Una multitud de migrantes han sido expulsados bajo el Título 42, una ley que con argumentos de “seguridad nacional” relacionados a la pandemia envía a México a las personas que solicitan entrar a Estados Unidos. Sin un proceso legal familias son llevadas a Corinto, Honduras, y vuelven a sentir cerca de los peligros que les orillaron a salir
Texto: Rodrigo Soberanes / Fotografías y video: Duilio Rodríguez / Pie de Página
Corinto, Honduras- “¿A dónde estamos? En Honduras, ¿no?”, preguntó una mujer que acababa de bajar de un autobús durante la madrugada con sus dos niños.
Si no fuera por un pequeño rótulo colocado al lado del camino que da la bienvenida a ese país, sería difícil distinguir el lugar de cualquier otro paraje de la ruta que acababa de recorrer.
Estaban en Corinto, una comunidad ubicada en la frontera norte de Honduras con Guatemala que en la última década se ha ido labrando la imagen del lugar al que ninguna persona hondureña quiere llegar.
Cuando baja ahí de uno de esos autobuses, sabe que su intento por escapar de Honduras terminó. Se trata de uno de los lugares preferidos por los países de la región para ejecutar las expulsiones y deportaciones.
Es un lugar con unas oficinas de control migratorio, instalaciones de la policía, unas cuantas casas y mucha vegetación tropical alrededor. Las labores humanitarias son llevadas a cabo principalmente por organizaciones ciudadanas.
Desde que el gobierno de Estados Unidos aplica la ley Título 42, en Corinto son frecuentes las escenas de personas que, como la mujer y sus dos hijos recién bajados del autobús, son llevadas después de ser expulsadas de México o Estados Unidos e intentan tomar veredas para volver hacia el norte en el acto.
Al llegar ahí, las personas se vuelven a sentir cerca de los peligros que les orillaron a salir de Honduras.
La familia, integrada por la mamá y sus hijos de siete y tres años, es originaria de San Pedro Sula, la gran ciudad del norte del país donde por décadas se han arraigado las pandillas de la MS13 y Barrio 18, causando la huida masiva de millones de personas hacia el norte.
“No sé ni cómo me llamo, la verdad. A ver si Dios lo permite y no me matan”, insistió la mujer que recién volvía a pisar suelo hondureño, tras viajar desde Villahermosa en uno de los cinco autobuses llegados en caravana aquel día, el día en que se tuvo que reencontrar con su realidad en San Pedro Sula, de la manos de sus hijos.
Esta pequeña familia es parte de otra multitud: la de migrantes que han sido expulsados de Estados Unidos bajo el Título 42, una ley creada por la administración de Donald Trump que utiliza argumentos de “seguridad nacional” relacionados a la pandemia por la covid-19 para enviar a México a las personas que solicitan entrar a Estados Unidos por la frontera sur de ese país.
Alejandra Elizalde Trinidad, coordinadora del Programa de Género y Migración de la organización Formación y Capacitación (FOCA), asegura que la región está bajo un “cerco” implementado desde la frontera sur de Estados Unidos hasta Centroamérica, en puntos como Corinto.
“La situación general es terrible. No hay una política clara de asilo del país, al contrario, son políticas de restricción de movilidad».
Alejandra Elizalde.
Los efectos de esa política migratoria -ejecutada por la administración de Joe Biden- se notan principalmente en los aeropuertos de Tapachula, Chiapas, y Villahermosa, Tabasco, a donde llegan los aviones procedentes de distintas ciudades de Texas con cientos de personas sometidas a un proceso de expulsión que, de acuerdo con organizaciones defensoras de derechos humanos, no tiene ningún sustento legal.
Tras los rastros de las expulsiones
Un día de finales de septiembre, en el aeropuerto de Villahermosa, se contaban hasta 11 autobuses estacionados junto a la pista de aterrizaje donde habían llegado dos vuelos procedentes del estado de Texas.
Aquel día, el segundo vuelo había aterrizado a las 8:32 horas y después del mediodía las personas migrantes que habían llegado permanecían dentro de los autobuses estacionados al lado de la pista de aterrizaje.
En ese momento del proceso de expulsión es difícil tener imágenes de lo que sucede e imposible tener testimonios directos de las personas que viajan detenidas en los aviones y luego en los autobuses.
