La acumulación de cuerpos y el alto riesgo de contagio del coronavirus dejó incompletos miles de procesos de duelo. En los días más intensos de la pandemia en la Ciudad de México, más que una despedida compartida, la muerte se propuso como un apurado proceso sanitario
Texto: José Ignacio De Alba y María Fernanda Ruíz
Fotos: María Ruiz y Duilio Rodríguez
Pie de Página
Ciudad de México– La acumulación de cuerpos y el alto riesgo de contagio del coronavirus dejó incompletos miles de procesos de duelo. En los días más intensos de la pandemia en la Ciudad de México, más que una despedida compartida, la muerte se propuso como un apurado proceso sanitario
La capital mexicana alcanzó la etapa más alta de mortalidad provocada por COVID-19. Por instrucciones de la Secretaría de Salud los cuerpos de las personas fallecidas relacionadas con el virus fueron llevadas directamente del hospital al panteón o al crematorio. No hay funerales, velatorios, ni embalsamamientos. Las despedidas son breves y solitarias. Acaso, algunos abrazos que reconfortan, a pesar del riesgo de romper las reglas del distanciamiento social.
Casi no hay tiempo de recapitular, de pensar en todo lo que estuvo mal. Ahora, a nadie parece importarle que la mamá de Noemí M. estuvo en búsqueda de hospitales durante una semana en la Ciudad de México. De hecho, a nadie parece importarle que murió sola, que murió demasiado rápido. La mujer tardó más en entrar a un hospital que en morir. En las clínicas del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) no la aceptaron, incluso la corrían de las salas de urgencia. “En ese punto, más que enferma se sentía desesperada”, relata su hija.
Cuando por fin logró entrar a un hospital era demasiado tarde. “La última vez que hablé con ella estaba muy desesperada, me dijo que no le estaba sirviendo la oxigenación. Después de eso ya no volví a hablar con ella”, dice Noemí, a quien nadie le avisó si su madre tenía hambre, si necesitaba algo, incluso si le hacía falta una chamarra.
Al día siguiente, el 13 de mayo, una enfermera le dijo que su madre no respondía a la oxigenación y que necesitaría ser intubada.
“Fue tajante, fuerte, en tres segundos me dijo todo: Que la iban a intubar, que a partir de ese momento eran cinco días críticos y que era muy alta la probabilidad de fallecimiento”, relata.
Pero la predicción falló. Veinte minutos después, otra enfermera le dijo que la maniobra había salido bien, pero que el corazón de su madre no resistió. «¿Cómo?», preguntó ella. “Sí, su corazón no resistió y falleció”, le dijo la enfermera. Noemí lloró o gritó, como ella dice, por no entender lo que sucedía.
La alta mortalidad registrada estas semanas ha provocado que muchas personas esperen varias horas a que el cuerpo de su familiar pueda ser recogido de los hospitales por los servicios funerarios.
La familia de Noemí pudo reclamar el cuerpo de su madrea hasta el jueves 14 de mayo. Le dijeron que sólo podría reconocerla una persona, así que su hermana entró al sótano del hospital. Pero no la dejaron ver más que una bolsa negra.
“Le enseñaron una bolsa negra que tenía el nombre de mi madre, le dijeron “ya lo viste”, y se acabó”.
—¿Eso les causó incertidumbre?
—Sí, el imaginario se desboca porque de pronto nos preguntamos si no está muerta. Pero también yo me digo a mi misma: ¿por qué no lo estaría? Por lo pronto, tenemos que creer que ahí iba.
Los Lineamientos de Manejo General y Masivo de Cadáveres por COVID-19 de la Secretaría de Salud establece que los cuerpos deben ser “plenamente identificados” antes de su entierro o incineración. Pero Noemí jura que nadie en su casa pudo corroborar la identidad de su mamá.
“Hace falta alguna cuestión que le de certeza a la familia, para que podamos decir, sí, sí es”.
Sentir el dolor del otro
El cuerpo de su madre salió del Hospital General de Zona número 32 del IMSS en un ataúd envuelto con plástico transparente. En la familia decidieron que lo mejor era incinerar el cuerpo, pero en la funeraria no quisieron. Primero les dijeron que los crematorios estaban llenos y que tendrían que esperar. Luego, que no estaban cremando cuerpos «con sobrepeso”.
La caja emplayada tenía que ir directo al panteón. Noemí hoy recuerda: “En algún momento mi madre dijo que prefería que la cremaran, porque si no los gusanos se la iban a comer”.
— ¿Qué significa para ti eso, ir contra la voluntad de lo que quería tu mamá?
