En México, la detención de infancia y adolescencia migrante está prohibida por ley desde el año 2020. Sin embargo, ésta sigue sucediendo por incapacidad del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de las Familias (DIF) para ubicarles en albergues dignos y con personal capacitado. Como alternativa, algunas familias abren las puertas de su casa para acogerles durante su tránsito.
Entrevistas: Daniela Rea / Pie de Página
Estefany + Mónica
Mónica Yerenas es parte de una ONG de infancias. Conoció el proyecto de familias de acogida a través de su trabajo y decidió formar parte de él. A mediados de este año recibió en su casa a Estefany, una adolescente de 17 años que salió de su casa en Centroamérica hace 3 años para dejar atrás la pobreza y la violencia. Hoy, Mónica y Estefany aprenden juntas a ser familia y lo cuentan a dos voces.
Soy Estefany, y yo no sabía que podía tener una familia. Yo deseaba estar con una familia, pero creía que no podía ser, porque ya estoy grande.
La noche antes de venir aquí con Mónica, esa noche casi no dormí de nervios. Tenía mucho tiempo de estar esperando esto y me puse con alegría y emoción y nervios de “¡No lo puedo creer, ya se llegó el día!”. Llevaba 10 meses en el albergue de Tlaxcala, desesperada, es bien horrible la situación, la comida, el trato, el encierro. En el albergue de Tlaxcala el licenciado me dijo que me podían dar de acogida, que si estaba de acuerdo me podía ir con una familia para que se cumplieran todos mis derechos porque en el albergue no se cumplen todos tus derechos y yo dije que sí. Irme a Estados Unidos no ha sido mi intención porque no tengo apoyo de alguien y si me voy, voy a arriesgar mi vida, y yo quiero estudiar derecho y ser alguien.
Soy Mónica, tengo 37 años y vivo sola. Antes de la acogida tuve muchos cuestionamientos. Yo decía, pues yo soy una persona sola, ¿a poco eso es una familia? ¿Seré capaz de hacerme cargo de alguien más? En mi familia viví experiencias parecidas a la acogida, mi abuela tenía una casa grande y de puertas abiertas, todos llegaban ahí. Un día llegó un amigo a quien corrieron de su casa y se quedó a vivir con nosotros, se convirtió en nuestro primo.
Salí de mi casa en Honduras porque no me sentía segura. Yo desde pequeña quiero estudiar, quiero ser alguien en la vida. Si estoy aquí viva, quiero ser algo, quiero estudiar para ser alguien. Mi mamá a los 10 años me sacó de la escuela porque era muy peligroso. En mi casa no había recursos y me trataban mal mis hermanos. Yo tenía 14 años cuando me salí de mi casa para trabajar y estudiar, estuve trabajando un año limpiando casas y me vine a México.
Yo había llegado a México (en enero de 2021) cuando tenía 15 años, e inicié mi solicitud de residencia, me la dieron el 26 de abril. Trabajaba yo en Tenosique con una señora y los abogados del DIF y de ACNUR – Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados– me decían que me fuera a un albergue porque me estaban explotando y estaba sola y me podía pasar algo. Al final me decidí irme al albergue de Villahermosa, estuve 12 días y me inscribieron para estudiar, pero yo estaba preocupada porque con mi trabajo yo le mandaba dinero a mi mamá y le llamé a la señora con la que estaba trabajando para que me contratara de nuevo. Conseguí un departamento para vivir yo sola porque ella no tenía un lugar para mí, tenía su pareja y me daba miedo porque era muy violento, me trataba mal. Ella me pagaba menos y me dejaban más horas en el trabajo, me despertaba a las 4:30 y salía a las 6 de la tarde. Yo pagaba mi renta, mi luz, por eso trabajaba. Me sentía sola, angustiada, siempre con miedo a que me pasara algo, no me sentía bien, cómoda. No tenía con quien platicar, con quien desahogarme. Y no quería estar ahí y pensé en mi prima que está en Sonora y le llamé y me dijo que fuera con ella y yo tenía ahorrado y compré el pasaje.
Yo salí de Tenosique el 20 de septiembre del año pasado, tomé una combi a Villahermosa y ahí busqué una oficina de transporte para México o Monterrey. Viajé toda la noche, llegué a las 4:30 de la mañana a Puebla y ahí me agarró Migración y les enseñé todos mis documentos y no me creían que tenía mi residencia, me preguntaban a quien le pagué, si tuve abogado. Y yo decía “¿Ahora qué va a pasar conmigo?” No me dejaron viajar sola porque era menor de edad.
