Lo bueno de los aeropuertos europeos es que en su mayoría hay áreas de fumar, que a menudo suelen ser como cápsulas de paredes de acetato transparente. En general, la sociedad europea es mucho más benevolente con los fumadores. En Europa es común ver que los botes de basura tienen un cenicero incluido
Por Évolet Aceves
X: @EvoletAceves
Comencé mi viaje en la madrugada del 13 de diciembre. Estaré llegando a mi destino final en las primeras horas del día 15 de diciembre. Voy rumbo a Kiel, Alemania.
Cada vez que piso un aeropuerto, me pregunto cómo vestían los usuarios de los aeropuertos antes la invención de los tenis y las sandalias ultra cómodas, tan cómodas como poco agraciadas. Me acuerdo de las fotografías que he visto de las primeras aeromozas, de los primeros pilotos en la ya larga historia del avión, las fotografías de la engalanada fundadora de American Airlines —con su gorro muy parecido al de Toxic de Britney Spears— quien fuera amante de la escritora estadounidense Patricia Highsmith, y, por supuesto, las imágenes de los pasajeros, gente de todas las clases socioeconómicas sumamente aseada, pulcra, en sus mejores galas. Ir al aeropuerto, como subir al barco, era una experiencia a la que uno debía ir bien vestido, bien trajeado, hasta el niño de 5 años iba con su camisita, con su corbatín, y ni se diga padres y madres, harto acicalados y con peinados deslumbrantes.
Hoy en día, ¡qué esperanzas! Suelen ir en pants, sudaderas, chongo malhecho. En otras palabras, la gente va fodonga. Así como Halloween es el pretexto perfecto para que la dama, la muchacha, vista de cascos ligeros, la visita al aeropuerto es el pretexto perfecto para ir ultracómodos, o sea, ultrafodongos. Y esto, por cierto, pasa en todos lados: en el supermercado, en el mall,hasta en las universidades van los estudiantes en plenas y desfachatadas sandalias, ¿qué dirían los abuelos de que sus nietos van así al aula? La originalidad va en decrescendo. Eso sí, estas nuevas generaciones gustan de usar las calcetas sobre el pants, una moda que a los jóvenes de 30 para abajo les hace sentir únicos —aunque 8 de cada 10 lo usen de la misma forma.
Pero volvamos al aeropuerto. Cada vez que miro formada en las filas aeroportuarias a alguna valiente pasajera en zapatos de tacón o plataforma alta, me siento menos extraña. Bendito sea Dios, no soy la única.
Llego de Albuquerque a Denver. En Denver, tras una espera de varias horas, llega mi vuelo que va hacia Montreal, Canadá. La que escribe estas líneas jamás ha pisado terreno canadiense, por lo que desconocía que los mexicanos a fuerzas tienen que tener visa, sí, aunque sólo fuera a permanecer menos de una hora para el vuelo de conexión hacia Europa. Por esa razón fue que no pude abordar el avión hacia Canadá, pues un día antes me enteré de esto y tramité y pagué mi visa ETA, misma que no me había llegado al momento del vuelo hacia Canadá —y sigue sin llegar a mi correo, y eso que máximo tardaría 72 horas, pero bueno…
Conseguí, finalmente, que las señoritas de atención al cliente de la aerolínea me cambiaran el vuelo evitando pasar por Canadá. Y bingo, en unas horas más saldría un vuelo directo hacia Londres, de ahí podría retomar mi último vuelo de conexión hacia Alemania, como estaba planeado originalmente.
Este vuelo duró aproximadamente 11 horas, casi la mitad de un día. Sólo en 2016, cuando viví en Polonia, hice un recorrido tan largo. Estar en el avión por tanto tiempo es desgastante, yo diría que hasta poco sano, pues permanece una postrada en el asiento la mayor parte del tiempo, a excepción de los descansitos que una toma para ir al baño o para estirar las piernas. Lo bueno que traigo conmigo varios libros, saco dos de los que traigo en mi bolsa de mano, retomo mi lectura de Emma, novela de Jane Austen, y lo intercalo con el ensayo A Room of One’s Own de Virginia Woolf. Sin haberlo planeado, me doy cuenta de que ambos libros son de dos de las más grandes escritoras británicas, rumbo hacia el que me dirijo mientras escribo esta columna, cruzando los cielos del Océano Atlántico.
Qué desgracia depender solamente de la pantalla que está en el respaldo del asiento de enfrente con películas y música para el entretenimiento, más de 10 horas y sólo entretenerse con la pantalla de enfrente… Cuánto tiempo desperdiciado, y cuánto tiempo aprovechado para los lectores que disfrutamos, o al menos yo, de estos viajes que se vuelven menos pesados y más placenteros. Ojalá tuviera más oportunidades para disfrutar de lapsos de tiempo tan prolongados para poder dedicarlos exclusivamente a la lectura y a la escritura, pienso mientras leo el magnífico ensayo de Woolf, un desgastadísimo ejemplar que compré en línea sin saber sus condiciones, está manchado de café, diría que este libro es más bien una mancha de café con un poco de hojas. Al menos es legible.