— Es luchar con la idea de no sentirme en deuda con ella, por lo menos en esas cosas. Porque ella nos lo dijo. Pero no nos dieron chance de nada.
Aunque la Secretaría de Salud contempla que cada institución hospitalaria “designará un integrante del equipo de salud para que mantenga la comunicación permanente con la familia” para orientarla, Noemí asegura que la única asesoría que recibieron fue de la funeraria. Y los cuidados corren por su cuenta.
La funeraria ofreció dentro de sus servicios llevar el cuerpo al panteón de San Lorenzo Tezonco, en la alcaldía de Iztapalapa.
Ahí, el cuerpo de la mujer que le temía a los gusanos llegó al área habilitada para casos covid: Una gran fosa común donde media docena de sepultureros cavan un hoyo tras otro. Y donde los deudos apenas logran dejar una cruz o algún elemento que identifique el lote donde su familiar fue enterrado.
El entierro duró unos 15 minutos y reunió a algunos conocidos que lloraron, se abrazaron y convivieron,
“En realidad, nosotros no le dijimos a nadie, pero se corrió la voz sobre el fallecimiento de mi madre. Cuando llegamos al panteón ya se habían metido mis tíos, mis primos. Había mucha gente”, recuerda Noemí.
Ella pensó que podía ser peligroso una aglomeración así, cuando los contagios están en su nivel más alto. Pero se sentía contrariada: “Para mi fue muy reconfortante y muy significativo porque se me hace increíble que a pesar de que supieran lo que había sucedido se acercaran, y sí sí nos abrazamos”
— ¿No te dio mideo contagiarte?
— Me dio miedo que alguien más se pudiera contagiar y que fuera a raíz de estar ahí. Pero también es bien importante sentirte acompañada, sentir el dolor del otro.
Noemí y sus hermanos sienten que no se despidieron. Después de cuatro días, sigue sorprendida de la rapidez con que llegó la muerte. La tradición pesa en la pequeña vecindad donde su mamá vivía al sur de la Ciudad de México. Las vecinas y amigas organizaron un novenario, aunque el rito quedará incompleto “Esa cruz se pone en representación del cuerpo, al noveno día se vela y se levanta para llevarla al panteón. Entiendo que eso no lo vamos a poder hacer”, explican.
Por lo pronto al novenario asisten algunos seres queridos que llegan con tapabocas y alguna ofrenda sencilla. Hay mujeres y hombres viejos. Los únicos guardados son los niños. Al terminar los rezos, sirven “canelita” (té de canela) y tortitas de mole para las visitas que se animaron a salir. Sobre una pequeña mesa, a manera de altar, pusieron un par de cigarros, un vaso con café y una torta.
Noemí dice que le hubiera gustado que le hicieran la prueba de COVID-19 para saber si ella o alguien de su familia corre algún riesgo.
Las funerarias
Luis Pérez tiene una pequeña funeraria llamada San José, también tiene un par de carrozas que utiliza para transportar cuerpos en la alcaldía Tláhuac. En estos días el negocio no para. La virulenta enfermedad tiene en jaque a las autoridades sanitarias y el hombre reprocha que los servicios funerarios han permanecido invisibles para la Secretaría de Salud: “Si alguien de nosotros se quiere capacitar, lo hace por interés propio”.
También explica que las indicaciones que él sigue son las de los hospitales que visita. No ha revisado los lineamientos para el manejo de cadáveres, pero asegura que es demasiado caro utilizar todo el equipo que les piden.
“Si siguiéramos los lineamientos al pie de la letra el servicio se volvería muy caro y eso casi nadie puede pagarlo”, insiste.
El negocio detrás de la muerte es tan grande que existen muchos pequeños negocios que colaboran para hacer un solo servicio funerario. El pequeño empresario hace un mapa mental: Hay quien sólo se dedica a contactar clientes (negocio en el que, jura, también participan enfermeras o doctores). También están los que únicamente rentan las carrozas. Hay otros que venden cajas o los que nada más incineran los cuerpos. Pérez asegura que sólo las grandes empresas funerarias cumplen el servicio completo.
Ahora, él lleva varias semanas trabajando sin parar y cuenta que hay una saturación de todos los servicios. Incluso, dice, no faltan los aprovechados que en plena pandemia han subido los precios. “Les dicen a las personas que por tratarse de enfermedades infecciosas”. Al final, resume resignado: “Todo esto es un negocio muy lacra, pero también da de comer a muchas familias”.
A 20 kilómetros al oriente de su funeraria (y unos 90 minutos en el transporte público), las puertas del Panteón Municipal de Nezahualcóyotl permanecen cerradas.
