Itzel Ramírez
Del sospechosismo de Santiago Creel a la vaquita amarilla de Sergio Mayer, los políticos mexicanos nos obsequian cada ocurrencia que evidencia su falta de lucidez, en un asunto tragicómico que, por fortuna, es aprovechado con maestría por cartonistas y creadores de memes.
Frecuentemente, estas salidas de tono reflejan la visión que del poder público tienen quienes lo detentan, resultando en estampas lamentables por cómo retratan los dichos al personaje.
Cuando en un debate presidencial el entonces candidato Ricardo Anaya prometía entregar tablets a todos los campesinos para que revisaran los precios de mercado de su producto, era evidente que el panista desconocía el modo de vida de los agricultores. Al abanderado del PRI, José Antonio Meade, le parecía buena idea crear el Registro Nacional de Necesidades de Cada Persona, donde se inscribirían cualquier tipo de requerimientos, como si este país no estuviera atascado de burocracia e instituciones por doquier.
El ejemplo del que me ocupo es el del presidente Andrés Manuel López Obrador, que el domingo pasado en Balancán, Tabasco, reiteró la propuesta de crear el Instituto para Devolverle al Pueblo lo Robado, ahí nomás el nombrecito. La razón, dijo el mandatario, es que eso de “extinción de dominio”, el término que se usa para designar la pérdida de derechos de propiedad, no es de entendimiento popular. Folclórica, creo, pero válida la explicación.
Luego, el presidente mencionó que una vez vendidos los bienes confiscados a la delincuencia, el dinero se usará para obras en los municipios más pobres del país. De nuevo, totalmente lógico el razonamiento del mandatario.
La marrana tuerce el rabo (sigamos el ánimo), cuando López Obrador dijo que cada obra tendrá una placa que diga: “‘Esto se obtuvo del cártel fulano o mengano. Esto se obtuvo de lo que se le confiscó al político corrupto fulano de tal’”.
“¡Que viva el corrupto!, ¡gracias, señor narco!”, parece ser el mensaje detrás del anuncio. ¿Es en serio que tenemos que obsequiar una mención a los narcotraficantes?, si estamos llenos de corridos, series, libros y marcas que romantizan a los delincuentes, ¿requerimos todavía que sus nombres estén en escuelas, hospitales, caminos…?
Lleno está el país de calles, edificios, monumentos de heroica pretensión, con nombres de políticos que al paso de los años resultaron impresentables (solo baste recordar los Moreira de Tamaulipas o los Duarte de Veracruz). Ahora, su nombre estará en una placa que recuerde que, gracias a su corrupción, hay una obra en beneficio de la gente.
¿Se merecen estos personajes ese lugar en nuestra historia?
Como si México no tuviera a raudales deudas con la memoria histórica de gente asesinada, desaparecida, victimizada, ultrajada hasta el cansancio por la autoridad misma; para ellos no hubo justicia, ahora, tampoco un lugar en la memoria.
Encima, aparece aquello de aplaudirle a la autoridad por hacer su trabajo. Porque hace años que tanto el Servicio de Administración Tributaria como la Fiscalía General de la República, el Servicio de Administración Tributaria, la Unidad de Inteligencia Financiera de Hacienda, y el Poder Judicial en todas sus instancias, tienen por mandato perseguir y castigar con la extinción de dominio a los delincuentes.
Golpear a la delincuencia en sus finanzas ha sido el talón de Aquiles del sistema de justicia en México. Son comunes los hallazgos de negocios y propiedades millonarias que siguen tranquilamente al servicio de las familias de delincuentes juzgados y encarcelados.
Hablando de renovación moral, ¿no será hora de dejarnos de ocurrencias?
DESDE LA FRANJA
Hace días, una gran defensora de derechos humanos me recordaba el caso de María Sagrario González Flores, joven de 17 años asesinada en 1998 en Ciudad Juárez. Su madre, Paula Flores, junto con otras madres de mujeres asesinadas, logró que un preescolar llevara el nombre de su hija, que tenía el sueño de ser profesora. Veintiún años después de su muerte, el caso sigue abierto. Sagrario tiene más que una placa, toda una escuela que honra su memoria.