Comencé el proceso de acogida en abril de 2021 y duró 3 meses. Me hicieron preguntas de todo, económicas, personales, para la compatibilidad: ¿Por qué quiero acoger a alguien en casa? ¿Qué nos imaginamos hacer juntas?, ¿Qué sería padre que pasara? ¿Qué no sería padre que pasara? ¿Qué les gusta? ¿Qué cosas tendrían que pasar para llevarnos bien?
Yo pensaba “¿Cómo puede ser que yo voy a tener una familia, otra mamá?”, y me decían “No será tu mamá, es una persona que te va a cuidar”, y me acordaba cuando me fui de mi casa y trabajé en mi país, en tres casas, ahí dormía, ahí vivía, me imaginaba eso, llegar a una casa a trabajar para tener derecho a vivir.
Yo pensaba en que fuera alguien que no dependiera tanto de mí, a partir de los 8 o 10 años. En el proceso me dijeron que los adolescentes se quedan mucho sin acogida. Y yo pensé que una adolescente podría estar bien. Nos vimos por Zoom dos veces y Estefany dijo que nos viéramos en persona antes de ella decidir.
La noche antes de venir sentí mucho miedo, me puse muy nerviosa, cuando ya vi que las cosas eran en serio no quería venir. ¿Cómo puede ser que yo me vaya con una familia? no puede ser porque yo estoy grande, yo nunca recibí ese apoyo de mi familia, ni el trato bueno. Mónica me dijo si quería algo para mi cuarto y yo pensé ¿cómo es eso que yo voy a pedir algo? No me sentía yo con ese valor. Y pedí un cuadro de flores y un espejo… Flores porque no quería la pared toda blanca, quería que se vea algo, que no esté triste. El espejo lo pedí porque me gusta verme.
Ahora Estefany está estudiando secundaria y quiere aprender otras cosas. Si puedo hacer algo para que alguien logre un proyecto de vida o encuentre un horizonte, pues lo voy a hacer.
Yo pensé mucho “¿Por qué necesito a alguien que me cuide, si ya me cuidé yo sola?”. Todo este tiempo he visto por mí misma y les decía a los abogados “Yo quiero salir, trabajar, vivir sola”; pero me decían que no. A veces me siento confundida, nunca me imaginé tener una familia, nunca tuve esto. Me siento bien, también me da pesar por no haberlo vivido antes con mi mamá. Yo miraba cómo otras mamás trataban a sus hijos, miraba el cariño y decía qué bonito es tener una familia, yo nunca tuve una, porque mi mamá vivió violencia con mi abuelo y mi papá.
Estefany y yo hemos aprendido qué es hacernos familia: Pasar tiempo juntas, ver películas, cocinar, darnos las buenas noches, cuidarnos. Somos compatibles en que nos gusta el orden y la limpieza. Estefany me aporta vivirme en función de otras personas, cuando vives así estás en tu universo, giras alrededor de ti y compartir con alguien es muy valioso, poder decir: “Yo también puedo cuidar”.
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Areli + Aruna, Valentina y Daniel
Valentina Glockner es una antropóloga que ha dedicado su carrera a las infancias migrantes. Desde 2005 acompaña sus historias de movimiento en México y otras fronteras. Así conoció a Areli, una niña de 6 años originaria de Centroamérica que llevaba muchos meses en un albergue del norte del país, en espera de cruzar a Estados Unidos para reencontrarse con su madre. Valentina y su familia acogieron a Areli durante casi dos años.
Yo iba al albergue a hacer entrevistas y veía que Areli estaba ahí, había días que llevaba a mi hija para que jugaran, porque yo también tenía que buscar dónde encargar a mi hija. Pedí autorización a la directora y me lo permitió. Así Aruna y Areli comenzaron a conocerse, a jugar, a tener confianza.
Poco a poco, la relación se hizo más presente. Comenzamos a ir por ella en las tardes, la llevábamos a tomar un helado o al parque. Cuando volvíamos a nuestro cotidiano, a estar en casa nosotros tres, a compartir la comida, la mañana de domingo con hotcakes, con música y ver a nuestra hija feliz, en esos momentos pensábamos “Es que esto que tenemos lo puede tener ella, ella puede estar aquí”. Si lo tenemos, lo tenemos que compartir, no veo ninguna explicación en el mundo para que ella no pudiera ser parte de esto y para que estuviera ahí, en el albergue, sola.
