Opinión

Ellas hablan



viernes, julio 22, 2022

Antes era la plaza pública, la quema de brujas, ahora es el ejército de trolls. Antes fueron los aparatos de tortura de la inquisición, hoy la pedagogía del silencio. Nos han entrenado en el doloroso arte de callar, lo hemos sostenido a fuerza de hacernos daño a nosotras mismas. ¿Por qué debemos pagar con nuestro silencio el derecho a existir? 

Por María Teresa Juárez
Twitter: @tuyteresa

Durante siglos, las mujeres hemos guardado silencios sepulcrales, silencios sostenidos, silencios agotadores y dolorosos, silencios que nos han carcomido las entrañas, la psique, el alma. 

También hemos acompañado el silencio de otras, muchas veces para preservar su vida o la de nuestra madre, amiga o vecina, nuestra propia integridad. Hemos aguardado pacientemente, esperando el momento de acompañar su decir ante un mundo que seguramente invalidará su palabra. En otros momentos el silencio ha sido tan doloroso e insostenible que la única manera de salir ha sido mediante el grito, el aullido y el llanto. 

Tania Tagle asegura que: “No existe en la historia de la humanidad un sometimiento -político e incluso religioso o espiritual- que no inicie con un silenciamiento. El derecho a la vida y a la dignidad siempre ha estado determinado por el derecho a la palabra. A la palabra pública”.

Y este derecho a la palabra incluye ámbitos como el periodismo, el arte, la plaza pública y también, las cenas familiares: lugar por excelencia de los pactos de silencio más poderosos y fundacionales de los que se ha tenido memoria.

Podríamos hacer una enciclopedia de los silencios de las mujeres en el mundo de la política, el arte, el periodismo, la literatura. Y qué decir de los silencios en las genealogías familiares. Reserva, sigilo, mutismo, pausa. Hoja en blanco, autocensura, implosión. 

¡Cómo escandaliza una mujer cuando habla fuera de los pactos! Remueve los silencios enquistados, produce furia, desconcierto. Desafía los acuerdos implícitos que han sostenido el sistema durante siglos. 

Calladita te ves más bonita, no hagas olas, las mujeres enojadas se ven feas, cuasimodas, ogras, malas, perversas, enfermas, histéricas, equívocas. Nadie nos querrá después de hablar, eso nos dicen. 

Aunque de manera insuficiente aún, la historia también ha documentado momentos clave donde la voz de las mujeres ha brillado: sufragistas, revolucionarias, mujeres en los movimientos populares, poetas, intérpretes, dramaturgas, grafiteras en acción directa dejando registro de la palabra y la voz narrativa de la dignidad. 

No solo mediante el micrófono, el altavoz y la tinta. Las paredes también han dejado registro histórico: el de las voces en confinamiento. Las paredes de la cárcel y del psiquiátrico, las paredes del espacio público: glitter, labial, sangre, tinta. Callar y escuchar, nos habla la voz de la “cordura” patriarcal.

Podemos ser musas, pero no creadoras. Podemos sonreír y dejar pasar, pero no gritar y disentir. Podemos ser lindas y seductoras, hacer creer que “el otro tiene la razón”. 

Recordemos a la Sirenita de Hans Christian Andersen renunciando a su voz para seguir a su amado. Al final se quedó muda para siempre y se convirtió en espuma de mar, es decir, se diluyó, desapareció. 

Justo esta semana he leído con enorme placer la palabra de Cristina Rivera Garza, Alma Delia Murillo y Rebeca Solnit. Desde diversas miradas, espacios y saberes revelan la relevancia histórica de la voz de las mujeres, y con ello no solo aludo a la voz literaria. También me refiero a la voz filosófica, la voz política, la voz científica, a la voz en primera persona: subjetiva, poética y cotidiana. 

Cuántas veces hemos dudado de nuestra palabra, cuántas veces hemos preferido callar para no perder lo poco que hemos ganado, para no afectar a otros, para no provocar cataclismos familiares, para que no piensen que somos rijosas o peor aún: malagradecidas. 

Antes era la plaza pública, la quema de brujas, ahora es el ejército de trolls. Antes fueron los aparatos de tortura de la inquisición, hoy la pedagogía del silencio. Nos han entrenado en el doloroso arte de callar, lo hemos sostenido a fuerza de hacernos daño a nosotras mismas. 

Descubrir nuestra propia voz ha sido un ejercicio de constante diálogo interno, de reflexión, de ensayo y error. También ha sido gracias a la escucha y al encuentro con otras y otros que han estado en la disposición de construir diálogo distinto. De aquellas que pueden disentir pero afirman nuestra voz con su aliento. 

¿Por qué se nos exige no equivocarnos, decir siempre lo correcto, no gritar, no salirnos de nuestras casillas? Impolutas, nítidas, mesuradas, inequívocas, correctas. ¿Por qué debemos pagar con nuestro silencio el derecho a existir? 

Ellas hablan, están hablando, desde geografías y realidades distintas. Ellas hablan y hoy digo, hermanas, amigas, colegas, estoy aquí para escucharlas y validar su palabra, su voz, su estar en el mundo.

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