Cinco de los 40 hombres que murieron en el incendio de la estación del INM en Ciudad Juárez eran originarios de la misma aldea maya k’iché en Guatemala
Por Lauren Villagran / El Paso Times
La Ceiba, Guatemala — Marcos Abdón Tziquin Cuc rajó la leña que su madre de 71 años necesitaba y la dejó apilada junto al fuego de su cocina, antes de salir de su pueblo de origen hacia la frontera con Estados Unidos.
El último de los nueve hijos de Juana Cuc, Tziquin Cuc, de 20 años, quería aliviar la carga de su madre. Quizás, después, ella no volvería a necesitar leña, una vez que él tuviera un trabajo en los Estados Unidos y pudiera comprar ventanas de vidrio, puertas de madera y una estufa como las de las casas de algunos vecinos, construidas con dólares estadounidenses.
Nunca tuvo la oportunidad.
“Lo único que me queda de él es la leña de afuera, porque fue Marcos quien me la trajo”, dijo Cuc. “Cada vez que voy por leña, lloro”.
Tziquin Cuc y otros 39 hombres murieron en Ciudad Juárez, México, el 27 de marzo. Se quemaron vivos o fueron asfixiados por el humo después de que los guardias, por razones que aún están siendo investigadas, no abrieran la puerta de la celda en el centro de detención para migrantes.
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El incendio se produjo en medio de un año récord de muertes de migrantes en la frontera entre El Paso y Ciudad Juárez. Sus muertes, dentro de una celda cerrada, fueron una tragedia internacional, resultado, según los defensores de migrantes, de las políticas inhumanas de Estados Unidos y México, en la que las Naciones Unidas han considerado la frontera más mortífera del mundo.
Tziquin Cuc llamó a su madre cuando las autoridades mexicanas detuvieron el autobús en el que viajaba en las afueras de Ciudad Juárez. En lugar de preocuparse, Cuc dijo que ella y su esposo se sintieron aliviados.
El viaje de su hijo a Estados Unidos había terminado y volvería a casa sano y salvo, pensó. Celebrarían su cumpleaños número 21 en el verano e irían juntos a la iglesia de nuevo los domingos. Tziquin Cuc sentía profundamente su religión; pasaba la mayor parte de su tiempo libre en la iglesia trabajando como misionero voluntario. En una fotografía, Tziquin Cuc estaba de pie entre los bancos con un rosario alrededor de su cuello, sonriendo, con el rostro de un joven que aún no había perdido sus mejillas juveniles.
Los vecinos vinieron a darle la noticia.
“Muchas veces lo creí, y a veces no creía que fuera verdad”, dijo, mientras sostenía la foto de su hijo contra el pecho y lloraba, con la cabeza agachada, las trenzas encanecidas atadas como una corona. Su marido se sentó a su lado, con los ojos fijos en el suelo de cemento sin acabados.
En la frontera entre El Paso y Ciudad Juárez, su hijo y los demás son recordados por poco más que sus nombres en una lista del gobierno y las imágenes de sus cuerpos sin vida, esa noche, tendidos en un estacionamiento bajo mantas térmicas en el frío.
Cuc mantiene vivo el recuerdo de su hijo, en un pequeño altar iluminado por la luz de las velas.
En Guatemala, una comunidad indígena está de luto
Diecinueve de las víctimas del incendio –casi la mitad de los muertos– eran guatemaltecos. Ninguna comunidad pagó un precio más alto que las poblaciones mayas k’iché en el estado de Sololá.
“Cuando supimos la noticia fue impactante porque nunca antes se había escuchado algo así en nuestro territorio”, dijo Antonio Chox, maestro de primaria y periodista comunitario en La Ceiba.
Chox vive en La Ceiba, lugar que ancla una docena de poblados esparcidos a lo largo de la falda boscosa del volcán Pecul. El volcán se eleva como el campanario de una iglesia a través de las nubes. Los platanares crecen de dos pisos de altura y los ríos atraviesan pueblos de montaña unidos por su cultura maya, su idioma k’iché y sus nombres.
“Lo que llamó la atención fueron los apellidos. Nosotros somos mayas. Cada comunidad maya tiene su propio apellido. No sabíamos quiénes eran (los difuntos). Pero día a día sabemos que hay gente que emigra a Estados Unidos y que serían nuestros hermanos y primos”.
