¿Por qué tuvimos que esperar a que Grupo México derramara 3 mil litros de ácido sulfúrico en el Mar de Cortés para indignarnos y para ocuparnos de los efectos de la megaminería en “el gran acuario del mundo”?
Daniela Pastrana
@danielapastrana
Ciudad de México –Tengo una gata que por las noches se siente jaguar. Una perra que se come las croquetas de la gata. Y unas tortugas más domesticadas que un perro.
Creo que ninguno sobreviviría fuera de mi hogar: La gata, aunque es independiente y ladina –como cualquier gato– toca con su patita la puerta del cuarto al que quiere entrar y no deja en paz a mi madre cuando quiere comer. La perra, que ya está ciega de vieja, se instala en la cama que más le gusta –con excepción de la de mi madre– y no hay poder humano que pueda hacerla perder el territorio conquistado. Y las tortugas, que son unas cazadoras con cualquier especie animal que entra en su pecera, se alborotan cuando se acerca un humano y, como en caricatura, lo siguen para el lugar en el que te muevas de la casa.
En mi casa todos menos mi madre somos bastante animaleros. Mis hijos más. Si por ellos fuera tendríamos hasta una cabra. Alguna vez tuvimos un pato. Se lo regalaron a mi hijo en un intercambio escolar y cuando fue demasiado grande lo fuimos a dejar al parque México. Lo tuvimos que llevar de noche para que los demás patos no lo mataran, porque los patos son muy territoriales, según nos explicó entonces el encargado. Que se enferme un animal es una verdadera tragedia familiar, ya no digamos que se muera el gatito enfermo que encontramos en la calle. Pero lo más complicado es en los temblores, porque mi hijo no sale de la casa si no es con los animales y ellos (sobre todo los gatos) suelen esconderse antes de que la tierra se empiece a mover.
Yo hace tiempo me pregunto si le estamos haciendo bien a los animales quitándoles su animalidad. Nada me quita la idea de que los humanos somos tan egoístas que nos aferramos a los animales para que nos acompañen —no es su decisión ni la pueden interpelar—aunque en ese camino los humanicemos, como si nosotros fuéramos el mejor modelo de las especies del planeta.
No lo digo sólo por quienes tienen perrijos, ni siquiera por los que llegan al absurdo de ponerles botines para anularles las patas a los pobres animales.
Lo digo por toda la narrativa que nos rodea. Las películas de Disney, por ejemplo, que han ideo involucionando de tal modo que cada vez los animales son menos animales. Pasamos de dos perros humanoides (La Dama y el Vagabundo), que se enamoran con espaguetti, pero que tienen problemas de animales, como la perrera, a una segunda parte en la que la familia perrohumana creció y el centro de la historia es un insufrible conflicto familiar de un hijo adolescente con su padre. O los documentales de Animal Planet, donde los narradores reconstruyen diálogos de los animales a partir de pensamientos humanos.
No voy a meterme aquí en el tema de la inteligencia animal porque eso da para una tesis. Más ahora, que la foto del orangután de Bormeo nos recordó que desde 1994 se han documentado historias de monos que utilizan herramientas (los chimpancés de Senegal, los capuchinos de Panamá, orangutanes de Sumatra). Menos aún me voy a meter con a animalidad de los humanos.
Pero hace unos meses vi un documental que me perturbó profundamente y que me ha hecho pensar mucho sobre sobre la humanidad de los humanos, la animalidad de los animales, el planeta y el capitalismo: El filósofo en la arena, una producción México-española dirigida por dos jóvenes cineastas mexicanos (Aarón Fernández y Jesús Muñoz) que reconstruye el pensamiento del filósofo francés Francis Wolff sobre la tauromaquia.
De Wolff se puede decir que es un profesor emérito en una de las universidades más prestigiosas de Europa (la École Normale Supérieure de Paris), con obras traducida a seis idiomas, incluidos el chino y el árabe, y uno de los más reconocidos especialistas en Sócrates y Aristóteles. Pero lo que más me llama la atención es que ha filosofado sobre pasiones que no suelen ser temas filosóficos, como el amor (No hay amor perfecto, 2016) la música (¿Por qué la música?, 2015) y los toros (Filosofía de las corridas de toros, 2012)
El documental tiene la enorme virtud de sacarnos de la zona de confort para escuchar a los otros, sobre todo a los que no piensan igual. El hilo de argumentos del filósofo y el propio aprendizaje de los directores, que al inicio saben muy poco de la tauromaquia, logran algo muy extraño: hacen parecer progresistas a sus defensores y muestran las contradicciones de sus detractores.
Contrasta nuestra idea de humanidad, en un mundo egoísta ante el dolor humano (por ejemplo, de millones de desplazados por guerras o pobreza), y nuestra idea de la animalidad a partir del encierro de los animales, porque su vida en libertad animal es bastante más dura de lo que pretendemos creer. Sobre todo, pone en la mesa el problema de la invisibilidad de la muerte. Porque nos lastima la muerte que se exhibe en la plaza, pero ignoramos y normalizamos la muerte cruel y masiva que cada día genera la industria alimentaria del mundo.
Vemos normal que tener encerrados en los zoológicos (no me refiero a reservas) animales que deberían recorrer sabanas y selvas, pero que están atrapados para que los niños se diviertan, y pagamos sin pudor por un espectáculo de delfines.
El paquete marino del Acuario Inbursa, por ejemplo, cuesta 215 pesos e incluye ver pingüinos. tener pingüinos en el verano de la ciudad de México ¿Cuánto cuesta mantenerlo a la temperatura que debe? ¿Cuánta energía se necesita, esa que provoca el calentamiento global y que están acabando con el hábitat de los pingüinos, solo para poder tenerlos en exhibición como el King Kong
En los últimos años he viajado a rincones insospechados Los cenotes mayas. La exuberancia de Xilitla, el desierto de Chihuahua, Lechuzas en Tabasco, águilas en los picos, venados.
Nada más hermoso que el Mar de Cortés. Yo había conocido el mar plateado de Mulegé, tan planteado y tan inmenso como lo recordaba cuando de niña dije que era el lugar más bello del planeta (sin conocer muchos).
Primero, la noche helada con los cucapá, helada, las figuras mágicas en done fácilmente uno puede pensar que hay sirenas. Un mar donde se mueve el animal más grande y más viejo del planeta: la ballena azul. La miré en unas pinturas rupestres de los cochimí. Vi los delfines nadando junto a las lanchas que pescan la curvina,
En ese mar, entendí como pocas veces la falsedad de algunas de las causas. Queremos quitar la barbarie y no vemos la barbarie que representa la civilización.
Nos compramos la idea de que la culpa de la extinción de a vaquita es la de los pescadores, a los que se les impone una veda veta. ¿nos hemos preguntado cuanto daño hacen las minas o los hoteles? donde están las protestas por las minas y no solo de Larrea, sino se Slim, que tiene un gajo de cielo abierto
¿Por qué tuvimos que esperar a que Grupo México derramara 3 mil litros de ácido sulfúrico en el Mar de Cortés para indignarnos y para ocuparnos de los efectos de la megaminería en “el gran acuario del mundo”?
Cubrimos nuestras conciencias dejando de usar popotes y bolsas de plástico. No está mal hacerlo, pero eso no es suficiente. El nivel de consumo de las ciudades, sobre todo de las grandes ciudades modernas las que queremos vivir porque ahí se vive muy bien como me dijo una vez un colega Robin Canul: ¿quién se atreve a perder sus privilegios?