Sociedad

Yo fui vendida




junio 20, 2019

La dote es una tradición ancestral de los pueblos originarios, aunque ahora es una simple transacción económica. Antes, era una ofrenda que una familia brindaba a otra por la felicidad de la nueva pareja. Ahora se meten a intensas negociaciones hasta llegar a un precio. Los precios varían: 40, 80 hasta 150 mil pesos por una niña, por una mujer. El precio se puede establecer en tres aspectos: la edad, el comportamiento y la educación.

Texto: Arturo de Dios Palma
Fotografía: Salvador Cisneros
Amapola periodismo

La Montaña

Guerrero – Alicia no recuerda la fecha cuando, por primera vez, la obligaron a irse a vivir con un hombre desconocido. Sí recuerda con nitidez que era niña. Por ella pagaron 150 pesos de los de antes, un peso con cincuenta centavos de ahora, calcula. Nunca estuvo de acuerdo. No lo conocía. Esa “relación” duró dos años y medio.

Al año comenzaron las agresiones. Fue maltratada; primero porque visitaba a su papá que estaba enfermo y después se reveló la verdadera razón: no podía embarazarse. Un día, el padre del hombre desconocido con el que vivía la golpeó con una vara, después la corrió y le gritó que sí no podía embazarse entonces no les servía.

Alicia regresó a su casa, sus padres intentaron convencerla para que volviera con el “esposo”. Le dijeron que estaba vendida, que le pertenecía. Se negó. La rechazaron. Entonces, vivió unos años con una tía, hasta que le permitieron volver a su casa.

Ahora, Alicia tiene 74 años, ocho hijos y muchos nietos. Está sentada pegada al fogón de leña en su casa de adobe. En medio de la plática se detiene para recordar el fin de esa primera “relación”. Con la experiencia que ha obtenido con los años, dice, cree que no se puedo embarazar porque aún no menstruaba.

La siguiente vez que la obligaron a vivir con un desconocido, no pagaron ningún peso, se la robaron.

***

Es la una de la tarde en este pedazo de la Montaña de Guerrero. Los rayos del sol no penetran las densas nubes grises. La vida y las familias se mueven con cotidianidad, nada extraño se ve a simple vista. Aunque en el interior de muchas casas, hay una tradición que a las niñas les quita su niñez y las convierte en adultas, en madres. Aquí, casi todas las familias han pagado o vendido a una de sus hijas. Le llaman la dote.

La dote es una tradición ancestral de los pueblos originarios, aunque ahora es una simple transacción económica. Antes, era una ofrenda que una familia brindaba a otra por la felicidad de la nueva pareja. Entregaban flores, panes, cerveza, algunos animales y dinero, sin tarifas. Era una manera de agradecer por la crianza de la mujer y una forma de apaciguar la tristeza que provocaba a la familia dejar ir a una de sus hijas, que son “la alegría de la casa”.

Ahora no, las familias se meten en intensas negociaciones hasta llegar a un precio y la ofrenda la dejan en segundo plano. Los precios varían entre los 40, 80 hasta 150 mil pesos por una niña. El precio, según la tradición, se establece en tres aspectos: la edad [mientras más niña más vale] el comportamiento [si se sabe que ya tuvo novio su valor se demerita] y la educación [más educada menos valor].

Neil Arias es abogada del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, en los últimos cinco años ha documentado unos 50 casos de venta de niñas; diez por año. Explica que la venta de niñas es una tradición tan arraigada en los pueblos de la Montaña que intervenir para evitarlo es casi imposible. La abogada menciona que no conoce a un sacerdote de la iglesia católica que se haya negado a casar a una niña.

“Hay pueblos completos que sí eso pasa, el sacerdote nunca más vuelve a pisar la comunidad. Y muchos sacerdotes sacan cuentas y mejor prefieren seguir casando a las niñas”, afirma.

Otro problema, expresa, son los ayuntamientos que no mueven un dedo para evitar la venta de niñas y, cuando una mujer ya no quiere seguir en la relación, siempre le dan el lado al que paga. Neil Arias ve otro problema, éste estructural: la pobreza. Muchas veces con la venta de las niñas las familias se quitan una boca de encima, es un gasto menos; pero, agrega, igual de pobres son los que pagan por las niñas.

