Ahora salen con que a muchos “nos molesta y nos duele” que Xóchitl Gálvez triunfó en la vida. No se equivoquen… Lo que molesta que use electoralmente su origen indígena cuando nunca dio una batalla por ellos. O, díganme, ¿qué hay de ella, aunque sea de alguna conferencia fugaz, sobre las matanzas de indígenas conducidas por sus partidos, PRI y PAN?
Por Alejandro Páez Varela
¿Qué autoriza a un individuo cualquiera a sentirse orgulloso de pertenecer a una minoría segregada y acosada en un mundo dominado por élites blancas, adineradas y de ideología de derechas? ¿Qué lo autoriza a presumir como virtud, frente a los demás, una condición de minoría? ¿Qué autorizó en su momento a (y qué nos engancha a personajes como) Zapata, Luther King, Gandhi, Lucio Cabañas o Benito Juárez; Digna Ochoa, Ramona o Rosario Ibarra de Piedra?
No creo que alguien tenga dudas en que ésas y otras vidas se volvieron ejemplares porque dieron la batalla contra las élites en su condición de minoría, no conviviendo con ellas, no fundiéndose a ellas. Lo que autorizó a estos individuos a presumir como una virtud ser parte de una minoría fue que su lucha fue desde su condición de minoría. Lo que dice la Historia es que, para sentirse orgulloso de quien eres, necesitas no ser parte de los poderes que se te oponen sino mantenerte en resistencia a ellos, que son tus verdugos. Es, en esencia, ser quien eres y desde allí defender los derechos de otros y los tuyos propios.
Un afrodescendiente no debería disfrazarse de blanco toda una vida para ser aceptado y crecer en una sociedad; un indígena no debería esconderse entre los blancos y ser parte de ellos y disfrazarse como ellos para avanzar. Y cualquiera que pertenezca a un grupo étnico, sexual o religioso minoritario no debería ir de visita a quien es, de vez en cuando, para poder decir que no ha renunciado a ello. En un mundo ideal, todos deberíamos ser aceptados sin disfraz y si no nos lo permite el entorno estamos obligados a entrar en resistencia con él, no abrazarnos a él para tratar de convencerlo de que sea bueno.
Por eso entro en conflicto –y así se lo hice saber a ella hace unos días– con que Xóchitl Gálvez utilice su origen indígena por razones electorales. No conozco qué ha hecho por ellos en el pasado, cuáles batallas ha dado. Porque hasta donde sé, ella se ha acomodado en las élites y todo lo público que le conozco ha sido desde un gabinete de derechas (el de Vicente Fox) que, ya sabemos, no titubeó en sacar el garrote contra los más desposeídos.
Ahora resulta que los promotores de Xóchitl resaltan de ella lo que ella abandonó. Ella no se hizo defendiendo a la minoría a la que pertenece. No es su rasgo importante, pues. Pero ahora encuentra ventajas competitivas en decirse indígena, en usar su origen y si hablara otro idioma (además del español y el inglés) no dudo que lo usaría. Ella se hizo política en un partido que no tiene por prioridad los pobres o los indígenas y me golpea en la frente esto: que cualquiera que tuviera esas causas por prioridad (los indígenas, los pobres) habría renunciado al PAN, se habría lanzado a luchar en otro frente y no se habría prestado para que pudieran presumir su supuesto amor por “lo étnico”; no se habría prestado para simular una supuesta “preocupación por los indígenas”.
No conozco las batallas de Xóchitl por los indígenas y todo lo contrario: al usar la causa indígena sin haber movido un dedo por ellos la vuelve oportunista. Y entonces razono que si su maestro político ha sido Vicente Fox, un gran engaña-bobos, un traidor de principios e ideales, un sacerdote hipócrita del individualismo, es todavía más pueril que se preste a que la paseen como souvenir indígena para recuperar el poder.
No me extraña, sin embargo, que Xóchitl sea la candidata ideal de las élites intelectual, académica, mediática, empresarial. Seguramente los representantes de esos sectores tan poderosos sacarán del armario el recuerdito que compraron en algún viaje a un pueblo mágico y lo colgarán en la sala, pero eso no los hace incluyentes ni sensibles con la causa indígena; los descubre como oportunistas y simuladores. Es como Enrique Krauze compilando loas a sus presidentes favoritos, mezcladas entre decenas de miles de palabras, pero empaquetadas bajo el título: Crítica al poder presidencial que nadie leerá; librotes del tamaño de su ego que nadie cuestionará aunque apenas se abren aparece que, por ejemplo, sus “críticas” en realidad son alabanzas cuando se trata de la guerra de Felipe Calderón. Simulación, hipocresía, oportunismo y falta de honestidad mezclados en un caldo que alimenta a los Krauzes mexicanos y a las élites en general; un caldo hediondo del que nadie habla para no incomodar, pero del que dan largos tragos.