Para mí estaba muy claro que el hecho de que Areli fuera niña, que estuviera lejos de su país, que no pudiera ni comer lo que ella estaba acostumbrada a comer, que no se pudiera comunicar con su familia, implicaba un compromiso al que no podía decir no. A los seis meses de haber llegado al albergue, su abuela, la mujer que la crió en Honduras, murió. Constantemente pienso, trato de imaginar la sensación de soledad y de desconcierto que ella, a sus seis años de edad, pudo haber sentido en ese lugar, lejos de todo lo conocido, varada en un país que antes ni sabía que existía.
Yo pensé que sabía cuidar, lo había hecho con mi hija en sus primeros años de vida. Pocas veces nos hacemos la pregunta de si sabemos cuidar, y menos nos hacemos la pregunta de cuidar a quién y en qué circunstancias. Cuidar qué historias y qué vidas. Es decir, yo, nosotros, venimos de familias que difícilmente tendremos idea, comprensión, entendimiento emocional y desde el cuerpo y desde la carne de lo que significa atravesar por esas historias: Cruzar las fronteras en solitario, que tu mamá tenga que irse, huir para cuidarte y para cuidarse a sí misma. ¿Cómo pueden aguantar las infancias tanto dolor? Cuidar una vida, una historia como la de Areli no tiene nada que ver con ser mamá. Sirven las herramientas que has creado en tu propia maternidad, sirve la sensibilidad, pero es importante no subestimar su dolor, no borrar sus historias, no mentirnos. A mí nadie me preparó para enfrentar el nivel de trauma que esta chiquita traía y que iba a ser una presencia, una manifestación cotidiana. Aunque llevaba dos décadas leyendo y estudiando sobre migraciones, nadie me preparó para lo que significa cuidar sus vidas y sus historias. Prepararme para noches enteras sin dormir, de llanto y rechazo porque cuesta saber, aprender que puedes confiar en los adultos.
Pero ahí, juntos, con ella, pudimos reaccionar, decir “Aquí estoy”. El entender que no lo podré sanar, pero sí puedo acompañar, aquí estoy, aquí estamos si necesitas llorar, aventar. El constatar que lo único que puedo hacer es que ella se sienta segura sacando ese dolor.
Hubo momentos en los que ella decidía y se permitía confiar otra vez, aunque le costaba mucho con los adultos, le costaba mucho confiar que había alguien que la iba a cuidar, porque justamente ella se había tenido que cuidar sola tantas veces. Ella no quería otra mamá, porque una se había ido y otra se había muerto. Ella no quería otra mamá y había rechazo y también, de repente, se acercaba y pedía un abrazo. Areli, y otras niñas y niños como ella, vienen de ambientes en los que están acostumbrados a cuidarse a sí mismos, a sobrevivir, a poner barreras, a protegerse de lazos que saben que no serán duraderos; hay niños que sí están buscando a su mamá y podrían estar buscando una figura materna; hay otros que ya vivieron su duelo y no van a buscar una figura materna, van a buscar quien les compre los zapatos y los mande a la escuela y los ayude a llegar a su siguiente objetivo en la vida. Y eso es muy importante verlo para que como familia no se reaccione desde la expectativa y el rechazo y la sensación de no agradecimiento.
Podemos compartir y podemos dar. Lo podemos hacer posible. Y esto es muy potente cuando estás en un país ajeno que tiene nulas, muy pocas posibilidades, muy poca comprensión de lo que significa lo que has vivido como niña, como niño, lo que has caminado, lo que has perdido, de lo que te has tenido que despedir.
Y ese hacerlo posible no era sólo a partir o a través o gracias a los adultos, sino sobre todo a ellas, a Areli y Aruna que compartieron juegos, aprendizajes, peleas. Me alegro que Aruna, mi hija, haya vivido con Areli porque, en un contexto de protección, de contención, aprendió esas primeras lecciones de coraje, de frustración, de dolor, de traición, las aprendió de otra niña en términos de niñas, y no un adulto. Y después de que Areli dejó la casa y cruzó la frontera, Aruna sigue cuidando mucho su memoria, la representa como parte de nosotros.
Aprendimos también que el cuidado no puede ser en solitario, que para lograr cuidar a Areli tuvimos que construir una comunidad de cuidados: la tía que vivía enfrente y jugaba con ellas, las cuidaba; nuestra amiga y maestra que armó una escuelita en esos tiempos de encierro por la pandemia, y otra amiga que nos invitó a llevarla a las clases de movimiento; la ONG que nos ayudó a conseguir terapias especializadas para ella, y la psicóloga y su organización que se solidarizaron ofreciendo el doble de terapias por el costo de una.
El cuidado está atravesado por prácticas y nociones culturales muy fuertes en torno a la caridad, a la misericordia y como sociedad es importantísimo darnos cuenta y salir de estas lógicas asistencialistas, paternalistas, y entender que estás cuidando a las niñas, los niños, pero también a sus familias, a sus comunidades. Al cuidar a Areli cuidamos a su mamá que la parió a los 14 años, sin poder tener la estabilidad y la tranquilidad que hubiera querido tener para cuidar a Areli. Nos pertenecemos unos a otros. Entender esto puede ser un sentimiento muy potente y contrarrestar otras ideas moralistas y asistencialistas. Va más allá de hablar en términos de derechos humanos, tiene que ver con una reeducación y re politización de la vida.
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Prakash + Luz, Alejandro y Miguel
La familia de Luz vivió muchos años en la frontera norte del país. Ahí, en la cercanía de los albergues, conoció la realidad de los migrantes y colaboró llevando alimentos. Cuando se mudó al centro de México, Luz, la madre, propuso al resto convertirse en familia de acogida. Así recibieron a dos adolescentes, primero a Prakash, de la India; después a Walter, de Centroamérica.
Iniciamos el proceso en marzo o abril de 2019, primero con la organización Juconi y luego se sumó el DIF. Los del DIF vinieron a la casa a hacer estudios psicométricos, psicológicos, exámenes antidoping, revisaron la casa, la altura de la barda, que los cuchillos no estuvieran en lugares visibles. Prevenir cualquier riesgo para los adolescentes que llegarían.
En diciembre, después de 9 meses de proceso, llegó Prakash, un adolescente de 17 años, proveniente de la India. Pakrash no era un migrante típico, tenía recursos. Su familia ordeñaba vacas, cosechaba arroz, había estudiado en escuela inglesa de la India. Viajó de su país a España y luego a México, donde lo iban a mover a la frontera para cruzar a Estados Unidos, pero el pollero nunca llegó.
Nosotros lo conocimos por videoconferencia. Llevaba 3 años en un albergue del DIF en México y ya sabía algo de español. Prakash se adaptó muy rápido a la familia, de alguna forma tenemos estructuras similares: la familia, el creer en algún dios. De inmediato se llevó muy bien con nuestro hijo que era de la misma edad, entró con él a la escuela; también con sus amigos, tenían la misma edad y se iban a andar en bici. Funcionamos muy bien porque yo era católica y el sikh, cada quien su deidad pero estábamos en el mismo canal. Desde que llegó aquí, rezó para dar gracias por la familia que lo recibía, los domingos iba con nosotros a misa. Se fusionaron las culturas, un día nos hizo un té chai delicioso. Todas las noches antes de dormir me decía má, dame la bendición.
Un día nos dijo que quería ver a un tío que venía de la India a México y yo le dije que mejor invitara al tío a conocernos, no lo dejamos, tampoco el DIF dio el permiso. Siguieron los días y una mañana que yo debía salir me preguntó a qué hora volvía, apenas respondí porque se me hacía tarde. Cuando volví Pakrash no estaba, fui a su cuarto y no estaba el pasaporte ni su carta de residente. En mi cabeza pasaron todas las historias de migrantes y crímenes que conocía. Avisamos al DIF, pedimos ayuda, mi hijo buscó la ubicación de su teléfono por internet y vimos que había llegado a Mexicali, su plan era cruzar la frontera y entregarse en Estados Unidos. Estuvo dos meses en un centro de migración, su tío fue por él. Si hubiera sabido que esa sería la última vez que vería a Prakash, le hubiera dado la bendición. Avisamos a su mamá en la India y ella solo me dijo perdón, perdón y yo le dije que estaba bien, que yo hubiera hecho lo mismo, aquí ¿cuáles eran sus opciones?
Prakash aquí había encontrado una familia, pero no tenía opciones. En Estados Unidos sí y allá tenía familia y tenía más opciones. Nuestro hijo mismo migró a en Estados Unidos. Seguimos en contacto con Prakash, migró de San Diego a Sacramento, California, trabaja en transporte y dirige a los choferes latinos porque habla español. Un día me llamó y me dijo que se iba a tatuar en un brazo “mamá de la India” y en otro “mamá de México”.
En septiembre de 2021 llegó Walter. Era un adolescente de Centroamérica, de 15 años. Tenía una historia muy fuerte, su mamá lo abandonó cuando era bebé y tenía un tío pastor que era muy estricto.