Las noticias de las muertes llegaron a cuentagotas a La Ceiba, mientras las horas y los días posteriores al incendio fueron de gran confusión
El 29 de marzo, dos días después del incendio, Chox colocó su equipo de audio en su camioneta y se dirigió hacia el norte, a la casa de Francisco Tzaj Quemá y Catarina Tambriz Tambriz. Se reunió con la estoica pareja y comenzó a transmitir en vivo por Facebook.
Cientos de personas comenzaron a conectarse en línea desde los pueblos alrededor de La Ceiba. La diáspora de la comunidad —migrantes que viven en Los Ángeles, Nueva York y Atlanta— comenzó a unirse a la transmisión en vivo.
“Hoy temprano llamaron directamente desde México y, hasta donde entendemos, el joven conocido como Diego Tzaj Ixtos, de 25 años, sigue vivo”, dijo Chox a la cámara, primero en español y luego repitiendo todo en k’iche. “Esta es la buena noticia que tenemos para ustedes hoy”.
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, había calificado el incendio como “algo muy lamentable, muy triste”, y “una desgracia terrible”, antes de prometer más tarde que los perpetradores –incluido el migrante que encendió el fuego, los guardias y el titular de migración en su gabinete– serían llamados a cuentas.
El gobierno mexicano también reportó como muertos a algunos hombres que aún estaban vivos. Pero los padres de Tzaj Ixtos, a quienes les habían dado una esperanza momentánea, pronto sabrían que su hijo también estaba muerto.
Sentada en su pórtico junto a su esposo, en medio de una tormenta, Tambriz Tambriz recordó cómo le rogaba a su hijo que no se fuera.
“Le dije: No puedo decirte qué hacer”, dijo Tambriz Tambriz en k’iché, mientras Chox traducía. “Le dije: Si quieres quedarte y casarte, te apoyaré. Me dijo: No mamá, no quiero casarme en este momento. Quiero ir a buscar una vida mejor”.
Al igual que Cuc, Tambriz Tambriz tenía pocas prendas físicas del recuerdo de su hijo a las que aferrarse. Había una sola fotografía enmarcada de él, guapo y fuerte, de pie en un campo de fútbol. “Era un buen chico, humilde”, dijo. Si soñaba con ir al norte, a Estados Unidos, nunca habló de ello, dijo.
Pero una señal de que albergaba un sueño americano todavía estaba en la esquina de su habitación con piso de tierra: un gabinete que había pintado de rojo, blanco y azul como la bandera de los EE.UU.
Belleza abundante, pobreza aplastante
La abundante belleza natural de La Ceiba existe junto a la pobreza como los polos de un imán: el llamado del hogar, el rechazo del hambre.
El trabajo es escaso; los trabajos que pagan más que un salario de subsistencia, inexistentes. La necesidad de ayudar a la familia a sobrevivir llevó a Tziquin Cuc, Tzaj Ixtos y a los otros jóvenes a abandonar la escuela, dijeron sus padres. Ayudaban a sus familias en los campos, cosechando maíz o plátanos.
La clínica más cercana está a casi una hora de distancia. Si los gobiernos municipales o estatales llegan a los pueblos, no recogen la basura. Los pintorescos senderos forestales están llenos de basura: botellas de plástico de refresco y bolsas de papas fritas, envolturas de dulces y vasos de unicel.
A lo largo de las laderas del volcán, la gente construye sus casas de bloque y tablones de madera, de un solo piso, con letrinas y amplios pórticos para evitar que el soplo del viento se cuele por las entradas sin puertas.
Los hombres cortan leña y las mujeres cocinan sobre un fogón al aire libre.
La migración puede medirse en las casas, dijo Chox: Las que tienen ventanas de vidrio y puertas al frente, pisos de loseta y segundos pisos, casi siempre fueron construidas con las remesas en dólares.
Una casa contigua a la cabaña de Cuc, la que tenía la fachada de estuco gris y el elegante pomo de la puerta, se erguía como un faro en la orilla, un faro de lo que es posible para aquellos que sobreviven a la travesía a los Estados Unidos.
