Al menos 28 indígenas migrantes fallecieron por COVID en Estados Unidos, se trata de nahuas, otomíes, zapotecas, mixtecas, mazahuas, huicholas, tepehuanas, tarahumaras, purépechas y triquis; aunque la mayoría fueron repatriadas, no aparecen en los datos de los consulados
Por Patricia Monreal, Mariana Morales, Alma Ríos, Teresa Montaño
PARTE 1 de 3
Era la primera semana de julio del 2020, cuando un vehículo se detuvo de golpe en una parada de los Altos de Chiapas. Su objetivo era entregar las cenizas de una mujer tsotsil que un mes antes había fallecido por COVID-19 en tierra ajena.
Micaela -de quien se reserva el nombre- regresaba en polvo, tras un recorrido de más de tres mil kilómetros desde Alabama, Estados Unidos, donde perdió la vida víctima del nuevo virus que azota el mundo.
El automóvil ingresaría a Puschen, barrio en que sus habitantes se reconocen como originarios de San Juan Chamula. Ellos se han acostumbrado a recibir a sus difuntos tras fallecer en Estados Unidos, o camino hacía esa nación.
Son tantos los paisanos que mueren allá y la urgencia de traerlos para sepultarlos bajo sus usos y costumbres, que estas familias hablantes de tsotsil y sin internet, se angustian al no saber qué hacer. Por eso, empezaron a recurrir a Víctor Gómez, un exmigrante indígena que también domina el español e inglés, y quien empezó a explicarles qué hacer para repatriar los cuerpos.
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Esa información está disponible en la página web de la Secretaría de Relaciones Exteriores del Gobierno Mexicano, pero no en lenguas originarias, tal y como ocurre en su oficina de Tuxtla Gutiérrez y en las del resto del país, en donde ni traductores hay.
El cuerpo adulto, bajito, frondoso y moreno de Micaela, sucumbió el 7 de junio del 2020, tras siete días de dolores de cabeza, vómito, cansancio, de no probar alimentos, ni consultar a un médico por temor a que la deportaran.
Ella sabía que la crisis sanitaria no detendría su persecución. La estadística de Relaciones Exteriores confirma sus temores: durante ese año, fueron deportadas mil 277 mujeres indígenas, principalmente de Guerrero, Oaxaca, Chiapas y Veracruz.
A partir del cruce de información realizado en esta investigación se identificó a 28 indígenas migrantes fallecidas por la enfermedad: se trata de nahuas, otomíes, zapotecas, mixtecas, mazahuas, huicholas, tepehuanas, tarahumaras, purépechas y triquis.
El deceso de Micaela -como el de muchas otras- no existe en los registros del Gobierno Mexicano.
La base de datos construida en esta investigación a partir de 1,007 solicitudes de información turnadas a autoridades federales, estatales y municipales, arroja un aproximado de las indígenas que fallecieron por el virus en aquél país durante el 2020, cómo enfrentaron la enfermedad, y la inacción del Estado Mexicano para su atención y repatriación de restos.
Los registros de Relaciones Exteriores son insuficientes. La opacidad también priva en 27 estados, incluso aquellos con mayor presencia indígena como Oaxaca, Chiapas y Yucatán.
Los institutos de Migración, Nacional de Pueblos Indígenas, y la Secretaría de Salud federal, carecen de información o se declararon incompetentes.
Esta investigación encontró que Guerrero, es el único estado que sabe qué pasó con las migrantes que regresaron muertas, pero ese registro no coincide con las cifras de los 51 consulados mexicanos en Estados Unidos.
Las 21 indígenas repatriadas a Olinalá, Alcozauca, Alpoyeca, Atlamajalcingo del Monte, Coapantoyac, Malinaltepec, Tlapa de Comonfort y Xalpatlahuac, de Guerrero, no aparecen en los datos de los consulados.
