Veremos cómo discurre la coyuntura en estas últimas semanas del proceso electoral, y cuál será el derrotero al que México se encamine en los días venideros
Por Hernán Ochoa Tovar
Hace casi un año, en una muy adelantada campaña presidencial, el partido en el gobierno parecía que refrendaría el gobierno con facilidad. Ello, a contrapelo de los últimos sexenios, pues, desde 2012, no ha habido una ratificación del partido que se encuentra gobernando en ese momento, produciéndose dos alternancias en los últimos comicios (2012 y 2018 con especial énfasis).
Con un resultado así, parecería que el Presidente López Obrador se dedicaría a administrar la victoria anunciada. Sin embargo, ha tenido comportamientos contradictorios en este sentido, ya que, aunque la narrativa gubernamental prevaleciente ha sido de un triunfo inobjetable del oficialismo; las actitudes del mandatario en este tenor, han dado lugar más a dudas que a certezas. Esto se ha vislumbrado con particular relevancia durante el proceso electoral. A lo largo del mismo, AMLO ha roto tradiciones que se habían presentado durante los últimos sexenios. Por ejemplo, los últimos presidentes habían guardado la neutralidad política públicamente –aunque tras bambalinas operasen para su partido– y, tras las elecciones, comenzaba la transición y la consecuente entrega-recepción.
De manera semejante, los últimos mandatarios tenían claro que el sexto año de gobierno era una especie de pendiente donde el presidente en turno comenzaba a perder poder, y, a pesar de lo titánica de esta tarea, el gobernante la iba asumiendo e iba entregando la estafeta a su eventual sucesor.
Con Andrés Manuel López Obrador no ha sucedido así, sino todo lo contrario: en un lapso en el cual debería invocar a la neutralidad, AMLO ha decidido seguir administrando el conflicto, así como seguir siendo el protagonista de una historia declinante. Quizás pretendió emular a los mandatarios del viejo presidencialismo, pero, incluso éstos, iban emprendiendo la retirada mientras el “nuevo” iba acaparando los espacios de poder. Ahora no ha sucedido así.
Aunque no se tiene la certeza para esgrimirlo, pareciera que AMLO hubiera endosado a la doctora Claudia Sheinbaum su programa de gobierno, y la hubiese comprometido a seguirlo a rajatabla. Más que una candidata en pos de una continuidad gubernamental y partidaria; veo en la doctira Sheinbaum a una intérprete cabal del pensamiento obradorista.
Si, en algún momento, Agustín Basave planteó que la doctora Sheinbaum se asemejaba al rol que tuvo Francisco J. Múgica durante el Cardenismo, no podría estar más de acuerdo: esto, porque, el presidente se decantó por la candidata que le garantiza una fidelidad extrema a su agenda de gobierno, más allá del pragmatismo o posibilidades de victoria que pudiese concitar en el electorado mexicano (más allá de las bases del morenismo).
Bajo esta tesitura, considero que dicha estrategia ha tenido equívocos. A pesar de que la doctora Sheinbaum tiene las credenciales académicas y políticas para elaborar una propuesta de gobierno decente, sus planteamientos han descansado casi únicamente en el continuismo a la 4T, permitiéndose pocos correctivos y golpes de timón. Si bien, tiene una agenda gubernamental más ambiciosa que su mentor, y la empresarial pareciera tener un guiño más amplio a la patronal; en otros sentidos parece la 4T 2.0 con pocos ambages.
Esto llega a ser problemático porque el gobierno tiene áreas de oportunidad, particularmente en seguridad y salud; pero también hay claroscuros en cuestiones educativas y medioambientales; y la corrupción llega a ser una asignatura pendiente, aunque con luces y sombras discursivas. Empero, la doctora Sheimbaum, como si fuese la vocera presidencial, insiste en que todo está bien y que hay que continuar con el mismo rumbo.
Se sobreentiende que en las áreas donde hay éxito se quiera mantener el mismo rumbo; pero en aquellas donde el plan no funcionó, lo que queda es corregirlo. Pero, pareciera que, para el oficialismo, plantear aquella posibilidad encarna una especie de peccata minuta y, por lo menos hasta las postrimerías del proceso electoral, no se visualizan intenciones claras en ese sentido.
Quizá fue por eso que la marea rosa cundió tanto el domingo pasado, sobre todo en la Ciudad de México. En una ciudad (la CDMX) que ha sido gobernada por las izquierdas por más de cinco lustros, y que ha estado comandada por el mismo grupo político, la sociedad empieza a mostrar visos de agotamiento. Esto es natural, pues, en sitios donde un mismo partido gobierna durante muchísimos años, el desgaste comienza a arreciar y, en ocasiones, los vicios aparecen.
Y esto parece haber alcanzado a la CDMX, la urbe progresista por antonomasia, que fue sede de las luchas democráticas de fin de siglo y partícipe fundamental para cuajar dicha transición.
Porque, a pesar del progresismo que se ha respirado en el Antiguo Palacio de Gobierno a partir de la llegada del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas al gobierno (1997-1999), ha habido cuestiones que no se han podido corregir del todo, destacando la desigualdad y la delincuencia. Y, muy probablemente, el electorado chilango esté deslizando esa posibilidad, de vislumbrar una alternancia por la derecha, de cara a los comicios del 2024.
Resulta menester aclarar que Xóchitl Gálvez pudo leer esa posibilidad. En una ciudad cansada y polarizada, su discurso reflejó un guiño a la esperanza. En un gobierno federal que invita a la polarización y a la división, Gálvez pugnó por la unidad, la cooperación y una nueva forma de hacer las cosas. Quizás al oficialismo no le agradó, pues la emergencia de la marea rosa fue el surgimiento de algo nuevo, en una ciudad que se había inclinado por las izquierdas en los últimos tiempos, cuyo territorio dio pie al surgimiento de Morena; siendo además, el lugar donde el Presidente López Obrador obtuvo su mayor capital político, mismo que le permitió catapultarse para el gobierno federal en tres ocasiones, hasta que finalmente lo logró.
Por otro lado, el debate fue una especie de extensión de esta narrativa de ruptura. Si la doctora Sheimbaum quiere representar una continuidad ¿sin cambios? –porque discursivamente se ven pocos, la verdad–; la narrativa de Gálvez fue el contraataque persistente a un relato que resulta verosímil desde la lectura de AMLO, pero difícilmente se sostiene bajo los indicadores del rigor y la técnica. Y, desde esa tesitura, Gálvez supo descolocar, dejando entrever que la elección del 2 de junio será todo, menos un mero trámite (doctora Sheinbaum, dixit).
Lo lamentable del asunto es que el compás del tango llegó a tornarse cada vez más agresivo, pues en lugar de debate llegamos a vislumbrar –en ocasiones– un diálogo de sordos. Un concierto de candidatas y candidato dando contraataques y propuestas aisladas; pero no un análisis holístico que nos permitiera visualizar cabalmente el proyecto de nación de cada uno de los ponentes.
Finalmente, creo que, hacia el 2 de junio nos queda una especie de principio de incertidumbre. Aunque el grueso de las encuestas insiste en colocar por delante un triunfo del oficialismo, la narrativa imperante nos lleva a la duda. Hace seis años, con una eventual victoria de AMLO, se percibía un ambiente muy distinto al actual. Veremos cómo discurre la coyuntura en estas últimas semanas, y cuál será el derrotero al que la nación se encamine en los días venideros. Eso, está por verse. Aún. Sólo nos queda esperar.