No me extraña que Claudio X. González se vista como hippie de izquierda, con greña larga y toda la cosa, porque es lo mismo que los huipiles de Xóchitl Gálvez o los sombreros Panamá que encuentra uno en las marchas de derechas. La dictadura inventada les resulta una gran oportunidad en Las Lomas o en Polanco para sacar a pasear el sombrero Panamá que se compraron en el aeropuerto de Miami o en el de Bogotá. Son simuladores profesionales y no me extraña que lo que hagan. Si les sirve para defender sus intereses, esas élites son capaces de vestirse del Ché o de Fidel, o de fingir el acento norteño como cuando Lilly Téllez da entrevistas en Sonora.
Son capaces de robarse identidades (indígena, afrodescendiente o cualquiera de los grupos étnicos o religiosos del país). Son capaces de apoderarse de la etiqueta del ciudadano y reasignarle su propósito y corromperlas, como lo hace Claudio X. González con las organizaciones de la sociedad civil, que dejaron de ser grupos en resistencia contra las élites para convertirse en defensoras de los intereses de un puñado que perdió poder y que lo quiere de regreso a las voz de ya.
Porque para los miembros de las élites, lo ciudadano es lo que responde a ellos, lo que cabe en la palma de su mano, lo que pueden controlar; y los indígenas son aceptables siempre y cuando se vean como Xóchitl: que militen en un partido de derechas (sin militar en él, sí, qué conveniente) y que desde allí “den la batalla”, una batalla que nunca será, por supuesto, en contra de las élites.
Por eso las élites no tienen vergüenza en expropiar, desde su posición de privilegio, el término “sociedad civil”. Para ellos es “Sociedad Civil SA de CV” o bien Sociedad Civil México, que es dirigida por una mujer de derechas: Ana Lucía Medina Galindo, exdiputada del PAN. Y no es la única organización; son decenas de organizaciones en el mismo tono; que aparentan ser “ciudadanas”, pero no son otra cosa que una apropiación prepotente de lo ciudadano; la prepotencia, obvio, es una característica de las élites.
Reconocen como ciudadanos a los que votan por ellos, a los que no gritan, a los que viven con los ojos mirando a sus zapatos. Para ellos, son ciudadanos los que no se asoman a los muros que rodean sus casas y no cuestionan de dónde viene tanto dinero. Para las élites son ciudadanos los que asisten a sus marchas una vez cada década –cuando sus intereses están en aprietos– y luego se regresan sumisos a su miseria. Esos son los ciudadanos que quieren y esos son los ciudadanos que respetan: los que prestan el huipil para sus causas.
Pero si un indígena con pensamiento independiente a ellos se une a otro y protesta, sacan a las bestias con rabia y les retiran los derechos que es, básicamente, retirarles la ciudadanía. Lo hicieron durante todo el siglo XX y lo que va del XXI. Lo hicieron Ernesto Zedillo y Rubén Figueroa el 28 de junio de 1995. Policías mataron, en Aguas Blancas, a 27 indígenas pobres de la Organización Campesina de la Sierra Sur por acudir a un mitin para exigir la presentación de Gilberto Romero, desaparecido en Atoyac un mes antes. Eran indígenas, eran pobres, andaban sucios y no eran parte de sus organizaciones “de la sociedad civil”; eran disidentes. Y los fusilaron.
Porque si un indígena se reúne con otros para hablar de su pobreza y organizarse en resistencia, aunque estén desarmados les mandan al Ejército y los asesinan a sangre fría. Aunque estén refugiados en una escuela; aunque estén presentes las madres y los niños. Así lo hicieron con Zedillo la madrugada del 7 de junio de 1998 en El Charco. Masacraron a once indígenas pobres dentro de las aulas y a los sobrevivientes, entre ellos menores de edad, los torturaron y heridos se los llevaron detenidos para ver si por casualidad se morían en el camino.