A diferencia de Prakash, las cosas con Walter no funcionaron. No nos entendíamos en cosas de disciplina, de limpieza, le ofrecí estudiar, aprender algún oficio, tomar clases de fútbol, karate, pero parecía que nada le interesaba. Él lo que quería era ser libre, trabajar. A alguien que ya vivió en la calle, que ya sobrevivió en la calle, ¿qué le vas a decir? Walter se fue en febrero de 2022.
Creo que no se consideraron todos los antecedentes familiares de Walter, lo cual habría sido importante para encontrar una familia más compatible.
Creo en el programa y espero que haya mejoras en su construcción.
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En lo que va de 2022, las autoridades migratorias de México han detenido a 75 mil 594 menores de 18 años, un aumento de 571.2 por ciento con respecto a 2021.
Entre 2016 y 2018, iniciaron programas piloto de acogimiento familiar a través de los Sistemas DIF estatales en Chihuahua, Campeche, Morelos, Tabasco y CDMX. En 2020, el Consejo Técnico de Evaluación del Sistema Nacional DIF aprobó la puesta en marcha del Programa Nacional de Familias de Acogida (PRONFAC).
Juconi México A.C. es una organización que desarrolla el programa de acogida en Puebla y en la Ciudad de México. De acuerdo con Ángel Rojas Garzón, director de los programas Juconi, el modelo de acogimiento se está desarrollando y busca ser un sistema que garantice los derechos de NNA, indistintamente de su estatus migratorio, ya que es un derecho humano.
El acogimiento temporal “es una medida de protección alternativa y temporal para niñas, niños y adolescentes que han perdido los cuidados de su familia de origen”, explica la organización Juconi A.C. en la página de internet especializada en el tema. Permite que permanezcan bajo los cuidados de familias certificadas mientras la Procuraduria Federal de Protección de Niñas, niños y adolescentes define las medidas de restitución de derechos que se deben seguir, de acuerdo a la determinación de su interés superior. Por ejemplo, la restitución con su familia en su país de origen o en otro país destino, siempre y cuando las condiciones lo permitan, es decir si la familia fue la causa del riesgo que obligo la salida, esto no es viable. En caso de NNA con condición de refugio no hay retorno.
Las niñas, niños y adolescentes que pueden optar por esta alternativa de cuidados tienen una historia de trauma y de vulneración de derechos que implica retos que el sistema aún no sabe cómo resolver. Son personas que cargan con historias de abandono, violencia doméstica, sexual o comunitaria, que han aprendido a sobrevivir en sus pocos años de vida lejos de estructuras familiares o institucionales y que requieren de la construcción de una red de cuidados que permita su proceso de adaptación. En ese sentido, dice Valentina Glockner, “hay que politizar esa solidaridad, esa hospitalidad y esa compasión. Sacarla de la idea de protección y de acogimiento de las víctimas inocentes, para demostrar que este modelo, estas alternativas que empiezan a surgir son claramente una respuesta frente a esos regímenes migratorios de muerte. Debemos pensar cómo construir sistemas institucionales de cuidado para salir de este discurso y cosmovisión de caridad como personas y país”.
Las experiencias de cuidadoras como Mónica, Valentina o Luz y sus familias de acogida son el reflejo de un mundo complejo y en constante convulsión, donde los hogares, las personas, las familias, las creencias, las rutinas, logran abrirse, ensancharse y transformarse a sí mismas para abrazar y acoger. Con sus muchos o pocos recursos, han ofrecido cariño, cuidado, paciencia, compañía y cobijo en medio de un flujo migratorio y una crisis humanitaria sin precedentes y que no da ninguna señal de que va a parar.
Se trata en realidad de un reto mucho más grande que cualquier familia y comunidad. De ahí la importancia de exigirle al estado que garantice los medios, recursos y acompañamiento especializado suficiente para que los programas de familias de acogida crezcan y se fortalezcan. No se trata de transferir la responsabilidad del cuidado y la protección de las infancias migrantes del estado hacia las familias, sino de que éste genere, junto con la sociedad civil, los recursos necesarios para transformar nuestras sociedades y comunidades frente a una crisis de cuidados y sostén para las infancias. Para poder convertirlas en sociedades hospitalarias, capaces de ofrecerles a niñas, niños y adolescentes migrantes lo que han perdido y lo que vienen buscando.
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*Yo crío, cuidadoras en primera persona es un proyecto realizado por Pie de Página en México, La Otra Diaria en Chile y Alharaca en El Salvador, que pone sobre la mesa las distintas formas de criar y los retos que enfrenta. En México este trabajo fue realizado gracias al apoyo de Fondo Semillas. La Verdad lo retoma de Pie de Página como parte de la Alianza de Medios de Periodistas de A pie