Neil Arias afirma que la pobreza va acompañada de la falta de escuelas, de hospitales y de caminos. “Estas niñas, niños y jóvenes no tienen alternativas para un futuro”, dice.

Estamos frente a una escena desoladora: pobres comprando pobres.

***

Alfonso, es el hermano menor de Alicia, tiene 67 años, es de los sabios y “mediador” en el pueblo. Lo buscan familias para encabezar las negociaciones para la “petición” de una mujer; calcula que ha mediado unos 115 acuerdos. A pesar de ser un mediador efectivo, dice, ha tenido mala suerte. Tiene seis hijos y dos hijas. Por las cinco nueras —en total— pagó unos 250 mil pesos; mientras que por una de sus hijas recibió 800 pesos y por la otra nada: se casó en los Estados Unidos (EE.UU.) con un guatemalteco.

“Ellos no pagan”, dice con amargura, aunque se reconforta al saber que sus hijas no son maltratadas.

Alfonso conoce perfectamente el cambio que ha sufrido la tradición. Antes, dice, era un ritual que podía durar hasta dos meses con constantes visitas. La primera, recuerda, la hacía el mediador, tocaba la puerta y si estaba abierta metía un pie con flores amarradas. Era el anuncio. Si los de adentro abrían comenzaba la negociación. Si no, le azotaban la puerta en el pie.

De aceptar, venían más visitas, la pareja y las familias se conocían y si llegaban al acuerdo, ponían fecha y, ahora, con las familias completas hacían el ritual: rezaban a Dios, a las ánimas, a los abuelos con los novios hincados al centro por su felicidad. Después venía la fiesta. Ahora, son cuatro reuniones: el anuncio, la respuesta de la familia de la niña, el acuerdo y la entrega, aunque no haya boda. Alfonso recuerda una de sus negociaciones más difíciles. No iba como mediador sino como familiar. Esa vez fueron a pedir a una muchacha de 16 años que su sobrino tiempo atrás había visto en el panteón del pueblo. El joven se fue a trabajar a EE.UU. y regresó para pedirla. La familia de la niña, dice, estaba pidiendo mucho: dos vacas, comida, bebida, la boda y 120 mil pesos. Era imposible pagar todo, recuerda.

La negociación se tensó y estuvieron a punto de llegar a los golpes. Al final acordaron el pago único de 150 mil pesos. Quedaron de verse al otro día para entregarla. No hubo boda. No hubo fiesta. No hubo rezos. Sólo el pago. Eso ocurrió por la tarde, en ese momento la muchacha conoció a su “esposo”.

Al año de que regresó a la casa de sus padres, Alicia reencontró al muchacho del que estaba enamorada. Como no tenía para pagar por ella, como exige la tradición, decidieron llevar un noviazgo clandestino. Alicia se embarazó y nació su primer hijo. Decidieron mantener igual la relación. El pueblo y la familia la señalaron, aún así resistió cuatro años.

En ese tiempo, su tía Nubes comenzó a visitarla recurrentemente. Cualquier pretexto era bueno. Siempre el mismo tema: que se casara con otro de sus sobrinos, Ignacio. Trató de convencerla diciéndole que era viudo con dinero y que la trataría bien. Alicia siempre se negó.

En esos días, llegó a la casa de sus padres una familia que iba a pagar por Alicia para convertirla en “esposa” de su hijo. Los papás aceptaron de inmediato, no pusieron ningún tipo de resistencia. Alicia no tuvo más opción, aceptó.

La tía se enteró e insistió en que se casara con Ignacio. Alicia se volvió a negar.

Una noche, cuando los hermanos y el papá y la mamá de Alicia salieron a otro pueblo, llegó la tía con otros cinco hombres a caballos. La despertó y le dijo que arreglara sus cosas porque se tenía que ir con Ignacio. La invitación no fue amable. Alicia se volvió a negar. Discutieron. Afuera estaba el sobrino y otros cuatro hombres más. Todos estaban armados. La tía le lanzó la última advertencia: “Acepta porque si no nos van a matar a todos”. Alicia tomó algunas cosas, a su hijo y se fue sin saber quien de los cinco sería su “esposo”.

***

¿Una mujer que fue vendida puede desafiar la tradición?

Sí, pero hay consecuencias. Son acusadas, señaladas, incluso, perseguidas por las autoridades. Neil Arias, la abogada de Tlachinollan, tiene documentados el caso de dos mujeres. Una que se negó a casar y otra que terminó su “relación”.