Las presiones para atajar la migración en México
Cuando los jóvenes de La Ceiba decidieron dirigirse hacia el norte, los Estados Unidos se enfrentaban a los niveles más altos de inmigración irregular en la historia reciente.
Decenas de miles de personas se entregaban a los agentes de la Patrulla Fronteriza –un proceso legal pero irregular– para solicitar asilo o refugio en la frontera suroeste cada semana, mientras que otros intentaban entrar ilegalmente.
En marzo, Ciudad Juárez era tan diversa como un vecindario neoyorquino: personas de Venezuela, Colombia, Ecuador, el Salvador, Honduras, Guatemala, Haití y Cuba llenaban refugios y campamentos, buscaban trabajos diurnos o mendigaban en las esquinas de las calles, esperando su oportunidad de solicitar asilo en la valla fronteriza de los. EE.UU., en El Paso.
La Patrulla Fronteriza registró más de 250 mil encuentros con migrantes en marzo, incluidos más de 40 mil en el corredor Juárez-El Paso.
La presión tras bambalinas de la administración Biden sobre México para ralentizar el flujo de migrantes hacia el norte se intensificó. El gobernador de Texas, Greg Abbott, había ordenado a los soldados de la Guardia Nacional que desplegaran rollos de alambre de navajas en el lecho del río, lo que aumentó la tensión. El alcalde de El Paso había declarado el estado de emergencia en medio de la crisis humanitaria, mientras que el alcalde de Ciudad Juárez daba instrucciones a la policía para que desmantelara los campamentos de migrantes.
Esas acciones condujeron a una frontera más fortificada y a que los migrantes fueran marcados como objetivos.
En este contexto, el Instituto Nacional de Migración (INAMI) de México y la Guardia Nacional aumentaron sus operativos en la frontera norte. Las autoridades detuvieron autobuses fletados en un puesto de control militar a unos 20 kilómetros al sur de la frontera, en las afueras del desierto de Ciudad Juárez.
El último fin de semana de marzo, el INAMI coordinó una redada sorpresa de migrantes en Ciudad Juárez, arrestando —la agencia usa la palabra “rescatar”— a decenas de personas en las esquinas de las calles y en el retén militar.
Tziquin Cuc, Tzaj Ixtos y al menos otros tres jóvenes de Sololá fueron llevados a un centro de detención. Las celdas estaban ocultas detrás de las oficinas de inmigración al pie del puente internacional Stanton-Lerdo que conecta El Paso y Ciudad Juárez.
Los guatemaltecos fueron encerrados en una celda: 68 hombres en total. Solamente 28 de ellos sobrevivirían.
Tumbas lado a lado
Magdalena Tziquin Cuc vive cruzando la calle empedrada de su madre, Juana Cuc. Cuando su hermano menor se fue a Estados Unidos, también lo hizo el menor de sus propios hijos, Gaspar Josué Cuc Tziquin, de 20 años. Hicieron el viaje juntos.
La noche del incendio, los vecinos también visitaron a Magdalena Tziquin Cuc: su hijo estaba muerto.
Meses después, no quiere hablar de su muerte.
Volvió a casa con ella como los demás, en avión, en un ataúd. Ella se negó a asistir a su entierro. No visita su tumba ni la tumba de su hermano menor, enterrado junto a su hijo. Ella cuida un altar iluminado por velas en la antigua habitación de su hijo en casa.
Sus tumbas están una frente a la otra, en un cementerio a cinco minutos a pie de las casas de los jóvenes.
La tumba de Cuc Tziquin está embaldosada en gris y marcada con un pasaje de la Biblia: “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”. La tumba de Marcos Abdón Tziquin Cuc está embaldosada en blanco y negro. Los matorrales crecidos de dos metros de altura se tragan sus tumbas.
Cuc visita la tumba de su hijo.
“Mi hijo me dijo: Mamá, quiero ir a Estados Unidos. He crecido y toda mi vida está por delante”, dijo Cuc, con la voz quebrada entre lágrimas que se convirtieron en sollozos. “Recuerdo que me dijo: Cuando llegue, puedo enviarte algo de dinero y darte una casa. Es mi turno de darte”.
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Este contenido fue producida por El Paso Times, La Verdad lo publica como parte de Puente News Collaborative, una asociación binacional de organizaciones de noticias en Ciudad Juárez y El Paso.