Manuel Loera
Economista y Académico
Después de un largo periodo, casi interminable de 80 años (un siglo si consideramos que los límites los imponen las grandes rupturas históricas), hoy la vida en México se reencuentra con un Gobierno que lleva en el corazón de su proyecto, la promesa de mejorar la situación de los pobres.
Igual que en diciembre de 1934, hoy asume el Gobierno un presidente que tiene la voluntad manifiesta de transformar el país, de combatir la desigualdad, para poner de cabeza un modelo de desarrollo que desde hace 42 años se olvidó de los campesinos, de los obreros, de los empleados, de los trabajadores con bajos ingresos y, desde luego, de las mujeres y hombres sin empleo; pero también dejó de lado a la mitad del cielo: a todas las que se ocupan de la economía invisible, de la economía del hogar.
Porque es importante esta comparación, porque al igual que Lázaro Cárdenas, López Obrador tiene como centro de su proyecto de nación, un conjunto de reformas que apuntan hacia un solo objetivo: recuperar el nivel y condiciones de vida de los más humildes, de los trabajadores; pero justo este propósito lo vincula íntimamente con la gran reforma cardenista, tan bien expresada por Ramón Beteta cuando en una conferencia dictada en defensa del Plan Sexenal, en la Universidad de Austin, en noviembre de 1935, sintetizó el gran propósito de la misión del gobierno de Cárdenas, apropiándose de las palabras de Fray Bartolomé de las Casas, quien en su incansable batalla contra los excesos de los conquistadores expresó: “no habrá salvación para los indios hasta que no les sean devueltas sus tierras”; lo cual hubiera bastado, pero Beteta hizo profesión de fe y concluyó: “Nosotros también creemos que no habrá salvación para México hasta que toda la tierra sea devuelta a sus hijos”.
A casi un siglo de distancia ayer asumió el Gobierno del Estado mexicano un hombre que prometió superar los muchos males de los muchos Méxicos, reduciendo las brechas que social y económicamente han dividido a México en dos naciones: la de los beneficiarios del modelo neoliberal y la de las trabajadoras y trabajadores precarizados; y, como en la década de los treinta, hoy se propone, guardadas las proporciones y las circunstancias, volcar toda la energía del Gobierno y la sociedad para generar un modelo duradero que, al menos restaure lo que en cuarenta años de modernización liberal los trabajadores perdieron.
La pretensión es factible y de ninguna forma ambiciosa. No se busca ir más lejos de lo que ya fue posible a mediados de los setenta, tampoco se pretende resolverlo en minutos, lo importante es el golpe de timón; el nuevo rumbo hacia donde debe navegarse, restaurando las condiciones de los trabajadores.
Ese siglo nos demuestra que habrá oposición, especialmente de los grandes empresarios, quienes ahora deberán pensar en modelos de desarrollo empresarial, con una grave responsabilidad que los obligará a restaurar en el menor plazo posible las remuneraciones de los trabajadores.
Si uno revisa la historia, de este corto siglo de ochenta años, encontrará que durante la primera parte que culminó a mediados de los setenta hubo múltiples batallas, conflictos por el reparto de los beneficios de nuestro progreso económico y social; las amenazas contra las reformas que mejoraron las condiciones de vida y trabajo de los obreros fueron permanentes y siempre presagiaban el desastre; pero al final fueron aceptadas.
Pensando en esta resistencia, el nuevo gobierno enfrenta un gran reto, expresado en una breve fórmula: mejorar a los de abajo sin irritar a los de arriba. El reto es formidable y la clave está en las propias palabras del padre Las Casas, que propuso no sólo mejorar la situación material de nuestros antepasados, sino además salvarlos espiritualmente; traducido al presente este propósito encierra una doble misión que tiene enfrente, López Obrador.
De forma alguna es suficiente concentrarse en mejorar las condiciones de trabajo y el bienestar material de los humildes, justo ese fue el gran error de los primeros regímenes priistas de la primera hora (1934-1976). Conscientemente olvidaron la relevancia de las libertades democráticas, las subordinaron, con el pretexto de asegurar el desarrollo económico; en su viejo discurso la democracia podía esperar y ese fue su mayor error. Cuando se desgastó la energía que permitió un crecimiento material inusitado de la posguerra, el régimen perdió su razón de ser y no tuvo tiempo de recuperarse; fueron otros partidos, muy especialmente los alineados en torno a la “oposición leal” (preponderantemente el PAN) los que, paso a paso, sepultaron el régimen, heredero de la Revolución Mexicana.
López Obrador debe comprometerse no sólo a mejorar las condiciones de vida del México Olvidado; también debe comprometerse, con honestidad, a fortalecer todas las instituciones que sirven de plataforma a la muy debilitada democracia mexicana. No basta el pan, debe también asegurar la paz civilizada; reinterpretando las palabras del padre las Casas, le toca cumplir esa doble misión para salvar el espíritu moderno de la nación mexicana.
mloera@uacj.mx