Hilda Sotelo
Escritora
Ella solía despertar a media noche pensando qué hubiera sido de su vida si hubiera sido madre. Cuando su madre falleció, la mitad del destino que otros le habían planeado se fue, ella se transformó. Ya no tenía encima la encomienda de cuidar a la anciana de la casa, tampoco tendría que cuidar de un marido ni hijos.
Seguido sentía opresión en el pecho, asfixia al saberse atrapada en el incomprensible vacío, el cautiverio mostraba señales, ¿qué era eso que transpasaba su corazón?
A su mente llegaban las voces de sus amigas, –cásate. Debes ser madre para que no te sientas sola. Hay que usar el aparato reproductor, eso es re pro duc tor. Abortar es interrumpir la secuencia, creas karma. Consíguete una vida. Ser madre te cambia la identidad, es divino–.
Las masculinidades tóxicas hablaron, “debes abortar, yo no quiero mantener a nadie. Un chamaco te calmará. Yo te haré mujer. Necesitas a un macho. Un bebé te hará muy feliz. Ni tú misma te conoces, yo sí. Debes ser madre cuando yo te diga. Solo siendo madre evolucionas”.
Sus óvulos eran viejos, más anciana era la amargura de haber sido testiga de la maternidad abnegada de otras, especialmente la de su madre que las últimas semanas de vida, pidió irse, pidió morir porque estaba cansada de sufrir, no el dolor físico si no el interminable sufrimiento de ser madre, “no soportaría si le pasa algo a mis hijos”, su madre afirmaba.
Ella no entendía por qué la preocupación por adelantado si cada un@ de sus herman@s estaba en perfectas condiciones de salud y económicas.
A su madre le hubiera gustado ser diseñadora de ropa, cuando joven era la novia del rico del pueblo, soñaba con educarse, casarse y tener tres hijos solamente. Sus sueños se vineron abajo cuando su cuñado intentó abusar de ella, apenas tenía 19 años, su madre, hermana, hermano habían fallecido, se encontraba sola, así es que, llamó al primer pretendiente para pedirle protección y terminó casándose con él. Le fue imposible cumplir su sueño de educarse. Tuvo once hij@s porque en su tiempo no existían programas de planificación familiar, su religión le dictaba que debería procrear y henchir la tierra.
Desde entonces, su madre, se vio obligada a hacer lo que no quería, intentaba ser perfecta, cumplir con el mandato de la maternidad virtuosa. Se entregó a su familia, jamás tuvo amigas o actividades sociales o laborales que no tuvieran que ver con su familia.
Ella la observó, desde muy pequeña la imitaba, la madre no la pudo engañar. Ella, a pesar de considerarla su gurú, no pudo evitar ver la realidad, su madre era infeliz, sufría por se madre de tantos hijos.
Ella había heredado el rol de género femenino, y la cuantiosa cantidad de óvulos listos a convertise en humanos. Su religión insistía en el mandato divino y la juzgaría si no traía hijos al mundo. Su biología parecía taladrarle todos los sentidos, el cuerpo, el instinto de expulsar algo desde el cuerpo, le arrebataba horas de culpa, agonía y temblores en el vientre.
Ella vivió la adolescencia en México, los únicos dos canales de televisión nacional transmitían películas del cine de oro, Sara García, la abuelita que todas deberían ser. Las telenovelas, “debes embarazarte para atrapar al galán”. Los comerciales que mostraban madres felices comprando ciertos productos que le facilitarían maternar. En las lecturas de la preparatoria, Pedro Páramo, Doloritas se sonrojaba al recibir el favor de casarse con el rico de Comala y a menudo le agadrecía a dios haberle dado a don Pedro, la haría mujer (esposa y madre).
Su entorno confabuló para reproducir a la contenida, a diario probaba la auto-represión para cumplir con el deber-ser positivo y así lograr la “belleza” femenina entre los discursos impuestos.
El no-deber-ser, la transgresora, demasiado intensa, a juzgar de la mirada patriarcal, no debería formar parte del plan.
En la primaria, en sexto año, recuerda la frase, “aparato reproductor femenino”, le enseñaron cada una de las partes del tal aparato. Jamás le hablaron del clitoris, ni de orgasmos.
Había sido instruida a ser madre abnegada, sin embargo no lo era. No fue madre. Se quedó observando a su madre y a sus ideas perecer.
Pasó escuchando las máscaras de las madres que aseguran han encontrado la plenitud, y al verla sin matrimonio, ni hijos, la miraban como si le faltara alguna extremidad. La veían de brazos desocupados y horas sueltas. Seguido le aventaban dardos venenosos para hacerla caer en la trampa de la víctima por no haber sido madre.
Otras que habían anhelado maternar, sufrían depresión post parto, la veían ser libre, “qué bueno que no tienes hijos, se viven procesos de angustia y a veces quieres terminar con todo, el planeta no es habitable”.
Ella se había quedado congelada en las memorias de la duda, ser o no ser madre, ¿qué es ser mujer? Sin saber que ya lo era, que había nacido mujer sin tener que obedecer construcciones de otr@s. Sin necesidad de que otra persona ocupara su cuerpo por nueve meses. Seguiría siendo mujer, humana. No tendría que cambiar su identidad para “avanzar”, al ser madre. Ni tendría que madurar a través de la maternidad.
En el fondo respiraba tranquila al saberse liberada de la rueda del legado y si existía la reencarnación probablemente no volvería a estos cuerpos. No se vería nacer, crecer. Solo envejecería en la armonía de saberse morir, y que nadie sufriría lo indecible al verla partir, eso la aliviaba. Se iría como llegó, con el cuerpo y el respiro.
Ella supo de mujeres actuales, edades varias, entró en el presente. El pacto de silencio se había roto, las madres habían mantenido en secreto sus avideces verdaderas. El secreto lo mantuvieron porque el patriarcado había sembrado en ellas el perpetuo sufrimiento. Se castigaba a la pensante, habladora, autónoma.
La autenticidad sobre la maternidad estaba de moda, cada mujer se vincula distinto, desde sus experiencias personales.
Ellas no eran juzgadas por sus deseos de autocuidado, por sus ejercicios de independencia al entregar a sus hijos al hombre, mientras ellas se atendían.
Ella encontró libros, artículos que desmitifican la maternidad.
Las mujeres hablaban de decidir por sí mismas o en colectivos de autoconsciencia. Y practicaron hablar sin sentir culpa por sus deseos de regresar a sus hijos por donde llegaron y que ese deseo no les quitaba quererlos.
Ella salió del cautiverio, sus extremidades estaban en su cuerpo.
Se fue la sensación de asfixia, se sintió completa, humana. Su existencia sí tenía sentido, ser madre no era el viaje de su vida.
Lo suyo era otra cosa.