La democracia debe estar para garantizar que los diversos contendientes –de izquierda, derecha o centro– posean la cancha pareja… La ciudadanía debe tener el poder de ratificar a los buenos políticos y de castigar a los malos elementos
Por Hernán Ochoa Tovar
En los últimos días, la democracia ha sido puesta en entredicho por los diversos sectores que conforman este país. Parafraseando al exconsejero presidente del INE, Lorenzo Córdova, el presidente López Obrador desea retirar la escalera hacia la democracia que le permitió llegar al poder, para quedarse en el mismo y no permitir las alternancias –tan comunes en las lides democráticas– por tiempo indefinido; pues desea que su grupo político sea quien siga detentando el poder. Sin embargo, AMLO rebatió esa idea, fustigando tanto a Córdova como a los marchantes dominicales al deslizar que no eran demócratas cabales ¿Cuál argumentación de las anteriores es la correcta? A continuación reflexionaré al respecto.
Creo que, en este caso en particular, la razón le asiste a Lorenzo Córdova. Durante un largo trecho de la otrora Presidencia Imperial (1929-2000), México fue un país que transitó a la modernidad y que logró tener un prestigio en el mundo; pero que no podría considerarse como democrático desde los estándares actuales. El mandatario en turno era el amo y señor de los destinos de la nación, domeñando desde las secretarías de estado, hasta el Congreso, la Corte y las gubernaturas. Bajo esta tesitura, el dicho de don Adolfo Ruiz Cortines que “los Senadores y los gobernadores eran del presidente” era cierto –en este contexto–, pues el mandatario nominaba a algunos de sus cercanos para que ocuparan diversos encargos. La influencia del presidente llegaba a dondequiera y se podía sentir en las más diversas instituciones del estado; los contrapesos eran mínimos.
Bajo este contexto, los márgenes de operación para la oposición resultaban muy reducidos. La influencia de AN (el sempiterno partido opositor) se reducía a unas cuantas diputaciones y alcaldías. Las codiciadas senadurías y las gubernaturas fueron cuasi patrimonio exclusivo del tricolor hasta finales del siglo XX; la posibilidad de lograr una competencia pareja e igualitaria con el oficialismo (tricolor) era exigua, sino es que inexistente, en un contexto en el cual el estado priista era el gobierno y el réferi a la vez. Resultaba imposible lograr más en unas condiciones tan complejas. Mientras de la izquierda, ni qué decir, pues mientras una parte de la misma estuvo proscrita durante buena parte del siglo XX (hasta la reforma de Don Jesús Reyes Heroles, en 1977, que permitió al viejo Partido Comunista recuperar su registro); la otra –particularmente el PPS y el lombardismo–, gravitaba en torno al PRI, comprando su relato del quehacer revolucionario y lo veían como un preludio para la consolidación del socialismo en México (hecho que, a la postre, nunca sucedería).
El hecho de que el sistema tricolor aceptara abrirse, para dejar de ser el réferi eterno; para ser un participante más de comicios competidos, fue una lucha que se dio desde la oposición, pero que el priismo tardío (particularmente los gobiernos neoliberales), pudieron comprender bien, pues la sociedad había ido cambiando paulatinamente. Sí, hasta hace más de medio siglo propugnaban su hegemonía y nada parecía estar permitido fuera del tricolor; para la década de 1980 –y particularmente, la de 1990– las condiciones habían cambiado y no podían aferrarse a un relato caduco. Máxime, cuando los convenios internacionales -signados durante los gobiernos de Miguel de la Madrid, Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo- veían a la democratización de una nación como una actividad relevante para recibir apoyos internacionales y ser avalada como practicante de buenos hábitos gubernamentales.
En pocas palabras, ser demócrata estaba de moda en el mundo –particularmente, luego del “Fin de la Historia” de Francis Fukuyama–; mientras los estados autoritarios emanaban un tufo al pasado que se quería trascender para siempre. Y el tricolor, ávido de estar a la vanguardia –así fuese un signo del pasado– maquinó su apertura interna y externa, aunque la misma no siempre resultara para todos los efectos. Pero fue, bajo esta coyuntura, que se dio el surgimiento del IFE y del INE; y que la división de poderes pasó a ser una quimera, a una realidad que se vio consolidada a partir de los gobiernos competidos que se dieron desde la transición a la democracia (es decir, desde la década de 1990).
Por ello, resultan sorprendentes las palabras del presidente. Siendo él mismo actor relevante para la consolidación de la democracia en México, no deja de ser sorpresivo su discurso donde tacha a sus opositores de ser poco demócratas. Esto, porque si alguien contribuyó al crecimiento de la izquierda en México como opción política, fue él. Hasta la década de 1980, las izquierdas nacionales eran una constelación de pequeñas fuerzas políticas que no tenían, ni de lejos, la fuerza del oficialismo o de AN. Fue a partir de la creación del PRD cuando ese escenario comenzó a modificarse; siendo durante la gestión de AMLO como líder del “Sol Azteca” cuando el partido en cuestión pasó a tornarse en un contendiente relevante, pasando a tener una bancada numerosa en el Congreso de la Unión, así como diversas gubernaturas y la jefatura de gobierno del Distrito Federal en la figura del ingeniero Cárdenas (que había sido un bastión tricolor desde el surgimiento del México contemporáneo). Empero, si algo le ayudó a las izquierdas para despuntar –y, dos décadas después, vencer electoralmente con éxito– fue, precisamente, el tener nuevas reglas que permitieran el pluralismo y no aquellas que se congraciaban con un régimen autoritario.
Aun así, pareciera que la narrativa se ha modificado. Siendo oposición, las izquierdas fueron beneficiarias de estos acuerdos para la consolidación democrática de la República; pero da la impresión de que siendo el nuevo oficialismo (a partir del 2018) no desean compartir el pastel con el resto de las fuerzas políticas, intentando trazar una nueva hegemonía a partir de una nueva narrativa popular y electoral. Pero eso sería retornar hacia la década de 1970, restableciendo un modelo obsoleto e inaplicable para una nación que se ha modificado, con creces, a lo largo de 40 años; sería la mutilación de la escalera que permitió grandes avances en el lapso indicado, lo cual no sería conveniente para el devenir de la República Mexicana, baste aclarar.
A esto, debo decir que no creo que estemos presenciando –aún– la restauración de la Presidencia Imperial. A pesar de que AMLO es el presidente más poderoso desde Miguel de la Madrid, creo que, a pesar de sus polémicas –verbales y políticas– la división de poderes se ha mantenido. Sin embargo, la democracia sí es un bien que debemos cuidar.
La democracia debe estar para garantizar que los diversos contendientes –de izquierda, derecha o centro– posean la cancha pareja y que no haya dados cargados para ningún lado. La ciudadanía debe tener el poder de ratificar a los buenos políticos y de castigar a los malos elementos, ése es el gran poder del quehacer democrático. No lo demos por sentado. Para la reflexión, estimados lectores.
***