Lo que es peor, casos como el de Micaela se replican en lugares como Los Nogales, comunidad de Michoacán, donde hay cuatro personas repatriadas que son invisibles para los registros federales.
“Aquí está el caso de la señora Ofelia, también el de Doña Soledad y Doña Chole, Doña Raquel y el señor José Luis, todos ellos se murieron el año pasado en Estados Unidos por el COVID y se los trajeron para sepultarlos aquí”, enlista Rogelio Cerna Ortega, autoridad comunal de ese lugar.
La ruta para conocer el destino en México de estas mujeres, es un camino cerrado. Relaciones Exteriores catalogó como confidenciales las versiones públicas de las actas de nacimiento, defunción, visado de certificado de embalsamamiento y permiso de tránsito que mostraría a dónde llegaron los ataúdes y urnas con los restos.
MORIR EN TSOTSIL
Cuando en el mundo se imponían nuevas reglas sanitarias y de autoprotección para evitar el contagio, Micaela iba a trabajar a una empresa de comida congelada en Alabama, lo hacía por su esposo y sus tres menores hijos hasta que falleció. Por teléfono, el viudo comunicó en tsotsil la mala noticia a su suegra.
Además de Micaela que falleció en casa, hay otra indígena que a sus 55 años el virus la atacó en su vivienda de San José California, era originaria de Jaltocan, Hidalgo. Otras once murieron en el hospital, y de 16 de ellas, no se sabe.
Las muertes ocurrieron en California, Illinois, Washington, Carolina del Norte, Colorado, Wisconsin, Minnesota, Nevada, Georgia, y Arizona.
Micaela falleció en el estado de Alabama, según cuentan sus familiares.
A su hermano -único hablante de castellano en la familia-, el consulado le dijo por teléfono, que había que esperar el regreso porque las morgues estaban cargadas de migrantes muertos, pero en México, el presidente Andrés Manuel López Obrador, presumía que Relaciones Exteriores, hacía un trabajo efectivo para repatriar los cuerpos.
PEREGRINAR EN LA MUERTE
Habían pasado cinco meses de la pandemia en Estados Unidos y las morgues y funerarias de New York estaban rebasadas, 709 familias mexicanas buscaban apoyo consular en todo el país para repatriar a sus difuntos porque temían que fueran enterrados en una fosa común.
En ese primer año, cada tercer día, prácticamente falleció un indígena mexicano por el virus. Esta investigación detectó 114 defunciones en los registros federales.
-¿Con esta situación, hasta cuándo íbamos a poder repatriarla?- recuerda el hermano de Micaela.
Oficialmente para traer a la tsotsil, su familia en Estados Unidos debió buscar a la autoridad local para obtener el acta de defunción, la apostilla, el certificado de embalsamamiento y el permiso de tránsito. El peregrinar no acababa ahí, estos documentos los debió presentar al consulado, que a su vez, tenía que regresarlos certificados.
Para contar con apoyo económico los trámites aumentan, pues hay que presentar una solicitud al consulado, el que -en caso de autorizar- entrega el recurso a las funerarias, no a las familias.
El esposo de Micaela se quedó paralizado por temor a que lo deportaran, además temía que no le entendieran su lengua tsotsil, así que fue su cuñado quien se encargó de decirle lo que debía hacer.
“Morirse en Estados Unidos sale caro”, asegura María Fernanda Zavala -hasta septiembre pasado- jefa del Departamento de Derechos Humanos y Repatriación de la Secretaría del Migrante en Michoacán.
Ella refiere que las personas llegan a gastar en promedio 125 mil pesos por repatriar un cuerpo entero, o bien, entre 30 y 40 mil pesos cuando se trata de cenizas, por eso, hay quienes venden sus propiedades o hacen colectas.
“De ninguna manera los pueblos originarios permiten que sus parientes sean enterrados en otro lugar que no sea su pueblo”, indica Juan Lorenzo, un mixe oaxaqueño que vive en Pennsylvania.
