López Obrador tiene un lado pragmático; con buen olfato y memoria privilegiada. También tiene gente cercana cuya opinión, creo, debería contar más. Creo que debería consultar más. Debería, a veces, ponerle rienda al animal político que trae adentro
Alejandro Páez Varela
Ciudad de México –Andrés Manuel López Obrador es un animal político. No por nada cuando muchos lo daban por herido de muerte dio un brinco hasta la Presidencia de México. Él sabe –y no sé si eso le haga bien– que muchos de sus brincos espectaculares asombran a los que lo tienen cerca. Cuando está acorralado por las hienas y es chita da un brinco y se zafa; cuando es una chiva y lo cercan los chitas, suelta un par de patadas traseras y se libera. Animal político.
Lo he escuchado varias veces entre sus colaboradores más cercanos: asombra. Un instinto de conservación brutal, una capacidad para sobreponerse que da envidia.
Pero en los brincos no siempre cae parado y no siempre se sale del cerco de sus depredadores. Y a veces, incluso, brinca de la periferia al centro de los que lo cazan.
Es sabido que pocas veces consulta; entonces son él y sus juicios. Y allí está el problema: quienes lo rodean deben confiar al cien por ciento en él y nadie en su equipo tienen todas las piezas del rompecabezas porque no las suelta; porque puede ser, en medio de la nada, que construya nuevas piezas o que decida dejar en medio dos o tres huecos que piensa llenar más adelante.
En lo del avión presidencial, creo, Andrés Manuel saltó al centro de las hienas. Varias veces. Por falta de consulta; por dar crédito absoluto a su olfato de animal político.
El avión salió de México con transmisión especial, en vivo, vía Youtube (y, creo, Cepropie). El instinto animal le dijo: apenas llegues a Palacio Nacional, pon ese símbolo de la opulencia, en un país con 53 millones de pobres, en el aire; ponlo a volar y que todo mundo lo vea irse, como la promesa misma: es el viejo régimen que se va, volando. El instinto animal le dijo: allí está, qué mejor metáfora que esa. Pero no tomó en cuenta que un mastodonte como ese no se vende tan fácilmente.
Pudo guardarlo en el hangar que hizo el compadre de Enrique Peña Nieto –sin licitación, por supuesto–, Armando Hinojosa Cantú, y que nos costó más de mil millones de pesos. Pudo exhibir el paquete completo, paquete que bien ejemplificaba la corrupción, el descaro, la inconsciencia: comprado por Felipe Calderón para Peña, el avión; construido por el empresario de la “casa blanca” de Angélica Rivera, el hangar. Pero el animal político se impuso al administrador, y se inclinó por la metáfora: mandar al avión a volar, espectáculo más lleno de símbolos; mandar al avión a volar, en vivo.
El avión no se vendió. Era una gota ácida, cada día que pasaba. Una innecesaria gota ácida en la frente, cada vez que extendían la factura por tenerlo allá sin justificación. Entonces hubo que traerlo de regreso. Y ya de regreso, otra vez el animal político interior se impuso. Así, sin que el titular de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (que es el que debía saber de esos temas) estuviera enterado, la rifa. Como Lázaro Cárdenas: una colecta popular.
No es el uso de la Lotería Nacional. Calderón entregó esa institución a Elba Esther Gordillo, quien puso allí a Francisco Yañez Herrera (de 2006 a 2009) y luego a Miguel Ángel Jiménez Godínez, dos cercanos a ella. Es el arrebato, es la rifa. Son los arrebatos. Es el uso de una metáfora cara. Es el salto de la cabra al centro del cerco que le han tendido las hienas.
Es un animal político, con un instinto de conservación brutal; con una capacidad para sobreponerse que da envidia. ¿Sale de ésta? Quizás sí, quizás no, y quizás no le importa. Como Manuel Bartlett: es la izquierda la que nos enseñó a rechazarlo por fraudulento; y ahora es la izquierda quien lo abraza, aunque salga espinada: le dieron una lavada de cara y Bartlett allí sigue, con un alto costo para Irma Eréndira Sandoval y para el mismo AMLO. O como los “servidores de la Nación”: el 27 de diciembre las autoridades electorales dijeron que sí habían violado la ley al promover al Presidente en la entrega de los programas sociales; y allí siguen.
Sobre el avión presidencial (aunque lo he repetido y escrito hasta el cansancio): es una estupidez. Un símbolo de complicidad, de abuso, de indolencia, de insensibilidad, de opulencia; de gastos a lo pendejo en un país que tiene 53 millones de pobres. Ayer lo escribía Jorge Zepeda Patterson: “En total un costo superior a 4,500 millones de pesos, que habrán de salir de los bolsillos de todos por una decisión de Felipe Calderón tomada en los últimos meses de su sexenio, con el propósito de que su sucesor no se molestara en pisar los pasillos de un aeropuerto cuando viajase al extranjero”.
Pero dejamos de hablar de eso, de ellos; de los Higa de la “casa blanca”, de las decisiones de Calderón y Peña. Ahora hablamos de la rifa.
López Obrador tiene un lado pragmático; con buen olfato y memoria privilegiada. También tiene gente cercana cuya opinión, creo, debería contar más. Creo que debería consultar más. Debería, a veces, ponerle rienda al animal político que trae adentro; hacerle menos caso, a veces, y darse tiempo para razonar antes de soltar, una mañana cualquiera, que emitirá 6 millones de boletos para rifar el mastodonte que ni siquiera el Gobierno, su Gobierno, con ayuda de la ONU, ha podido vender.
Pero no soy nadie para aconsejar al Presidente; apenas escribo lo que pienso.
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Alejandro Páez Varela. Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx