Este viernes murió el padre Pedro Pantoja, uno de los personajes icónicos en la lucha por los derechos de la población migrante que cruza por México hacia Estados Unidos. Aquí una mirada a la cara poco conocida en la vida del sacerdote jesuita
Texto: Alberto Nájar / Pie de Página
Una tarde de miércoles, entre una taza y otra de café, el padre Pedro Pantoja Arreola contaba la primera vez que vio al mítico César Chávez.
Tenía poco tiempo de profesar los votos como sacerdote jesuita. Buscaba, como muchos jóvenes de la Compañía de Jesús en ese 1962, una forma de servir a Dios entre los seres humanos.
Por eso viajó a los campos agrícolas de California, Estados Unidos. El país vivía entonces la efervescencia social que moldeó su historia reciente:
Los movimientos estudiantiles en Washington contra las guerras interminables de su país; la elección de un presidente joven como John F. Kennedy y su revolución política, los apasionados discursos y el movimiento creciente que desataba el doctor Martin Luther King.
Y también, al otro lado de la revuelta social en el este de Estados Unidos, la palabra-acción de César Chávez, el líder de los campesinos en la costa oeste.
Chávez encabezaba el movimiento de los mexicanos que laboraban casi como esclavos en los campos agrícolas de California. Miles trabajaban bajo el sol implacable del llamado Valle de la Muerte, sin apenas beber agua, escasa la comida y ausentes un refugio seguro para dormir y menos los servicios médicos.
En ese terreno hostil el joven sacerdote jesuita encontró su primera vocación de servicio.
Durante más de una década, Pedro Pantoja acompañó a los jornaleros, cultivó campos agrícolas y sufrió las extenuantes jornadas agachado durante horas, el sol en su espalda mientras arrancaba lo más pronto posible las hortalizas, la competencia feroz por ganar unos centavos de dólar.
Quizá la herencia de esos años fueron sus manos duras, fuertes, ásperas de piel pero inesperadamente cálidas al estrechar las de otros.
De esa experiencia, el joven sacerdote jesuita entendió que su camino era el de los migrantes. Lo dijo en algún momento de la conversación, en la quinta o séptima taza de café desabrido en el restaurante de un hotel en el centro de Ciudad de México.
La siguiente estación de su vida fue en 1994, cuando una huelga en la empresa Altos Hornos de México, en ese entonces la principal empresa de acero del país, se fue a pique.
Miles de trabajadores desempleados huyeron a Estados Unidos. Pantoja vivía en Eagle Pass y de un día para otro encontró en las calles de la ciudad, fronteriza con Coahuila, a cada vez más paisanos suyos.
Abandonados, sin dinero, comida o refugio. Atrapados la mayoría en la frontera norte de México porque a unos pasos existía un muro, de concreto y policías, que les cerraba el paso.
Para el sacerdote Pantoja fue el momento de volver a su país. En poco tiempo construyó un albergue en Ciudad Acuña para los trabajadores que estaban varados en la frontera.
El refugio fue el cimiento de Frontera y Dignidad, una iniciativa social que al paso de los años se convirtió en un proyecto enfocado en los nuevos necesitados:
El creciente río humano desde Centroamérica que pretendía librar el dique de la frontera con Estados Unidos. Miles de migrantes recorrieron todo el país, en la búsqueda desesperada del camino a una vida mejor, segura.
En las varias rutas que eligieron una de las estaciones fue Saltillo, la capital de Coahuila. En ese lugar el sacerdote ayudó a fundar un refugio para los migrantes centroamericanos.
Se llama Belén, Casa del Migrante, que desde hace décadas es un espacio de seguridad ante el acecho de la violencia y persecución de bandas de delincuencia organizada.
No es sólo un refugio para migrantes. Representa el faro de un proyecto amplio de protección y denuncia a una población acechada no sólo por traficantes de personas, sino por las instituciones del Estado mexicano.
Es el entorno cotidiano al que se enfrentaron el padre Pedro Pantoja y sus colaboradores. Desde las amenazas del cartel de Los Zetas, la incomprensión y agresiones de la comunidad en Saltillo hasta los intentos recientes de la Guardia Nacional para allanar el refugio.
Esto enfrentó el sacerdote jesuita. En aquella conversación prolongada decía que las amenazas, la sugerencia de que la violencia y muerte por su trabajo era el futuro de su vida, estaban equivocados.
“Fue al revés. Ni a mi, ni a nadie del equipo nos creó una barrera, un obstáculo que nos detenga o amedrente”.
Y así fue. Hasta ahora. Hace unas semanas fue hospitalizado, en medio de una nueva crisis sanitaria por la pandemia de covid-19
Una última batalla que, esta vez, no pudo librar el sacerdote jesuita. El padre Pedro Pantoja murió la tarde del viernes 18 de diciembre.
El día que la Organización de Naciones Unidas decretó para recordar a los migrantes.
El pueblo que hace casi medio siglo le dio sentido a su vocación sacerdotal. Y a su vida.
***
Este trabajo fue publicado originalmente en Pie de Página que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar la publicación original.