Caso 1. Esperanza, una joven de 21 años de edad del municipio de Metlatonoc, salió huyendo a Tlapa porque su papá la quiso vender sin su consentimiento. Ante la falta de trabajo y dinero regresó a su pueblo. Sus padres la rechazaron y se fue a vivir con una tía. Un día, su padre y policías municipales entraron a la casa de la tía, la sometieron, la golpearon y después se la llevaron a barandillas. La acusaron de rebelde. Estuvo dos días en la cárcel. Todo lo autorizó el síndico municipal de entonces, Felicitos Hernández Olea.

Tlachinollan presentó una queja ante la Comisión Estatal de Derechos Humanos por abuso de autoridad. El síndico contestó que la encarceló por petición de sus padres por “conducta ingobernable”.

Caso 2. En Cochoapa El Grande, comprometieron a Micaela cuando era menor de edad; pagaron 80 mil pesos. No estuvo de acuerdo. A los dos años, nació su hijo y el “esposo” se fue a los EE.UU.. Se quedó a vivir con la tía del esposo, la maltrató y nunca le entregó el dinero que enviaba su “esposo”. Micaela decidió irse a la casa de sus papás. El “esposo” y la tía pidieron al entonces síndico de Cochoapa El Grande, Rutilio Ortega Maldonado, que la citara junto con sus padres. Acudieron a la cita. Ahí la acusaron de maltratar a su hijo; con presiones los hicieron firmar un documento donde entregaba la custodia del niño a la tía y un pagaré por 55 mil pesos, para cubrir parte de los gasto de la boda.

Le quitaron al niño y se lo devolverán hasta que liquide el pagaré.

“Quitarle a los hijos se está convirtiendo en un método para que las niñas no dejen a los esposos”, dice la abogada y explica que la familia que paga siempre exige la devolución del dinero porque muchas veces tuvieron que pedir prestado o irse todos a los campos de jornaleros para juntar ese dinero.

***

Cuando Tonantzin vio llegar a Alberto se puso contenta. Eran años los que su esposo se fue a trabajar a los EE.UU.. Ella y sus hijos lo esperaban con ansias.

Alberto no llegó solo, venía con una nueva esposa, con quien se casó en aquel país. El hombre ya traía el plan hecho: viviría con sus dos esposas en la misma casa. A Tonantzin no le gustó nada la idea y le dijo a Alberto que no tenía ningún problema porque se hubiera casado de nuevo, pero prefería separarse, vivir en otro lugar. Así lo hizo, se fue a Tlapa a trabajar.

Después de meses, comenzaron las visitas de Alberto: llegaba con la intención de llevársela de regreso para cumplir su plan: tener a sus dos esposas juntas. Tonantzin decidió ir hablar con los padres de Alberto para que intervinieran. Sirvió de poco. Entonces decidió ir al ayuntamiento para que los funcionarios lo hicieran.

En el ayuntamiento se reunieron las dos familias y acordaron que Alberto no molestaría a Tonantzin, que la respetaría. El acuerdo duró unos meses y Alberto volvió a molestarla. Nuevamente acudió al ayuntamiento, pero esta vez ya no hubo acuerdo. El exesposo pidió el regreso del pago que hizo por ella cuando se juntaron.

Tonantzin huyó a los EE.UU. porque si se queda la encarcelan.

Alicia es la madre de Tonantzin; espera poder verla pronto.

A dos meses del rapto, encontraron a Alicia en la casa de Ignacio. Sin embargo no la pudieron ver. A Alicia le dijeron que sus padres estaban muy enojados por haberse ido con un hombre cuando ya había otro compromiso. Decidió esconderse. Esa ocasión, los padres de Ignacio intentaron contentarlos con ofrendas pero no las aceptaron.

Ese hallazgo fue la condena para Alicia. Desde entonces, Ignacio no dejó de maltratarla, de golpearla. Cualquier cosa era motivo para agredirla. Un día, recuerda Alicia, fue a juntar leña y se le atoró la falda con una vara, se le rompió.

Cuando llegó, Ignacio le reclamó: “¿qué hombre te rompió la falda?”. Esa vez le reventó tres varas en la espalda. Ignacio de todo la celaba y por todo la golpeaba.

Una vez, Alicia logró escapar y llegó donde sus papás, pero la regresaron. La acusaron de haberse ido por su voluntad, no le creyeron la versión del robo. No volvió a escapar. En cambio se refugió con el suegro que la protegía porque nunca estuvo de acuerdo con el robo y, menos, con los maltratos.

Alicia vivió con Ignacio 25 años, tuvo ocho hijos. Fue una vida tortuosa, de maltratos y trabajos forzados.

Así es la vida para muchas de las mujeres vendidas. El pago da todo el poder a quienes las compran. Su papel en la nueva familia muchas veces no es de esposas sino de sirvientas, están obligadas a limpiar la casa, a lavar la ropa, a trabajar en el campo sin pago. Muchas veces, las familias pagan por una esposa para sus hijos, para que no se vayan solos de jornaleros. Para pagarlas se endeudan, venden sus animales o se van a trabajar largos tiempos para juntar ese dinero. Al final saben que es una inversión: porque la mujer por la que pagaron trabajará para recuperar el dinero.

—¿Por qué aguantó tanto? —le pregunto a Alicia.

—Por mis hijos —dice sin dejar de soplarle al fogón.

—¿Algunas vez se sintió feliz?

—Nunca. Al contrario sólo me maltrató y a mis hijos los hizo pasar hambre.

***

La venta de niñas es una práctica que no está tipificada como trata de personas, dice Neil Arias, la abogada de Tlachinollan. Es complicado por el aspecto antropológico, es decir: argumentan actuar por una tradición y por sus usos y costumbres, aunque la trata de personas encaja perfectamente.

De todos los casos que Tlachinollan ha acompañado por la venta de niñas, sólo han podido procesar uno por el delito de trata de personas.

Es el caso de tres niñas que ocurrió en el 2009. Esta es la historia según el expediente. Las tres estaban estudiando la secundaria. Estaban de vacaciones, una tía les dijo que sí querían ganarse unos 5 mil pesos tendría que irse con ella, las convenció y les prometió que las regresaría. Les pidió que no dijeran nada. Sin embargo, una si le dijo a sus papás. Se las llevó a Teocuitlapa, en Quechultenango, y las entregó a un hombre. Éste se las llevó a Chilapa. Les compró ropa, huaraches.

Después se las llevó a la comunidad Cuba Libre, en Xalpatlahuac, donde ofreció a dos de ellas. Pidió 50 mil pesos por cada una. Al final pagaron 40 mil: a una la compraron para un niño y la otra para un señor.

A la tercera, se la llevó a Tlapa. La violó. Luego la ofreció como su hija. La compró un señor que andaba buscando una niña para su hijo que era sordomudo. Flor no se dio cuenta que la vendieron, lo descubrió semanas después, cuando pidió su pago pensando que estaba trabajando. El comprador también se sorprendió al saber que no era hija del que se la vendió. La niña estuvo ocho meses, el hijo del señor nunca la tocó, pero sí trabajó sin ningún pago.

Los tres papás las buscaron, con Tlachinollan presentaron la denuncia y lograron que se girará la orden de aprehensión contra el hombre que las vendió. Cuando lo capturaron reveló dónde estaban las niñas. En el proceso, los que compraron a las niñas se defendieron al decir que pagaron la dote. Al final sí fueron sentenciados. Después se supo que la tía convenció a las niñas porque estaba amenazada. Le quitaron a su hijo para que lo hiciera.

***

Era diciembre del 2017, a la puerta de la casa de Marcos tocó una niñas de 15 años. Dijo que sus padres la habían enviado porque tenía que casarse con su hijo, Jonathan, de 16. Marcos le cerró la puerta en la cara.

Después de horas decidió dejarla pasar, la niña no paraba de llorar.

Días atrás la familia de la muchacha la había visto bailando con Jonathan. Determinaron que eran novios y que tenían que hacer un compromiso. Jonathan y Marcos se negaron al compromiso. El adolescente aceptó que bailó con la muchacha, incluso que le gustaba, pero se negó a casarse.

La familia de Marcos, principalmente su padre, Alfonso, el mediador, insistió en que debía ir a ver a la familia de la muchacha para hacer el acuerdo y pagar. Alfonso fue el más insistente. Marcos recuerda que fueron días de largas discusiones, pero al final se quedó solo. Le decían que si no aceptaba, la familia de la muchacha los podía embrujar. La familia se impuso: Jonathan debería casarse con la muchacha.

