer daño.
Había evitado meterme en el tema del #MeToo porque tenía muchas dudas sobre la efectividad del movimiento y porque suelo huir de discusiones que no aceptan dudas. Pero hace unos días, leí un tuit de alguien a quien no conozco y fue replicado por varias mujeres que quiero. “Si yo hubiera sido la editora del texto de Blanche Petrich, le habría pedido lo siguiente”, escribió Sandra Barba en su cuenta, antes de abrir un hilo con una serie de cuestionamientos al texto mencionado.
Lo primero que me llamó la atención fue que quisiera “editar” un artículo de opinión y que le aplaudieran por eso. Porque las opiniones no son editables. Se les puede corregir la ortografía y la sintaxis, pero no se puede editar lo que la gente piensa. Eso es censura. También me sorprendió que criticara un texto por sus adjetivos y luego lo tildara de “facilón, simplón, limitado”. Pero lo que más me impactó fue el reclamo a otras mujeres que hemos dado muchas batallas contra la violencia de género y no coincidimos con sus formas: Stop “mothering” younger feminists.
¿De dónde han sacado que queremos “maternizar” a alguien? ¿No saben aún que peleamos por la libertad, por sobre todas las cosas? ¿Por ganar espacios políticos y tener derechos equitativos? ¿De verdad piensan que la violencia machista es peor ahora que antes y que antes no hicimos nada? ¿Qué lo que no fue antes de Twitter nunca existió?
Me impresiona que más que sumar fuerzas pareciera que se trata de ganar un debate, o de ganar una competencia de qué feminista es mejor, o quién enarbola la mejor bandera del feminismo.
No es así. Todas peleamos contra el mismo sistema de poder y dominación. En lo que no coincidimos muchas mujeres es en la estrategia que siguen. Y eso también se vale.
“Necesitan una estrategia”, me dijo hace unos días una maestra del periodismo colombiano, no como madre, sino como politóloga y periodista. “Son periodistas. Investiguen los casos en los que claramente hay una estructura de poder, en la que el sexo se usa para mantener el dominio”.
Es cierto que el movimiento tiene que ser furioso porque ninguna revolución puede ser tibia. Pero después de que estalla tiene que tener cauces, definir prioridades. Si sólo nos centramos en el acoso sexual, que además tiene una línea muy delgada con el flirteo (torpe o no), reducimos el objetivo mayor: el sistema patriarcal.
La principal diferencia que tengo con este movimiento es que reduce la lucha política a la violencia sexual. Como lo dijo la antropóloga Rita Segato en una entrevista en Página 12: “No quiero solamente consolar a una víctima que llora (…) El victimismo no es una buena política para las mujeres. El punto es cómo educamos a la sociedad para entender el problema de la violencia sexual como un problema político y no moral.
Cómo mostramos el orden patriarcal, que es un orden político escondido por detrás de una moralidad”.
Es el mismo sentido del polémico ensayo de la filósofa alemana Svenja Flasspöhler, que plantea rescatar “la potencia femenina” y pone la mira en lo que llama feminismo de hashtag: “Lo que critico es la espeluznante ausencia de discriminación en el debate del #MeToo. Las mujeres son víctimas, y los hombres, agresores. Las cosas no son tan simples”.
Segato, a quien nadie le puede regatear una migaja de feminista, plantea otras preocupaciones:
-La construcción de “un feminismo del enemigo”, que no tiene más remedio que derivar en el autoritarismo: “El feminismo no puede y no debe construir a los hombres como sus enemigos ‘naturales”.
–Los linchamientos, “pues hemos defendido por mucho tiempo el derecho al justo proceso, que no es otra cosa que el derecho al contradictorio, a la contradicción, al contraargumento en juicio”.
–El riesgo de “entregar la gestión y negociación de las relaciones entre las personas y, muy especialmente, de la sexualidad, al Estado”.
Este último punto es quizá el que más me distancia del #MeToo, porque la libertad sexual fue uno de los triunfos de mi generación y de la generación anterior.
Dice Segato: “sólo el hombre es sujeto del deseo sexual; la mujer, no. El hombre desea, la mujer se rinde. La noticia es presentada como si la mujer fuera sólo víctima del deseo masculino. No es esa mi propuesta de un mejor momento para las mujeres”.
Dice Flasspöhler: “(#MeToo) habla de ‘masculinidad tóxica’. Castra al hombre. Es verdad que los hombres han de examinar críticamente su sexualidad y la imagen que tienen de las mujeres, pero no se trata de devaluar la sexualidad masculina por sí misma, sino de revalorizar la femenina. (…) En el centro del #MeToo está la sexualidad masculina, que es la única que determina cómo se pueden comportar las mujeres. El deseo femenino se vacía de toda especificidad. El papel de las mujeres se reduce a rechazar la agresión masculina”.
Lo mismo que dijo Marta Lamas, ahora cuestionada ferozmente por muchas mujeres, que parecen ignorar que sin ella y su pelea por la despenalización del aborto en Ciudad de México no tendríamos esa posibilidad.
Lo mismo que argumentaron en su carta las intelectuales francesas al MeToo de Hollywood: “Es propio del puritanismo hablar de un bien general con los argumentos de la protección de las mujeres y de su emancipación para encadenarlas mejor a un estatus de víctimas eternas, de pobres cositas bajo el control de demonios falócratas, como en los viejos tiempos de la brujería”.
Puede ser que las mujeres que pensamos lo mismo que ellas estemos equivocadas, pero les tengo una noticia: no somos ustedes y nosotras. Tampoco son ellos y nosotras, por cierto. Todos somos parte de la misma madeja. Las feministas de antes (las de mi generación y las de generaciones anteriores) también conocemos de violencias machistas y también hemos enfrentado esas estructuras patriarcales que nos amarraban a ser madres, esposas, viudas, amantes. Por esas batallas y, sobre todo, porque muchas mujeres nos negamos a tener ataduras, ahora otras pueden salir a gritar con furia. La pelea no es para este lado. Stop thinking we are your mothers