El acceso está restringido, pero en la entrada hay tres músicos que aguardan bajo el sol a que alguien los contrate. Solo pueden pasar si los familiares lo piden y eso significa que alguno de los deudos se quede fuera.
Neza es uno de los 125 municipios del Estado de México, el segundo más poblado y colindante con la capital. Su panteón tiene un crematorio con dos hornos que de la emergencia sanitaria sólo eran usados cuando había exhumaciones. Ahora, han tenido que cremar también cuerpos frescos.
«De diez personas que llegan, cuatro son por probable covid», dice la responsable del lugar, María Teresa Álvarez.
La emergencia sanitaria ha cambiado todas las rutinas. Ahora sólo se permite la entrada a tres familiares y todos deben usar cubrebocas. Los trabajadores usan trajes tyvek y mascarillas. Dos mujeres preguntan a la directora por la cremación de su familiar. Llevan varias horas esperando a que les entreguen las cenizas. La mujer explica que tiene varias cremaciones en lista y que, por el peso de su difunto, tardarán unas tres horas en entregarles la urna.
La incertidumbre
Al camillero Hugo López Camacho, de 44 años, lo despiden en el Hospital 20 de noviembre del ISSSTE que está en la alcaldía Benito Juárez. Sus compañeros hacen una cadena humana para despedir la carroza en la que va su cuerpo. Lo despiden con pétalos de rosas y aplausos. Es el segundo que cae ante el terrible virus y cada uno sabe que cualquiera puede ser el siguiente.
Esa incertidumbre pesa en el ánimo. El desasosiego que deja la pérdida de la esperanza. De no saber nunca si quien cae frente al minúsculo virus podrá levantarse. Si quien es conectado a un tubo para poder respirar logrará reponerse a lo que parece ser una condena de muerte. Porque ocho de cada 10 intubados no lo han logrado. Porque en menos de 7 días, una simple gripe o una simple nada puede convertirse en una neumonía mortal. Y toda la vida cambia en unas horas. Y nada queda, más que la sorpresa de la ausencia y del cuarto vacío al que nadie de la familia quiere entrar.
Como le pasó a Hugo López, el camillero que pasó la mitad de su vida en el hospital en el que murió. Llegó ahí buscando un trabajo «de lo que fuera» y duró 14 años con plazas temporales, hasta que consiguió certificarse de paramédico y una plaza fija. Pero nunca quiso dejar de ser camillero. Le gustaba bajar de piso en piso a los pacientes, platicar con ellos. Andaba por todo el hospital, por eso todos los recuerdan con cariño. Por eso su familia tuvo una atención personal.
Pero no fue suficiente. Tampoco la vida discreta que llevaba. Cuenta su hermana Jenny que Hugo no tomaba, no fumaba y no salía de fiestas. Desde que empezó la pandemia se cuidaba mucho e incluso regañaba a su familia: “Ya no salgan, están llegando muchos enfermos al hospital”.
Hugo empezó con una gripa leve. Lo revisaron dos médicos particulares y uno del hospital. Le dijeron que no era covid, porque no tenía fiebre. Solo le dolía la espalda y, con los días, le costaba trabajo respirar. «Se salía al patio a que le diera un poco el aire», recuerda su hermana.
Su hermano y su cuñado dicen que no quería internarse. «Sabía que no iba a salir» Pero el 28 de abril, al llegar a su turno en el hospital, se desvaneció. Ese fue el último día que lo vio su madre, quien trabaja en un asilo para personas de la tercera edad.
Hugo no volvió a salir del hospital. Los primeros días hospitalizado estuvo consciente. Su compañera, jefa de enfermeras del área de pediatría, le consiguió un teléfono celular. Los siguientes tres días habló con su familia. Les dijo que estaba bien y que volvería pronto. Pero el 1 de mayo, se despidió. Habló para decir que lo iban a intubar, que se cuidaran y que le echaran ganas. “Sabía lo que iba a pasar”, jura su hermana.
Los siguientes 14 días, su madre recibió llamadas del hospital en las que le decían que estaba grave, pero estable. El 14 de mayo le dijeron que le harían una tomografía. A la mañana siguiente ella se comunicó al hospital y le dijeron que todavía no le realizaban los estudios. Una hora después le volvieron a llamar: Hugo había fallecido.
Hugo pudo ser identificado por su familia al día siguiente de que murió. Su hermano Jorge pudo verlo a través de una ventana: tenía la barba crecida, había bajado mucho de peso y en la boca aún tenía el tubo que utilizaron para darle respiración artificial. Sobre su cuerpo desnudo, una gasa indicaba su nombre.