Veo la pantalla y para mi sorpresa veo que el avión está volando a más de 12 mil metros de altura. La temperatura afuera, veo en la pantalla, ¡es de -57 grados centígrados! Tan sólo 15 grados más bajo de lo que se encuentra por estos días la ciudad de Oymyakon, en Rusia, la ciudad más fría del mundo y en donde, literalmente, las barbas y bigotes de los hombres se congelan al salir a la calle.
Excuse me, can I go to the restroom?, le digo a mi vecino, pues como estoy sentada en la ventana, tengo que darles lata a mis vecinos pasajeros cada vez que me quiero levantar. To the toilet? Sure, me dice con su acento británico que tanto me gusta escuchar. Yeah, to the toilet. Thank you.
Pienso en las diferencias entre el inglés americano y el británico. El primero es más práctico, más al grano y hasta podría decir, más capitalista, directo, inmediato, como esperando una respuesta rápida; el segundo, en cambio, más adornado, más dramático, mucho más melódico, sin ninguna prisa; tan melódico que a veces no se alcanza a entender. Es como si se tomaran el tiempo para hablarlo con el dramatismo necesario, on point.
Regreso del baño y al poco tiempo el avión comienza a descender. Veo desde las alturas los edificios, alcanzo a ver las preciosas casas de ladrillo oscuro y sus milimétricas repisas exteriores pintadas de blanco, recuerdo la arquitectura de Bristol, que vi a través de la serie británica Skins, me pongo a pensar cómo por estas calles de Londres, con estos cielos grisáceos, Woolf, las Brontë, llegaron a caminar, voltearon a ver el mismo cielo por el que voy ahora mismo descendiendo.
Me doy cuenta de que, a pesar del cielo nublado, el día aquí ya tiene varias horas de haber comenzado. Cuando inició el vuelo en el continente americano apenas iba a anochecer, pero hay una diferencia de 8 horas entre el horario de la ciudad de origen y la ciudad de destino. Es como si el avión hubiera sido tragado por algún túnel del tiempo en el cielo, comiéndose 8 horas de vida consigo y sus pasajeros.
¡Al fin, tierra firme! Al llegar a Londres, disfruto enormemente escuchar el acento británico por todos lados. Aunque las conversaciones sean nimias y triviales, pareciera que estas personas le dan voz a los personajes de las obras de teatro de Agatha Christie, así también es como me imagino que hablan los personajes de las obras teatrales de Oscar Wilde, así, con este acento, es como escucho en mi mente las voces de Virginia Woolf cuando la leo, lo mismo con los diálogos de Jane Austen y con las profusas narraciones de las hermanas Brontë. Mis lecturas británicas se quedaron atascadas en el siglo XVIII, XIX y si acaso en el siglo XX, y ahí se quedarán por un buen rato.
Busco rápidamente el área de fumar. Lo bueno de los aeropuertos europeos es que en su mayoría hay áreas de fumar, extrañaba esas áreas de fumar, que a menudo suelen ser como cápsulas de paredes de acetato transparente. En general, la sociedad europea es mucho más benevolente con los fumadores, cosa que agradezco. En Europa es común ver gente fumando en la calle y también ver que los botes de basura tienen un cenicero incluido. Me da la impresión de que, a menor temperatura, más fuma la gente.
Voy al área de fumar y de ahí me voy a la librería, a ver si me encuentro un ejemplar de A Room of One’s Own menos maltratado. No lo encuentro pero me compro otro de la misma autora. También pregunto por el libro Amy Winehouse In Her Words. Agotado. Ni modo, me lo compraré en línea a ver si no me sale con una mancha de café. Me da gusto que esté agotado, siendo ella londinense qué mejor que en su país se esté leyendo tanto.
Me dirijo a comer a un restaurante en el aeropuerto. Al terminar, espero y leo mientras espero. Duermo un poco, como puedo, porque la energía de mi cuerpo ya es mínima. Qué bueno que viajo con una delgada manta y con una almohada para viajes, de las que rodean el cuello, son una salvación. Llega por fin la hora de mi último vuelo, el que me llevará a Hamburgo, Alemania, para de ahí dirigirme en tren hacia Kiel, al norte de Alemania. De Londres a Hamburgo hago hora y media.
Ya en Hamburgo, feliz de haber llegado casi al final de tan largo viaje, no veo mi maleta documentada. Me dirijo al módulo de información para saber en qué banda se encuentra mi maleta. Your bag is still in London…
What!! ¡Mi maleta se había quedado en Londres! Nunca me había pasado eso. Me pidieron disculpas, me dijeron que lo bueno es que ya la habían localizado y que llegaría este fin de semana al domicilio que les diera en Alemania.
Fueron muy amables, hasta me dijeron que me comprara todo lo básico que necesitara de mi maleta que se quedó en Londres y ellos me lo reembolsarían. Tomé el tren, sin mi maleta documentada, pero eso sí, con un döner kebab que compré en la estación de tren. Una hora y media después, a eso de las 3 am, llegué a Kiel. Hoy, finalmente, después de haber dormido casi 13 horas seguidas, ya estoy instalada y bien despierta a las 5 am, por aquello del jet lag.