La caravana de autobuses se dispersó al salir del aeropuerto. Algunas unidades se dirigieron a la estación del Instituto Nacional de Migración (INAMI), otras más hicieron un extraño recorrido dentro de Villahermosa en el que parecían matar el tiempo recorriendo la ciudad sin destino fijo.
Y también hubo autobuses que tomaron la carretera hacia Tenosique y la frontera de El Ceibo.
Sea cual sea el trayecto, cada autobús estaba custodiado siempre por unidades de la Guardia Nacional y por los numerosos controles migratorios instalados en el trayecto que se recorre en casi cuatro horas hasta llegar a El Ceibo.
Es un tramo donde se han escrito crudas historias durante años, pues es el trayecto que la población migrante debe recorrer caminando, esquivando a secuestradores, militares y policías para llegar a Tenosique y trazar su plan de viaje hacia el norte desde ahí.
El Ceibo es un punto de la geografía tabasqueña donde quedan vestigios de selva, como manchas de vegetación cerrada entre ejidos, comunidades y hatos ganaderos donde se escuchan los monos saraguatos que colman el lugar con sus aullidos en el ocaso del día.
También está un asentamiento humano con un puñado de casas, cuarterías, bares, tiendas de ropa y expendios mayoristas de alimentos básicos. No hay diferencias sustanciales entre un lado y otro de la frontera. De hecho, estando ahí, la frontera parece más un capricho que una necesidad.
En realidad, hay dos fronteras ahí. Una con horario de oficina controlada por las autoridades hacendarias y el INAMI, y la otra manejada por un grupo de personas que están claramente organizadas, cruzando por veredas cercanas con mercancías y personas, a pie o en motocicleta.
Un joven motociclista nos dijo el cruce de un lado a otro por esa vereda no toma más de ocho minutos en motocicleta. Contó que él estaba en el tercer nivel dentro de esa estructura, que tiene en la cima a personas que, por ningún motivo permitirán que unos periodistas conozcan cómo funciona esta red.
Dentro de la zona franca “legal” están otros autobuses controlados por el INAMI esperando a los que llegan desde Villahermosa para hacer el transbordo de los pasajeros y llevarlos a Corinto (también a otros puntos de Centroamérica), una maniobra rápida que tarda unos cuantos minutos en que la frontera permanece cerrada.
“Es como una reja de ganado de donde nadie puede salir”, dijo Andrés Toribio, director del albergue Belén ubicado del lado guatemalteco.
Toribio es una de las pocas personas que ha podido documentar lo que sucede en la llegada de migrantes expulsados bajo el título 42 a ese lugar.
Al llegar las unidades -dijo el defensor de derechos humanos- bajan principalmente mujeres con sus hijos desprovistos de sus posesiones y documentos. Llegan a un limbo en el que ni siquiera portan algún papel extendido por alguna autoridad migratoria.
El único papel que suelen tener es un “chequeo de COVID” que les realizan en México, confirmó Toribio.
En el tramo de transición entre los autobuses que llegan de Villahermosa y los que van a Centroamérica, cuando se sella la frontera, “sólo los suben al autobús y ya, no les preguntan nada”, dijo el director del albergue Belén.
“Con los niños hemos visto que no reciben ningún tipo de asistencia. Manifiestan que Migración les quita sus documentos y sus mochilas. Vemos que los niños vienen con un solo pañal para un día y sin leche. Tratamos de darles leche, pañales y ropita cuando asistimos a las personas en el puerto fronterizo”.
También se dan los casos en que migrantes son abandonados dentro de Guatemala y buscan el albergue, ya sea para quedarse ahí o para reunir las fuerzas que necesitarán para cruzar hacia México bajo las condiciones del “grupo” que controla el paso irregular de El Ceibo.
Raúl Granados, integrante del equipo de Cambio Estructural del albergue La 72, en Tenosique Tabasco, tiene información de primera mano sobre lo que sucede en El Ceibo, principalmente con mujeres y niños.
En primer lugar -contó Granados- una de las tácticas del INAMI para no dejar rastro de las expulsiones ilegales es escribir mal los nombres de las personas.
“Familias completas son retornadas sin un proceso legal. Son botadas en El Ceibo, en medio de la nada. Es una de las regiones más peligrosas de la frontera, donde hay organizaciones criminales transnacionales y de maras. Tienen que entrar de vuelta a México de manera irregular, por los puntos ciegos”, confirmó Toribio.
