En medio de la inseguridad y el caso, las personas de bien se tornan en la última línea de defensa de las comunidades copadas por la criminalidad
Martín Orquiz
Los mexicanos vivimos tiempos aciagos, propiciados por factores generados dentro de nuestra misma sociedad, aunque también influyen aquellos que vienen del extranjero y, para rematar, los proporcionados por el SARS-CoV-2, virus que provoca la enfermedad del COVID-19 y que por ahora nos mantiene en el umbral del confinamiento.
Aunada a la gran preocupación que sentimos por la inseguridad que priva en muchas regiones de la República Mexicana, se suma el desasosiego provocado por la pandemia mundial e histórica que nos cambió la forma en que vivimos y percibimos la realidad.
Al mismo tiempo que tratamos de esquivar a la microscópica amenaza que impacta nuestra salud, sorteamos el plomo criminal que a diario es disparado por manos de delincuentes que ya hicieron de nuestro territorio nacional su santuario de muerte y terror.
El escenario no es para nada amistoso, sobre todo para aquellos ciudadanos que tratan de desarrollar su vida de forma constructiva y procurando el bien propio y el de terceros, porque se enfrentan con quienes lucran con el terror y siguen ganando terreno haciéndose de dinero y poder, a través de actividades criminales que hasta ahora parecen no tener freno.
Pareciera que el espíritu de la justicia se encuentra distraído con relación a los mexicanos, quienes cada día podemos atestiguar, si no es que caer como víctimas, la comisión de actos contrarios a la ley que lesionan el bienestar de los ciudadanos, mientras que los gobiernos federal, estatal y municipal, quienes tienen el monopolio para ejercer la ley y la prevención, parecen impávidos ante las frecuentes agresiones que se registran en varias regiones del país, la mayoría motivadas por las organizaciones que trafican con drogas y, últimamente, personas y armas.
¿Qué les queda hacer a las personas que no reciben protección y justicia? ¿Seguir soportando hasta donde aguanten la ola de violencia? ¿Tolerar la pasividad gubernamental? ¿Tomar la seguridad pública en sus propias manos? Es una perspectiva difícil.
Lo que creo sinceramente es que debe prevalecer entre las personas de bien, los ciudadanos comunes, las familias que quieren paz, bienestar y desarrollo, un sentido de moral que se torna en la última línea de defensa de las comunidades copadas por la criminalidad.
Mantener una forma decente de vivir, una donde en lugar de destruir se construye y se ayuda a los demás con la voluntad de que las cosas mejoren, parece ser ya la trinchera en la que estamos agazapados y desde donde buscamos rescatar los espacios públicos en los que ahora nos sentimos amenazados.
Esa sana forma de vivir, que es desarrollada por muchos mexicanos que quieren algo mejor para sus familias y ellos mismos, resulta más frecuente de lo que pensamos, todos conocemos a personas honorables que se tornan en ejemplos de cómo vivir sin hacer daño a los demás y, por el contrario, buscan promover valores como la lealtad, la solidaridad, la empatía y toda aquella actitud moral que edifique mejores seres humanos.
Ante el cúmulo de hechos que a diario atestiguamos o que nos son referidos por los medios de comunicación, pareciera que no tenemos esperanza, que estamos contra la pared, que las fuerzas nos fallan para sostener una situación que se siente ya absurda, como si viviéramos dentro de una novela o película donde la protagonista es la devastación.
El panorama, sobra decirlo, no es precisamente alentador. Una muestra de lo que enfrentamos es lo que ocurrió apenas el pasado primero de julio en Irapuato, Guanajuato, una de las entidades mexicanas más castigadas en este momento por la violencia, cuando un comando penetró a las instalaciones de un centro de rehabilitación y abatió a 24 personas, mientras que otras siete quedaron lesionadas de bala.
Este multihomicidio deja muy en claro los alcances que tienen las organizaciones criminales que operan en el país, las que no tienen límite en lo que quieren y pueden hacer; por ejemplo, el 4 de octubre del 2019 fueron capaces de emboscar a policías de Michoacán, en la localidad de Aguililla, para matar a 13 oficiales.
Ocho meses después, ahora en el estado de Guerrero, otro ataque contra elementos policiacos dejó seis agentes muertos y cinco heridos en un tramo de la carretera Texco-Amacuzac, cerca de la comunidad de El Gavilán del Municipio de Taxco de Alarcón.
Aparte, los ciudadanos quedamos en medio de los enfrentamientos entre los integrantes de diferentes bandas criminales, tal como ocurrió el 22 de junio pasado en Caborca, Sonora, donde 12 personas murieron por heridas de bala, además de casas, automóviles y hasta una estación de servicio incendiados.
Por eso, las personas que permanecen firmes en sus buenas intenciones son precisamente quienes nos sostienen en estos momentos de gran tribulación, incluso algunas dentro de las esferas de gobierno, porque no podemos pensar que todos quienes trabajan como funcionarios buscan sólo su beneficio personal y no el de la comunidad en la que viven.
La violencia, en ninguna circunstancia, debe tornarse normal. Por eso es importante reconocer a los ciudadanos que, a pesar de las adversidades diarias que padecen, mantienen un sentido de justicia y de moral que apuntala con precariedad a nuestra sociedad en medio del caos que provoca la criminalidad.
Son desafíos extremos los que enfrentamos cada día y existen quienes, desde la esfera ciudadana o desde la burocracia, enfrentan los embates de la corrupción o de la amenaza para mantenerse en la línea moral, a la que se aferran y sirven de guía para que quienes nos sentimos perdidos, recordemos que existe un camino, aunque resulte sinuoso, que nos lleva hasta la justicia.
Como ciudadanos, debemos enfrentar con valentía a la corrupción oficial y a la criminalidad por difícil que sea; claro, dentro de lo posible, con las armas morales que tenemos, junto a las instancias oficiales que prueben su deseo de combatir lo podrido que hay en el sistema. Tal vez, si nos apoyamos los unos a los otros, logremos avanzar en lugar de retroceder, como parece que ocurre ahora mismo.
Esos valores, esa valentía y las guías para un camino hacia una sociedad justa donde se aplique la ley y prevalezca la seguridad, deben ser ejemplo para nuestros contemporáneos, pero también para las nuevas generaciones, en las que radica el peso de la esperanza para lograr mejores condiciones para todos en nuestro país. Se antoja difícil, pero no imposible.
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Martín Orquiz. Periodista en Ciudad Juárez, desde donde ha publicado para el periódico El Fronterizo, El Diario de Juárez, la revista Newsweek y La Verdad. Se ha desempeñado como reportero, coordinador de información y editor. Es comunicólogo por la Universidad Autónoma de Chihuahua y tiene una maestría en periodismo por la Universidad de Texas en El Paso. Recibió el Premio María Moors Cabot 2011 –en equipo con la redacción de El Diario de Juárez–, también es coautor del libro colectivo ‘Tu y yo coincidimos en la noche terrible’.