Diana Manzo, Jennifer González y América Armenta *
Las medidas sanitarias para prevenir el COVID-19 han trastocado uno de los rituales más arraigados en la cultura mexicana: el de la muerte. Privados de contacto físico desde que un familiar es ingresado al hospital por coronavirus, los mexicanos dentro y fuera del país viven el duelo a través de pantallas e internet. Tanto en las comunidades migrantes ubicadas en Estados Unidos como en Sinaloa y el Istmo de Tehuantepec, las familias, las iglesias y las funerarias han adaptado los rituales mortuorios. Sin embargo, la conectividad ha tenido en el duelo el mismo efecto que la nueva realidad digital en el trabajo: la prolongación del sufrimiento.
I
Oaxaca: Un virus amenaza las tradiciones del Istmo
Simbólicamente, se está impidiendo que los mexicanos acompañen a sus muertos en el tránsito del Mictlán, el último de los nueve niveles del inframundo en la cosmogonía del México prehispánico, al Omeyocan, el más alto de los tres cielos. En la concepción dual que los mexicas tenían del universo, este viaje implicaba regresar a la vida, a la dimensión donde residía la deidad creadora del universo, Ometéotl.
“En México la muerte nos da identidad”, dice Erika Álvarez Juárez, antropóloga e historiadora de la FES Acatlán de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). “La vida humana, según el mito mexica, se genera porque Quetzalcóatl roba unos huesos sin vida que tenía Mictlantecuhtli (deidad masculina del Mictlán, donde vivía con la deidad femenina Mictlancíhuatl). Quetzalcóatl sangra su pene, da vida a estos huesos y de ahí nacemos los seres humanos. Mictlantecuhtli nos manda una maldición y por eso morimos; por eso estamos en deuda con Mictlantecuhtli y de ahí se tienen que hacer estas ofrendas para que podamos acceder al Omeyocan”.
Los dolientes ayunan durante una noche a manera de velación y ofrendan a Mictlantecuhtli frijol, maíz y tortilla. La ofrenda incluía también fuego, para alumbrar el camino de los muertos por el Mictlán; el copal, humo sagrado que conduce las oraciones y limpia el camino; y la flor de cempasúchil, para embellecerlo.
Álvarez Juárez explica que, aún tras la conquista, el uso de veladoras, incienso y flores en los funerales tiene una connotación prehispánica que implica acompañar a los ancestros a la trascendencia después de la muerte.
El 14 de abril de este año se registró el primer muerto por COVID-19 en Juchitán, considerada la capital del istmo por su importancia cultural y económica, además es la localidad más grande de la región con 90 mil habitantes. Cuauhtémoc de Gyves de la Cruz, un trabajador del Hospital civil, fue sepultado sin rituales y en un féretro envuelto de hule. Cinco meses después, la gente de esta región evita hospitalizar a los enfermos de coronavirus, incluso graves, para cumplir con sus ritos sin restricciones. Hasta ahora no hay regulación que lo impida, solo recomendaciones y exhortos de la autoridad municipal.
Entre el 26 de junio y el 27 de agosto, según la Regiduría de Parques y Panteones del ayuntamiento, se registraron 202 decesos en esa famosa ciudad oaxaqueña. De ellos, 87 son casos confirmados de COVID-19, 70 sospechosos porque presentaron cuadros de neumonía, paro respiratorio y cardíaco, y el resto, que son 45 relacionadas a muertes por padecimientos como cáncer, insuficiencia renal y vejez.
Esa cifra es cinco veces superior a la que reporta el gobierno: solo 24 defunciones por COVID-19 en esos días según el reporte diario de los Servicios de Salud del gobierno de Oaxaca. Las autoridades reconocen que hay un subregistro y lo atribuyen a que, por sus creencias, la población prefiere tratarse y morir en casa.
Jorge Valdivieso Luis, regidor de Parques y Panteones de Juchitán, señala que el aumento de decesos en la ciudad podría deberse a que la tradición del ritual de la muerte pesa más que el temor a la pandemia.
“Al principio, a pesar de las recomendaciones, mucha gente veló a sus muertos en sus casas”, señala Valdivieso Luis, “eso hizo que se diera un contagio masivo”. El regidor agrega: “ Sabemos y tenemos registro de que en la misma casa el contagio se extendió, tenemos datos de casos de dos o tres muertes por familia”.
Mientras la gente de Juchitán intenta preservar sus ritos, la familia de Estela Cruz Martínez trata de adaptarse a las nuevas formas en Tehuantepec. Durante los nueve días posteriores a su muerte, a las siete de la noche, sus deudos realizaron rosarios a distancia. Los sobrinos de Estela instalaron aplicaciones en celulares y computadoras para que sus padres, tíos y familiares rezaran juntos.