Después tendrán que caminar unos 60 kilómetros a orilla de carretera rumbo a Tenosique sorteando a la Guardia Nacional u otros cuerpos armados de México. Buscando brechas que rodeen controles fronterizos, saltando al monte cuando miren a alguna patrulla. O huyendo en desbandada.
El paso de las mujeres con sus niños será, principalmente, en las noches, fuera del horario de oficina, cuando quienes controlan la frontera son solamente los integrantes del “grupo” que hay en El Ceibo, cuya cara visible son los motociclistas que van y vienen decenas o cientos de veces cada día.
Un lugar al que acuden quienes logran llegar a Tenosique es el albergue La 72. Ahí está Raúl Granados. “Gran parte de la población son mujeres, madres solteras con sus hijos. Llegan asustadas por las persecuciones. Pasan días sin comer, bajo el sol y la lluvia. Asustadas por la persecución del INAMI”.
Según información en manos de La 72, el trayecto de días entre El Ceibo y Tenosique no es el final de su situación de riesgo: “esto de lo que huyen se lo vuelven a encontrar en México. Esas amenazas las siguen teniendo cerca. Mujeres que tenemos en la casa se han encontrado a sus perseguidores aquí afuera”.
Tenosique, El Ceibo y Corinto son algunos de los lugares donde se ven las consecuencias de la aplicación del Título 42 del gobierno estadounidense con la colaboración del gobierno mexicano para expulsar mujeres y dejarlas en parajes inseguros para ellas, sus hijas e hijos.
Abrir los ojos en Corinto
“Volvemos a este país, ¡mire!”, dijo otra mujer recién descendida de un autobús aquel día en la frontera de Corinto. Llevaba más de un mes en la ruta migratoria y volvió sin dinero, sin su teléfono (se lo arrebató un policía mexicano), con un secuestro vivido.
“No es una deportación. No les informan a donde llegan y no hay debido proceso. Lo que hacen no está dentro del parámetro y criterio de una deportación. Es totalmente ilegal. Es una violación sistemática a los derechos humanos, a la Ley de refugio y asilo político y protección complementaria, a la propia Ley de migración y a los convenios internacionales que México ha firmado sobre movilidad”, dijo Raúl Granados.
Alejandra Elizalde, de FOCA, contó que dentro del “cerco” de la región sur del país, donde esa organización, han captado casos de mujeres como los que se logran ver fugazmente en esos puntos de la frontera sur. “Son casos súper peleables en términos legales”, dijo la defensora de derechos humanos.
En Corinto, destino final de las expulsiones, organizaciones como la Red Jesuita con Migrantes en Centroamérica, intentan contender la emergencia humanitaria, con llegadas masivas de personas a altas horas de la noche o en la madrugada.
Los autobuses blancos llegan hasta una gasolinera que se encuentra del lado de Guatemala y cuando las personas descienden, descansan en unas sillas. Muchas de las personas que se sientan “no saben que están a tres pasos de Honduras. Tampoco saben si alguien los está esperando”, contó Karla Rivas, coordinadora de esa organización.
Ahí se les explica que hay autobuses llegados desde el interior de Honduras para conducir a las familias a un lugar seguro. “Apenas estos días se responsabilizó el Estado desde que empezó la expulsión”, contó Rivas.
Además de lograr traslados seguros, las organizaciones están pugnando porque los autobuses mexicanos no lleven a las familias durante la noche o la madrugada y que se aplique el Protocolo de recepción en horas tempranas.
Es así como la mujer de los dos niños que temía por su vida al bajar del autobús, se enteró de su situación por primera vez desde que fue detenida en Estados Unidos.
“Estábamos en Texas. Resultó que nos subieron a un avión, no nos dijeron para dónde íbamos, yo les pregunté y resultó que venimos a dar a México. Nos deportaron sin decirnos nada. Llegamos a Villahermosa, Tabasco, sin saber nada.
(En Villahermosa) pregunté al conductor para dónde íbamos y me respondió que no sabía. No nos dieron ninguna razón. Los bebés vienen enfermos, con tos, con gripa”, dijo la mamá de dos niños.
Una vez segura que estaba llegando a Honduras, dijo: Uno no sabe si lo van a matar aquí”, y siguió su camino.
*Este trabajo cuenta con información proporcionada por Radio Progreso.
***
Este trabajo fue publicado originalmente en Pie de Página que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar la publicación original.