Opinión

El goce de lo atroz: narcocultura y la colonización del inconsciente



martes, abril 15, 2025

El Estado tiene la obligación de restituir el tejido social, de reconocer y dignificar las memorias de quienes han sido arrasados por la violencia, y de impulsar políticas culturales, educativas y simbólicas… esto supone dejar de mirar la narcocultura solo como un fenómeno delictivo o de “mal gusto”, y comprenderla como un síntoma de la profunda desposesión simbólica y material que atraviesa a amplios sectores de la población

Por Salvador Salazar Gutiérrez*

La noche del pasado 11 de abril, en el palenque de la Feria de Texcoco, el artista Luis R. Conriquez expresó ante el público presente que, al parecer por una orden de prohibición establecida por el gobierno del estado, no interpretaría canciones que forman parte del fenómeno de los narcocorridos. Al momento de expresar su negativa, los asistentes al evento comenzaron a agredir física y verbalmente al cantautor y sus músicos, tomando el escenario y destrozando con una cólera desbordada todo aquello que estaba a su paso. Ya semanas antes, en la ciudad de Guadalajara se presentó una situación en la misma línea, al momento que un grupo de música norteña en un foro, propiedad de la Universidad de Guadalajara, colocó la imagen de quien es considerado el principal líder del Cartel Jalisco Nueva Generación, provocando con ello el alarido de quienes estaban presentes en el espectáculo. Este lunes 14 de abril, aparece en la prensa que otro cantante de este género musical, se vio obligado a cancelar sus actuaciones en Querétaro por considerar que la letra de su música favorece una apología del narcotráfico y sus violencias.

Varios comentarios de quienes son expertos en la temática se han posicionado en la esfera pública. En su mayoría, coinciden en que esta tendencia reciente de gobiernos a “negar” o “prohibir” este género musical en eventos, no puede explicarse sin referir obligadamente a las presiones que el gobierno de Estados Unidos ha generado frente al gobierno mexicano en su limitada e inoperante acción de control y detención de la presencia de cárteles de la droga en diversas regiones del país. Si bien estoy de acuerdo con ello, me gustaría abonar a la reflexión a partir de una línea de lectura que permita en términos generales, comprender las razones del enardecimiento, exaltación y apropiación colectiva de tal magnitud del género musical en diversos sectores de la población.

Expertos como Rossana Reguillo, José Manuel Valenzuela Arce, o en el caso particular en Ciudad Juárez el periodista y profesor universitario Arturo Chacón, han plasmado la importancia de abordar la llamada narcocultura para comprender este paisaje de apropiación del goce-deseo atroz. Para Reguillo, la narcocultura no se puede comprender si no es abordada como una especie de máquina de seducción, que opera y se vuelve atractiva, sobre todo, pero no exclusivamente, en jóvenes precarizados, expulsados del sistema educativo y laboral, quienes encuentran en ella una forma de visibilidad, de sentido y de pertenencia. Por otro lado, Valenzuela Arce da cuenta cómo el narcocorrido es una narrativa “desde abajo”, una forma de relato popular que muestra las hazañas, excesos, y conflictos del mundo del narcotráfico. En su análisis, el narcocorrido es una expresión musical y literaria que surge del corrido tradicional mexicano, pero se transforma con el auge del narcotráfico y las economías ilegales. Arturo Chacón, al analizar el fenómeno de las llamadas “buchonas”, evidencia cómo la narcocultura atraviesa la dimensión estética de los cuerpos en particular produciendo una especie de feminidad hipersexualizadda y glamorizada.

En sintonía con estos planteamientos, y considerando los aportes de la psicoanalista brasileña Suely Rolnik en su libro “Esferas de insurrección, apuntes para descolonizar el subconsciente”, propongo una línea de lectura en relación a ubicar cómo el narcocorrido es un fenómeno que penetra en el inconsciente de un tejido de sensibilidad en el que la violencia se articula al deseo de estar presente y ser visible en la esfera pública. Desde la perspectiva de Suely Rolnik, el inconsciente —entendido no como una estructura estática de la psique individual, sino como una dimensión sensible, colectiva y productora de deseo— ha sido colonizado por los regímenes neoliberales de subjetivación-deseo. Regímenes que funcionan como dispositivos que no solo organizan la economía y la política, sino que penetran en la intimidad del ser, modulando la sensibilidad y orientando el deseo hacia formas funcionales al mercado y poder.

En el contexto de la violencia del narcotráfico, este régimen encuentra un terreno fértil: la precariedad estructural, la exclusión social y el abandono institucional dejan al deseo sin territorio vital, sin horizonte posible más allá de la supervivencia. En ese vacío, el narco aparece no solo como un actor económico o criminal, sino como un modelo deseable de vida, una forma de existencia que promete movilidad social, respeto y poder, aunque sea a través de la muerte. La violencia extrema, entonces, no es un simple efecto colateral, sino un componente central del régimen de deseo: el espectáculo de la crueldad, la figura del narco poderoso y la buchona lujosa se convierten en afectos aspiracionales, en inscripciones sensibles que moldean el imaginario colectivo. Así, el narco no solo mata cuerpos, sino que ocupa la maquinaria del deseo, produciendo subjetividades funcionales a un sistema de muerte y despojo. En el contexto mexicano, esta colonización se articula profundamente con la narcocultura, como una de las formas más intensas y extendidas de producción simbólica en el entramado del narcopoder.

La violencia atroz del narcotráfico —esa que descuartiza cuerpos, desaparece personas, despliega el terror como espectáculo— no solo opera sobre la materia física, sino también sobre el campo afectivo y perceptual de la sociedad. No se trata solo de cuerpos ejecutados, sino de un imaginario social invadido por la lógica del narco, donde la muerte, el miedo, la crueldad y el goce del poder se vuelven cotidianos, aspiracionales, deseables. La narcocultura, en tanto dispositivo simbólico, constituye una maquinaria eficaz para esta colonización del inconsciente: distribuye afectos, produce identificación, organiza los circuitos del deseo colectivo.

Los narcocorridos y su estetización de la violencia y del poder bélico forman parte de una maquinaria de captura que modula lo que se puede sentir, desear e imaginar. La potencia deseante, es cooptada por formas de goce asociadas a la dominación, la ostentación, la impunidad. Como diría Rolnik, el deseo ha sido infectado por una lógica colonial, una que transforma la potencia en adicción al poder, al consumo, a la espectacularización del yo violento.

En este sentido, el narco no solo ocupa territorios físicos, sino también el espacio del inconsciente colectivo a través de su narcocultura.  La repetición de narrativas, íconos y estéticas, se imprime en la piel social bajo un régimen afectivo basado en la supervivencia individual, la exaltación de la fuerza y la normalización de la muerte como horizonte. Esta forma de colonización es especialmente eficaz porque no se impone por decreto, sino que produce goce, genera admiración, seduce. Es la lógica del sometimiento gozoso, donde la opresión se internaliza como aspiración.

Frente a dicho escenario, qué alternativa se vuelve de urgente atención en el horizonte. Comparto la expresión del fin de semana de la presidenta de México, en el sentido de que una acción prohibicionista y punitiva por parte del Estado mexicano no debe ser la alternativa. Porque ello sería limitar el enfoque como si se tratase de una patología provocada por ciertos agentes a los que hay que “eliminar” de tajo: por ejemplo, cantantes o interpretes de corridos. Lo primero es asumir que estamos frente a un fenómeno que no se produjo en un tiempo reciente o que solo es la expresión de una reacción alarida de un público que en ese momento se dejó llevar por la irracionalidad eventual. Sino partimos de entender que forma parte de un tiempo de mayor espesor, de décadas en el que sectores de la población se han visto influenciados por el glamour y la excentricidad de este imaginario propicio de la narcocultura, no lograremos generar alternativas sólidas para enfrentar su presencia.

Descolonizar el inconsciente, en este contexto, implica desmontar esos regímenes de sensibilidad que han hecho de la violencia una forma de identidad, y del dolor una estética del éxito, liberar el deseo de las formas de vida impuestas por la lógica neoliberal y narcopolítica. Significa reaprender a sentir, abrir espacio a otras vibraciones, a otros modos de existencia donde el deseo no esté al servicio del capital bélico, sino de la creación de mundos posibles. Como sugiere Rolnik, la insurrección empieza en el cuerpo, cuando dejamos de repetir lo que nos ha sido impuesto y empezamos a inventar desde la grieta, desde el temblor, desde lo que aún no tiene nombre

Se trata de restituir la potencia vital del inconsciente colectivo, de habilitar modos de existencia en los que la vida —y no la muerte espectacular— sea el eje del deseo social. Esto implica la construcción de una cultura por la vida, no como discurso abstracto, sino como entramado concreto de experiencias, narrativas, afectos y prácticas que devuelvan al cuerpo social la capacidad de imaginar, crear y sostener mundos habitables. Una cultura por la vida requiere espacios donde el dolor se elabore colectivamente, donde la memoria de las víctimas no sea instrumentalizada, y donde los cuerpos no sean mercancía ni blanco de exterminio, sino territorios de dignidad.

El Estado tiene la obligación de restituir el tejido social, de reconocer y dignificar las memorias de quienes han sido arrasados por la violencia, y de impulsar políticas culturales, educativas y simbólicas que desarticulen los dispositivos de captura del deseo operados por el narco y el capital. Esto supone dejar de mirar la narcocultura solo como un fenómeno delictivo o de “mal gusto”, y comprenderla como un síntoma de la profunda desposesión simbólica y material que atraviesa a amplios sectores de la población. Descolonizar el inconsciente colectivo, en este sentido, es también una tarea de justicia, una política de lo sensible que exige al Estado dejar de administrar el horror y comenzar a producir condiciones para que la vida —en plural, en dignidad, en comunidad— vuelva a ser pensable y deseable. En términos generales, las preguntas que deberíamos colocar en la reflexión pública podrían ser: ¿Cómo imaginar una pedagogía del deseo que dispute al narco el monopolio simbólico sobre la relación vida-muerte así como el sentido de presente-futuro?, ¿Es posible construir una estética de lo común que desplace el goce de lo atroz hacia un goce por la vida, lo colectivo y la defensa de la justicia?

***

*Salvador Salazar Gutiérrez es académico-investigador en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Integrante del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores nivel 2. Ha escrito varios libros en relación a jóvenes, violencias y frontera. Profesor invitado en universidades de Argentina, España y Brasil. En el 2017 fue perito especialista ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para el caso Alvarado Espinoza y Otros vs México.

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