Marcos accedió. Primero llevó una propuesta: les ofreció 20 mil pesos pero sin acuerdo. Que se quedaran con el dinero y con su hija. La familia se negó y en cambio pidió 100 mil pesos. Alfonso, su padre, lo empujó para que aceptara y Marcos pagó la cifra. La muchacha estuvo sólo 15 días, Jonathan en eso días casi no ponía un pie en la casa para evitar verla, mientras que la chica se levantaba a las 5 de la mañana para comenzar con el aseo. Marcos no le gusta que Jonathan se ausentara tanto, así que decidió regresar a la muchacha. La familia de la muchacha se comprometió a devolver la mitad del dinero, pero eso no ocurrió.

Marcos tiene tres hijas y no piensa cobrar por ellas, pero tampoco entregarlas así de fácil. Dice que las entregará sólo si ellas quieren, pero no las dejará que se vayan a la casa del novio, por eso, dice, se está preparando: ya compró un terreno donde piensa construirles casas pequeñas para que ahí vivan. Prefiere estar vigilante.

“Si uno les pega a mis hijas me lo madreó, por eso quiero que estén cerca”, dice Marcos.

Era el año de 1992 y en el pueblo de Ignacio se celebraba la feria patronal. Cecilio, el hijo menor de Alicia, tenía siete años, pero recuerda bien ese día. Antes de oscurecer, Alicia le ordenó junto a una de sus hermanas que se bañaran, iban a ir a la feria a tomar atole. Ahí vieron a Ignacio que estaba tomando. Estuvieron un par de horas y regresaron a la casa. Alicia le dijo a Cecilio que se durmiera, porque iban a salir temprano.

En la madrugada, lo despertó, tomó sus varas de su telar de cintura y desamarró una marrana con sus crías y salieron. En la puerta ya los esperaba Ignacio. Tomaron camino de regreso a la casa de los padres de Alicia. Cruzaron el río y entonces el grupo se desarmó: unos marranitos se perdieron e Ignacio tomó otro rumbo. Cecilio lloró por sus marranos, por su papá y por su hermana que se quedó. Pero siguieron caminando hasta la cumbre. Siguieron el camino y llegaron a la casa de los padres de Alicia. Cecilio no entendía muy bien qué pasaba, quería ver a sus hermanos, incluso a su papá. Subía a los cerros para ver si a lo lejos veía a su papá.

Pasaron los días y las semanas, en un momento sintió coraje contra Alicia, pensó que lo había alejado de sus hermanos, de su papá, de su pueblo. Un día, Cecilio se subió al cerro y vio a su papá, enloqueció: le gritó y le gritó, corrió tras él pero no lo alcanzó. Ignacio no se detuvo. Después corrió a su casa, le dijo a su mamá que arreglara sus cosas porque había ido por ellos. Cecilio tomó sus cosas y otra vez subió al cerro. Ignacio nunca apareció. Entendió que nunca más iba volver a su casa.

Alicia se fue a trabajar a los campos, anduvieron de una casa a otra. Sobrevivieron como pudieron. Cecilio y Alicia sembraron y cosecharon amapola un tiempo, hasta que los militares les destruyeron su plantío. Se convirtieron en jornaleros, se fueron al norte del país, los obligaron a trabajar un tiempo sin cobrar por el costo del viaje. Allá en Sinaloa se reencontraron con algunos de sus hermanos. Con su hermana, la que dejaron en el pueblo, se reencontraron cinco años después, muchos años estuvo enojada con ellos.

Mucho tiempo después Alicia le dijo a Cecilio que en realidad dejaron su pueblo porque Ignacio la había corrido, quería estar con otra mujer.

El año pasado, en Día de Muertos, Alicia volvió a ver a Ignacio después de 27 años. El hombre salió del panteón y se acercó donde ella estaba, le dijo que tenía hambre, que le diera de comer. Alicia asintió, se metió a su casa, se bebió dos cervezas de la ofrenda, agarró un rifle, lo escondió en su enagua y salió. Desde la puerta le dijo que se acercara. Cuando lo tuvo cerca le apuntó y le advirtió que le dispararía si no se iba. El hombre salió corriendo sin saber que el rifle no tenía balas. Desde entonces no lo ha vuelto a ver.

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