La familia de Micaela no fue beneficiaria del dinero que entrega el consulado a las funerarias, ni siquiera supieron de éste porque nadie se los dijo ni en español ni mucho menos en su idioma.
Los restos llegaron en automóvil, dos amigos comerciantes de la familia acostumbrados a ir y venir, los apoyaron con el traslado. En el pueblo la gente quedó pasmada porque está acostumbrada a despedir a sus muertos de cuerpo entero y no en polvo.
Del total de las mujeres indígenas repatriadas a México , 13 llegaron en ataúd y nueve cremadas: tres eran nahuas, dos zapotecas, dos otomíes, una mazahua y otra tepehuana. Hay seis mujeres de quienes se desconoce las condiciones en que quedaron sus restos.
El mayor número de decesos fue en mujeres mayores de 65 años, 13 en total; hay un grupo de nueve indígenas adultas de 42 a 59 años; las jóvenes de 23 a 36 años -como Micaela- suman cinco; y de una más, no se conoce su edad.
Las cenizas en un ataúd
Micaela, era la más platicadora de cinco hermanos, creció a pocos kilómetros del mítico y colorido panteón de su comunidad, El Romerillo.
Su padre -un humilde carpintero- junto a su madre María -una modesta ama de casa- vieron con tristeza como a los 14 años emigró a Estados Unidos para que su casa de madera pasara a ser de cemento. La misma vivienda a la que años después, llegó Micaela en cenizas. Ella sí pudo retornar, pero los cuerpos de dos indígenas, una triqui y una mixteca de Oaxaca, no; el resto -26 de ellas- tuvieron como destino final pueblos de Guerrero, Oaxaca, Puebla, Hidalgo, Chihuahua y Michoacán.
El viacrucis se agrava con el tiempo de traslado: desde que son entregados por la morgue a la funeraria, y luego a territorio mexicano, pasan de cuatro a seis semanas, “es demasiada la tramitología”, explica Fernanda Zavala.
Aunque a veces lleva más tiempo. Gabriel Laguna ya no pudo ser velado en su casa de Tonatico, Estado de México, porque después de un mes y una semana de morir atropellado en California, sus restos llegaron “en un avanzado estado de descomposición”.
Los deudos culpan a la funeraria y a la aerolínea por no dar un manejo adecuado al cuerpo, lo que les impidió ver a Gabriel para despedirse antes de sepultarlo.
En general, cuando los cuerpos de los migrantes arriban a México, los servicios son asumidos por funerarias locales contratadas por las familias; éstas recogen los restos en los aeropuertos y los trasladan a donde se les indique.
En el caso de las cenizas, pueden ser enviadas en valija diplomática a las delegaciones estatales de Relaciones Exteriores, y ahí ser recogidas por los deudos; o bien, ser entregados a éstos en territorio estadounidense, y ellos determinar su destino, como sucedió con Micaela.
Las familias mexicanas hicieron hasta lo imposible para regresar a sus parientes fallecidos por el nuevo virus en 2020, de 114 indígenas sólo nueve no volvieron a su tierra.
-¿Qué le vamos a hacer? siempre ha sido así-, lamenta el hermano de Micalea desde la vivienda familiar, que ya es de cemento gracias al esfuerzo y trabajo de la tsotsil.
A falta del cuerpo, en el ataúd de madera la familia colocó sus cenizas y ropa tradicional, para respetar los usos y costumbres de la comunidad tsotsil en los entierros.
En el panteón de El Romerillo, donde décadas atrás solía correr junto a su hermana menor, viendo el cielo y respirando el olor húmedo de la tierra, hoy descansa Micaela; ahí, donde la gente se acostumbró a resolver las repatriaciones de sus migrantes muertas.
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Esta investigación periodística fue apoyada por Adelante Reporting Initiative de la International Women’s Media Foundation’s
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HISTORIAS
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