Porque si un puñado de ciudadanos protesta por el desalojo de otros que se dedican a cultivar flores, sacan a las bestias para que les den de palos, como lo hicieron Vicente Fox Quesada y Enrique Peña Nieto el 4 de mayo de 2001. Todo para defender los intereses de WalMart. Todo porque no les aplauden ni los votan y tampoco les sonríen o marchan con ellos cuando sus intereses están en aprietos y, ah, miserables indios patas rajadas, se atreven a movilizarse. Los dos muertos y más de doscientos detenidos no eran ciudadanos porque no eran de los suyos. La sociedad civil que aceptan pasa por la “Academia Claudio X. González”, y esos que protestaban no se graduaron allí. Las mujeres que fueron violadas por policías no eran ciudadanas de las que les gustan, ya saben, con sombreros Panamá de tres mil o veinte mil pesos; con huipiles de tejedoras exclusivas cuyo precio ronda entre los cinco mil y 80 mil pesos. Esas mujeres indígenas no eran ciudadanas porque no estaban domesticadas, porque no les sonreían, porque no les barrían sus casas y porque no se hicieron a un lado cuando pasaron los carros de policía o cuando pasaron los Mercedes Benz de los oligarcas.
Porque si una mujer indígena se atreve a organizar a otros y ayudarlos a defenderse contra los abusos, las violaciones y el despojo, entonces, de inmediato, esa mujer pierde la ciudadanía. Por eso disfrazaron de suicidio el asesinato de Digna Ochoa. Así sucedió el 19 de octubre de 2002. Ella, tan dispuesta a la vida, “se suicida” entre comillas y hasta pierde el derecho de entrar al cielo del Cristo que pintaron de hombre blanco porque, claro, los suicidas no van al cielo. No van al cielo de ellos, se entiende; un cielo donde todos usarán, seguramente, sombreros Panamá. A Digna Ochoa la mataron porque estaba en resistencia contra fuerzas más poderosas que ella: peleaba contra bestias al servicio de las élites y ni siquiera ella que luchaba desde adentro, que nunca se disfrazó ni se mezcló entre sus verdugos, intentó presumirse indígena, como lo hace Xóchitl.
Y si una mujer y muchas mujeres indígenas no entienden a la primera que su lugar es la miseria, les aplican una segunda dosis y ahora con más perros, y ahora con más rabia, como lo hicieron las bestias al servicio de Vicente Fox y Peña Nieto los días 3 y 4 de mayo en San Salvador Atenco y en Texcoco, donde mataron a dos personas y se fueron contra las mujeres, ahora por decenas: las detuvieron, las torturaron y las violaron por atreverse a decidir sobre sus propias tierras; por resistirse a un aeropuerto que acabaría con su forma de vida. Porque eran mujeres, porque eran indígenas, porque no cabían en su concepto de ciudadanas y no pertenecían a alguna de las sociedades civiles que autoriza la “Academia Claudio X. González”.
Ahora me salen con que miren, qué linda y qué conmovedora Xóchitl Gálvez, indígena desde chiquita. ¿Llevar huipiles la autoriza a usar su condición de minoría acosada en un mundo dominado por ideologías de derecha? ¿Qué la autoriza a presumirse indígena en tiempos electorales, sin haberse resistido a sus verdugos, entre quienes se le ve tan contenta, grabando videítos? ¿Qué la autoriza a representar a los indígenas si nunca les ha reclamado en su cara como lo hicieron Zapata, Luther King, Gandhi, Lucio, Juárez, Digna, Ramona, doña Rosario, y tantas y tantos más? ¿Qué la autoriza, si nunca movió un dedo por esos que ahora tan convenientemente representa?
Ahora salen con que a muchos “nos molesta y nos duele” que Xóchitl Gálvez triunfó en la vida. No se equivoquen. Eso se llama envidia y la envidia es para quienes ven el dinero como el gran y único propósito en esta vida. Lo que molesta que use electoralmente su origen indígena cuando nunca dio una batalla por ellos. O, díganme, ¿qué hay de ella, aunque sea de alguna conferencia fugaz, sobre las matanzas de indígenas conducidas por sus partidos, PRI y PAN? ¿Qué dijo en su momento sobre las 117 millones de hectáreas, muchas en territorio indígena, que regalaron a la élite los presidentes Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, personajes con los que se le ve tan contenta, ella tan indígena, en fiestas de traficantes de influencias como la de Diego Fernández de Ceballos?
Si hubiera una lista con nombres de los que deben disculparse por despojar a indígenas y pobres, y otra lista donde estuvieran los nombres de indígenas y pobres despojados, yo pondría a Xóchitl en la primera, sea indígena o no. Ella es parte de las élites de México, por omisión o porque se le pega la gana. No hay manera de ponerla en la segunda lista. En todo caso enlistaría entre las víctimas a sus antepasados y por congruencia le pediría a Xóchitl que los invocara, que invocara sus espíritus y les pidiera perdón porque, siendo ella parte de las élites de derecha que gobernaron México durante décadas, nunca defendió su memoria o si lo hizo fue siempre con una fecha electoral en la mano.
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Alejandro Páez Varela. Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx