Un mundo se acaba, eso es indudable. Que va a comenzar un nuevo mundo, también lo es, pero el mundo nuevo sólo podrá ser mejor si nos convertimos en sujetos que lo construyen… alterno al de la explotación y muerte sin fin
Por: Víctor M. Quintana S.
El coronavirus se expande sin fin. Es muestra y resultado de la expansión sin fin de la acumulación de riquezas, del poder de consumir, de la devastación de la naturaleza, de la competencia sin fin para que cada quien llegue al máximo del tener, del poder, del placer. De la globalización que no conoce límites nacionales, que subordina y aplasta lo nacional, lo regional, lo local, lo comunitario, lo personal.
La muerte, límite de límites, es el punto de llegada de esta expansión, aparentemente sin fin. La muerte de los ecosistemas; de las economías nacionales y locales; de las empresas medianas, pequeñas y familiares; la muerte de comunidades y culturas locales, de sistemas nacionales, y –también tradicionales– de salud pública, a través de la mercantilización de eso que es característicamente humano: el cuidado. Y ahora, la muerte de decenas de miles de personas humanas. Quien pensó que acumulación, expansión económica y consumo sin fin significaban más vida, aunque fuera para una minoría del 1% de la población global, se equivocó rotundamente: ¿de qué sirve estar sano si aquellos que te sirven –o de quienes te sirves– te pueden contagiar o ya no te pueden servir? ¿de qué sirve mercantilizar todo, incluso la naturaleza y el cuidado de las personas, si las pandemias ya instaladas pueden destruir incluso el mercado?
Un mundo se acaba, eso es indudable. Que va a comenzar un nuevo mundo, también lo es. Pero no por consecuencia mecánica va a ser un mundo mejor. Puede ser peor. Lo será en la medida en que sigamos las inercias que hicieron posible este mundo que se desmorona. Si queremos volver a la normalidad que nos condujo al desastre vamos a aceptar que esa normalidad sea militarizada, supervisada, controlada por unos cuantos.
Si dejamos que el miedo sea el motor de nuestro actuar. Si permitimos que el confinamiento se convierta en encerramiento en mi yo, en los míos. Si nos sometemos a los poderes externos –estatales o no, globales o nacionales– como seres pasivos, como objetos de vigilancia y de disciplina, todo esto por tratar de restaurar los añorados niveles de libertad y de consumo sin límites, entonces lo que haremos no será volver a la vida, sino como dijo el poeta, a una muerte sin fin.
No hay vuelta: el mundo nuevo sólo podrá ser mejor si nos convertimos en sujetos que lo construyen. Desde ya. Como señala, Atilio Borón, el sistema neoliberal que propició esta pandemia, este mundo enfermo, no caerá si no existen, si no se construyen las fuerzas sociales que lo hagan caer.
Desde ya debemos comenzar a construirnos como la fuerza social que haga brotar un mundo de vida, del buen vivir como dicen los indígenas sudamericanos. Para esto tenemos que constituirnos como sujetos, sumar nuestro grito al grito de la tierra, al grito de las y los excluidos. Podemos hacerlo en la medida en que nos confinemos, también con-finemos es decir, nos mantengamos dentro de los límites en nuestro consumo de cosas y de experiencias. Esos límites, hace mucho los marcaba Iván Illich cuando afirmaba: “Las fronteras entre lo bueno y lo necesario son prácticamente las mismas”.
Construiremos la esperanza en la medida en que nos construyamos como comunidad, como comunidad de comunidades, como Pueblo. Esto implica promover incansablemente, aun desde nuestro confinamiento, una nueva economía, economía de las necesidades y una sociedad del cuidado.
La energía social ya se está moviendo en esa dirección. Hay mil iniciativas en torno a una economía solidaria y local: compras en común de vecinos; apoyo a pequeñas empresas locales, aplicaciones para hacer directa la relación productores-consumidores; bancos comunitarios de alimentos, pago de sueldos a trabajadoras domésticas sin que acudan a sus labores; comprar lo estrictamente necesario para que no haya escasez, etc., etc.
Florecen también iniciativas para el cuidado, como lo entiende Leonardo Boff: “una actitud de relación amorosa, suave, amigable, armoniosa, protectora de la realidad personal, social y ambiental”: profesionales de la salud mental que brindan atención telefónica y por redes sociales a personas afectadas por la pandemia y el confinamiento; organizaciones de mujeres que de la misma manera atienden a mujeres que sufren violencia sexual, familiar, laboral; colectivos que acompañan a distancia a personas solas y a adultos mayores. Se están generando, siempre desde abajo, redes de protección social descentralizadas, autogestionadas, donde no privan ni la competencia ni el lucro ni el egoísmo, sino la solidaridad y el cuidado así entendido.
Los campos de acción de estas iniciativas se incluyen mutuamente: cuidado-salud-ecología-justicia social. Es así como desde abajo y desde ya, a los ritmos de la gente y con una paciente impaciencia se va construyendo un mundo alterno al de la explotación y muerte sin fin.