El hospital se hizo cargo del proceso fúnebre. A la familia les dijeron que por medidas de higiene tenía que ser incinerado (aunque ningún lineamiento lo indica así). Por la saturación en los crematorios, el cuerpo permaneció hasta el lunes en el hospital.
“Más que responsabilidad para cuidarnos a nosotros, su familia. Siempre fueron muy humanos y fueron como su segundo hogar. Nos dijeron que la cremación era lo más conveniente para evitar contagios”, dice su hermana.
A los padres y hermanos de Hugo les acongoja esa decisión. Avecindados en la alcaldía Xochimilco, y arraigados a tradiciones, nunca habían cremado a un ser querido.
En esta zona de la capital, la ciudad se convierte en pueblo. Muchas pobladores aún se dedican a la agricultura. La familia de Hugo ha enterrado a varios parientes en el panteón del pueblo, acompañados de música y fiesta. Incluso, relata uno de los familiares, el Día de Muertos duermen en el panteón.
La madre y la hermana de Hugo recuerdan que en vida él les pidió que lo cremaran para que pudiera quedarse en casa con ellas. Pensar en eso les da consuelo, pero no les quita la culpa.
«Perdóname hijo. Mira lo que te hicimos», dice la madre, inconsolable, frente a la pequeña urna de madera.
Las cenizas de Hugo permanecen en el pequeño comedor de la casita donde vivió junto a sus papás, hermana, cuñado y sobrinos. Son unos cuartos adaptados en una primaria que están reparando por daños del sismo del 2017. Su padre es el conserje de la escuela.
La familia colocó velas sobre una calabaza partida para hacer un altar. También le pusieron un vaso con refresco, un plato con guisados (que el cambian cada día) y una canastita con cocoles, panes típicos de la zona. Un par de mujeres llegan a los rezos del novenario. También intentaron llevar una cruz al camposanto. Pero la administración del panteón no lo autorizó.
El hermano de Hugo relata que cuando acabe la epidemia van a hacer un nicho en el lote familiar, para poner las cenizas de Hugo junto a su abuela.
— ¿Por qué te da pesar que lo hayan cremado?,
— Pues es algo diferente para nosotros, es algo que no nos explicamos, algo que nunca habíamos hecho. A veces también me pregunto si no habrá sentido algo, si no le habrá dolido, porque hasta donde yo sé cuando uno muere todavía tiene en su cuerpo células vivas.
Aprender a soltar
En entrevista telefónica, la tanatologa y psicóloga Pita Juárez explica que ahora, el duelo por la muertes es “el doble de difícil».
A la pérdida se le agrega la ausencia de rituales y de formas que usamos para aliviar el dolor.
Juárez asegura que, a través de los rituales, aprendemos a establecer una comunicación con las personas que ya no están con nosotros. Y sin ceremonias de despedida es mucho más difícil asimilar la ausencia de un ser querido.
El confinamiento, la ausencia del cuerpo y la falta de espacios para llorar, provocan que las personas no logren procesar lo que pasó. Incluso, dice, para las familias es muy difícil ver cómo su ser querido se convierte solo en el número de una estadística mientras hace fila para que su cuerpo sea cremado.
“Estamos tan acostumbrados a lo tangible que necesitamos lo tangible para hacer el duelo, la gente en estos días siente que no cumplió y hay mucha culpa por parte de los familiares, por no poderse despedir, por no haberlos llevado a un lugar mejor, siempre se piensa que se hubiera podido hacer algo para evitar la muerte”.
Es una reacción natural de nuestra mente, dice Juárez. “Tendemos a autocastigarnos porque nos enfrentamos a algo que no conocemos. Lo que nos hace sufrir es lo que no entendemos”.
Es importante “tomar conciencia de que la persona que se fue también lo que más quiso es que nosotros nos quedáramos en paz”. También ayuda “abrazar el dolor” y tratar de llevar un duelo acompañados, aunque se por comunicación telefónica, incluso hacer un altar en casa.
“Tenemos que apelar al amor incondicional, desde ahí debemos aprender a soltar”, insiste la tanatóloga.
Los mexicanos, dice el poeta Carlos Pellicer, tenemos dos obsesiones: las flores y la muerte. Pero la pandemia nos está quitando una parte de eso. Pareciera que la muerte perdió su lugar dentro de la vida de estas personas. Antes, la muerte merecía sus ritos y ceremonias. Ahora, es un asunto de higiene. Y de protocolos que casi nadie conoce y menos entiende.
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Este trabajo fue publicado originalmente en Pie de Página que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar la publicación original.