Según Ariana Cruz, sobrina de Estela, el rezo colectivo, aún a distancia, reconfortó sus almas.
En los pueblos zapotecas del oaxaqueño istmo de Tehuantepec cuando una niña cumple un año de edad estrena su primer traje regional: una enagua y un fino huipil elaborado por las manos de mujeres artesanas a partir de hilos de seda, metros de tela y encajes, y distintas técnicas de tejido: cadenilla, aguja de gancho y bordado.
El traje regional es un elemento de orgullo para las mujeres de esta tierra de Oaxaca. La tradición es que también lo porten al cumplir 15 años, acompañado con cadenas y aretes de oro, y en su funeral, porque significa que han cumplido con un ciclo: nacer, crecer y morir.
Cuando una persona muere la tradición dicta que se vela el cuerpo en el hogar durante 24 horas frente a su mesa de santos o altar —donde se ubica una fotografía en la que se le vea vestida con el traje regional—, se rezan rosarios durante nueve días, se colocan flores y velas. La despedida es un gran convite con horas de música, una gran comitiva de familiares, amigos y vecinos acompaña a la persona difunta y se reparten tamales, pan y café.
Morirse en esta tierra es sagrado, se guarda luto riguroso: las mujeres se visten de negro de pies a cabeza durante un año y en el hogar se coloca un moño oscuro en señal de duelo. Los espejos de la casa se cubren con tela. Se respira una atmósfera de silencio y respeto. Los primeros 40 días, los familiares colocan flores y velas en la sepultura.
Así es como Estela Cruz Martínez había pensado que sería su muerte, concurrida y vistosa. Había pedido a sus familiares que, en su funeral, la vistieran con el huipil y la enagua, y entonaran la Sandunga, un son regional, himno de Tehuantepec. Pero falleció a los 69 años debido a complicaciones asociadas a la COVID-19. Así que su cuerpo fue cremado, no hubo funeral, y la misa se celebró de forma virtual, con sus familiares conectados a través de computadoras y celulares.
Los funerales virtuales no son nuevos. El mercado migrante los insertó en el catálogo de servicios de las funerarias que atienden a poblaciones migrantes desde hace al menos una década, pero las medidas sanitarias de esta pandemia los han popularizado.
“La diferencia es que ya no es para los que no están en nuestro país o no están cerca, sino que son también para los locales en estos momentos”, confirma el presidente de la Asociación Nacional de Directores de Funerarias (ANDF), Francisco Adrián Alvarado Madera.
En esta zona de Oaxaca, las funerarias no brindan ese servicio y son los familiares y amigos quienes se organizan para coordinar los rosarios y misas, pues la pandemia les impide que cumplan la tradición en vivo.
En México, tras enterrar a sus muertos o disponer de sus cenizas, los católicos —que según los datos más recientes son 82% de la población— acostumbran reunirse en la casa de alguno de los deudos durante nueve días para rezar un rosario por el eterno descanso del alma del difunto. Los anfitriones ofrecen a los asistentes atole y tamales o algún refrigerio. Este otro ritual social y religioso se ha interrumpido debido a la recomendación de evitar reuniones de más de 10 personas en lugares cerrados.
Ahora los sepelios ya no tienen hora, se hacen incluso en la madrugada y sin misa de cuerpo presente. Atrás quedaron los avisos por los altavoces comunitarios o carros altoparlantes, desde donde se extendía la invitación para acompañar a los familiares. Atrás ha quedado el llamado de la rezadora del pueblo, que se sumaba al trayecto rosario en mano.
Cuando una persona puede darle una despedida a un familiar difunto, según la tradición del istmo, “la carga es menos”, explica Zoila, hermana de la finada Estela Cruz Martínez, “pero nosotros lo único que tenemos de ella son sus cenizas, ya no pudimos despedirnos y eso duele”.
Desde que la pandemia golpeó a México, las medidas sanitarias y la guía de manejo de cadáveres por COVID-19 trastocaron también los rituales fúnebres seculares: se recomendó no besar ni tocar el cuerpo de su ser amado, preferir la cremación sobre el entierro, prescindir de velorios, procesiones y despedidas que violaran el distanciamiento social.
La familia celebró una misa virtual por sus 40 días. Los abrazos, las flores, las velas y el llanto colectivo siguen restringidos. Lo que sí estuvo presente fue la imagen de Estela, ataviada con su traje regional negro, de tela tipo tercipelo, y flores multicolor además de un flequillo color oro y su joyeria de filigrana que le da elegancia a su atuendo preferido, sin olvidar el tocado de listones y flores en su cabeza, como a ella le hubiera gustado ser recordada.
II
Aguascalientes: COVID-19 y la muerte migrante
Desde que se mudó al condado de Ligonier, en Indiana, Estados Unidos, hace más de 30 años, María Lidia Contreras se preparaba para dos acontecimientos cada año. Uno era visitar a su familia en Aguascalientes; el otro, su cuadro habitual de neumonía.
Afectada de los pulmones desde hacía tiempo, los cambios drásticos de clima le provocaban neumonías moderadas, aunque procuraba cuidarse para poder viajar y ver a sus hermanos, sobrinos y sobrinos nietos. Días antes de la cena de Navidad, tres generaciones se reunían a comer chaskas —una versión hidrocálida de los esquites— y ponerse al corriente.
El resto del año, la familia se comunicaba a través de un grupo de WhatsApp, en el que María Lidia era la tía de los piolines: de las primeras en dar los buenos días con imágenes y frases de amor, bendiciones y optimismo. Pero el 18 de abril de 2020 no envió ni respondió mensajes.
A partir de ese día, una sobrina radicada en Ligonier contestó por ella. Informó a la familia de Aguascalientes que había ingresado al hospital por problemas respiratorios. Que tenía COVID-19. Que la intubaron dos días después. Que la trasladaron a un hospital de Indianápolis. Que sus pulmones trabajaban al 30%. Que trabajaban al 10%. Que ya no funcionaban.
“De haber muerto de algún otro tipo de cosa, por un accidente, quizá, hubiera sido lo mismo para nosotros, que estamos acá en Aguascalientes”, dice Lupita Contreras, la mayor de las sobrinas de María Lidia,
La sobrina mayor explica que si su tía hubiera muerto por otra razón, la situación hubiera sido otra: “Le hubiera permitido estar al menos con su esposo o con su hermano o con mis primos de allá”. Pero el saber que murió sola supuso un estrés mayor. “Sentía mucha desolación por esa razón”, dice.
También le pesaba que, al estar suspendidas las actividades en los consulados y embajadas, hubiera siquiera la opción de tramitar una visa humanitaria y despedirla personalmente.
Los médicos desconectaron a María Lidia el 11 de junio. Su sobrina de Ligonier volvió a fungir de vocera vía WhatsApp para los de Aguascalientes. Que ella y el tío Valente iban camino al hospital. Que Valente estaba triste, pero tranquilo. Que ya estaban junto a la cama de su tía. Que ya estaba hecho.
Lupita y sus hermanas recibieron cada mensaje en sus celulares, juntas, en casa de sus papás. No querían que su padre estuviera solo. El día de la muerte de Maria Lidia rompieron la sana distancia por primera vez desde marzo y se abrazaron para llorar.
A María Lidia la velaron tres días después de su muerte, ya de regreso en Ligonier. La familia de Indiana transmitió a la de Aguascalientes la explicación de los médicos: no había riesgo de contagio porque el cuerpo ya no tenía el virus. Habían pasado dos meses desde que enfermó.
Los primos de Indiana mandaron al grupo de WhatsApp un link a la página de la funeraria. Quien diera clic podía ver el obituario a María Lidia junto a un video hecho con fotografías enviadas por toda la familia. Otro clic y en pantalla aparecía una toma fija: un costado del féretro y personas que entraban y salían de cuadro ocasionalmente.
El padre, algunos hermanos y sobrinos de María Lidia en Aguascalientes querían ver su rostro por última vez. Acordaron hacer videollamadas con uno de los primos allá para que se las mostrara.
El velorio comenzó a la 1 de la tarde y terminó a las 8 de la noche. Lupita pasó ese día llorando, mirando el video del obituario y resistiendo la insistencia de su primo en que viera el cuerpo. Poco antes de las 8, llamó a su papá para saber cómo estaba.
“Me dice: me estoy tomando unas cervezas porque sí vi a tu tía”, relata que sintió que el llanto de su papá era más sosegado. “Dice: sí, mija, sí la vi. Me quedé más tranquilo, me dio mucha tristeza ver la caja y verla a ella en la caja, pero sí la vi. Está acostada, como dormida, y se ve así porque no tiene vidrio. No se ve hinchada ni nada. Yo la vi; yo no sé si a ti te sirva para que te quedes más tranquila”, le dijo su padre.
Según sus familiares, María Lidia fue una mujer terca, que siempre logró lo que se propuso, y era también una mujer vanidosa. Después de ver a su familia, lo segundo que hacía al llegar a Aguascalientes era hacerse manicure y pedicure. Lupita no la vio con canas ni en el ataúd.
“No me gustó cómo la maquillaron. No le dejaron las cejas como a ella le gustaba”, cuenta. Pero lo que menos le gustó fue la expresión de su rigor mortis, que le pareció distinta a la que vio en las caras de sus abuelos y su tío cuando fallecieron. “Su cara era de resignada, no de descanso”, dice. “Ella no quería irse. Ella tenía muchos planes y estaba bien miedosa de enfermarse”. Dice que, a pesar de eso, verla le sirvió.
A Lupita —historiadora e investigadora en Ciencias Sociales— le ha impresionado más la importancia que han adquirido las redes sociales como espacio virtual para practicar la fe.
“En Facebook (mi tío) ponía imágenes de San Judas, de la Virgen de Guadalupe”, relata: “Los rezos, las oraciones, los links para rezar un rosario donde yo veía el nombre de mi tía etiquetado… Saber que no era yo la única que estaba pidiendo un milagro”, reflexiona un mes después de la muerte de su tía.
Pero ante la diferencia de horarios entre Ligonier y Aguascalientes, familiares y amigos de María Lidia se unieron en oración al rezar el novenario cada uno desde su casa, los nueve días a la misma hora. Valente, su viudo, también publicó oraciones en su perfil de Facebook a las que sus amigos de la red social se unieron escribiendo Amén. Otras personas que conocieron y quisieron a María Lidia le escribieron mensajes de despedida en su perfil de esa red social.
Las cenizas de María Lidia volvieron a Aguascalientes el 24 de junio. Ese día hubo reunión, pero no chaskas.
III
Sinaloa: Un médico de almas
Culiacán, Sinaloa, fue la segunda ciudad del país en la que se confirmó un caso de COVID-19, el 28 de febrero del 2020.
Es en esta ciudad en donde el Padre Jaime Quintero Corrales, conocido como Padre Jimmy, acompaña a las familias que se han acercado a él en busca de una oportunidad, aunque sea virtual, para que sus seres queridos tengan misas.
Ante la prohibición de celebrar ceremonias religiosas para evitar aglomeraciones, el sacerdote ahora oficia misas virtuales, vespertinas dos veces entre semana y matutinas los domingos. Hizo la transición con naturalidad y las familias comenzaron a encargarle misas —esas transmisiones en vivo— para sus enfermos de COVID-19.
“Dejen sus intenciones”, dicen los estados de Facebook con los que el Padre Jimmy invita a los feligreses a poner los nombres y mensajes de la gente por la que quieren hacer alguna oración especial. Los feligreses responden pidiendo por un familiar recién diagnosticado o por alguien que espera los resultados de su prueba y le encargan misas de difunto a causa del COVID-19.
“Hice una celebración virtual para una familia que perdió tres miembros. Se murió primero la mamá, luego la hija y fue tan fuerte el impacto emocional que el papá murió a los tres días de un ataque al corazón”, lamenta.
En la emergencia sanitaria Quintero Corrales ha tenido que luchar contra quienes consideran que las misas virtuales no son útiles, incluso entre sus colegas de mayor edad: “Un padre, ya mayor, se opone a las misas virtuales: que no tiene sentido la misa sin pueblo, que la misa es comulgar y la gente no va a comulgar. Pero está la comunidad espiritual y la comunidad de la palabra”, dice.
También visita pacientes infectados con el virus, ataviado con cubrebocas “del bueno”, guantes, googles y careta, con su sotana blanca. “Me han dicho: Padre es COVID-19, y ya voy protegido”. Así ha sido testigo de la dificultad de las familias para lidiar con la muerte y respetar a la vez el distanciamiento social, que impide que se despidan en persona. “Desde que entro, la misma familia tiene todo, tiene sanitizantes, tiene su tapetito, incluso tiene un cuarto de la persona enferma aislado”, detalla.
En uno de los casos, comenta el padre, una paciente no tuvo más contacto directo, más intermediarios con la muerte que él y una enfermera “Me dio mucho sentimiento, porque la familia está fuera, no puede entrar aunque sea su propia casa. Le pusieron un cristal y desde el cristal miraban a su abuelita o a su mamá”, relata. La mujer, dice Quintero Corrales, falleció una hora más tarde”.
El padre Quintero Corrales dice que la suya es una misión muy importante: “Uno como sacerdote tiene una misión muy importante: “Dar la paz espiritual, encomendar el alma al Señor y estar en las buenas y en las malas con las personas”, explica. “Si los doctores no han parado desde que inició la pandemia, uno como sacerdote también es médico de almas”.
Este reportaje forma parte de la serie COVID-19 en México, producida por Quinto Elemento Lab.