La decisión de México de dejar de importar maíz transgénico para 2024 levantó una discusión en Estados Unidos. El debate tiene dos perspectivas: quienes lo ven como algo positivo y lamentan que el gobierno mexicano tome decisiones sin sustento científico, y quienes ven en la petición estadunidense un pretexto para no perder a México, su mayor importador de maíz amarillo.
Por Aleida Rueda / IPS noticias
México– La reciente decisión de México de dejar de importar maíz transgénico amarillo para 2024 desde Estados Unidos llevó al gobierno de ese país a pedir una justificación respaldada por fundamentos científicos, y generó cuestionamientos de si este tipo de negociaciones pueden responder más a intereses comerciales y políticos que a cuestiones técnicas.
Así lo manifiestan algunos especialistas que ven una suerte de maniqueísmo en el uso de la evidencia a favor y en contra de la importación de maíz transgénico. Esta situación, aseguran, no está contribuyendo a una verdadera discusión sobre la ciencia detrás de este cultivo ni sobre lo que implica conservar la diversidad de maíces nativos.
El conflicto entre las dos naciones nació a finales de 2020, cuando el gobierno de México publicó un decreto en el que planteaba que para enero de 2024 sustituiría el maíz genéticamente modificado con producción local. Esto implicaba dejar de importar los más de 16 millones de maíz amarillo, en su mayoría transgénico, que compra anualmente a agricultores en Estados Unidos.
Desde entonces han ocurrido varios desencuentros que llegaron a un punto álgido el 9 de febrero de 2023, cuando el nuevo negociador jefe de comercio agrícola de la Representante Comercial de Estados Unidos, Doug McKalip, solicitó a México una explicación científica que justificara su decisión de eliminar el uso y las importaciones de este maíz.
Unos días después, el 13 de febrero, México publicó un nuevo decreto en el que reitera que sustituirá del maíz genéticamente modificado, con una nueva fecha: marzo de 2024, y que mientras eso sucede, sí se podrá usar para la industria y alimentación animal, pero no para consumo humano, específicamente masa y tortilla.
El conflicto ha generado opiniones opuestas entre la comunidad científica. Por un lado se ubican quienes insisten en que hay suficiente evidencia de que en 35 años de uso los transgénicos no han generado ningún daño a la salud ni al ambiente, y por otro quienes ven su liberación como un riesgo de contaminación, y potencial pérdida, de los maíces nativos, con el agravante que México es el centro de origen y domesticación del cultivo.
Así que la solicitud de Estados Unidos está atravesada por estas dos perspectivas: quienes lo ven como algo positivo y lamentan que el gobierno mexicano tome decisiones sin sustento científico, y quienes ven en la petición estadunidense un pretexto para no perder a México, su mayor importador de maíz amarillo que, tan solo en 2021, pagó 4 mil 700 millones de dólares por 16,8 millones de toneladas.
“La reacción de Estados Unidos es normal”, dice el investigador del Instituto de Biotecnología de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Agustín López Munguía. Estados Unidos “está en su derecho de preguntar: ¿científicamente qué ha pasado en México? ¿Se les están muriendo los animales? ¿La gente tiene alergias? ¿Cuál es la evidencia que los está llevando a tomar esta decisión? Y lamento que la respuesta sea más una militancia”.
“Este tipo de decisiones sobre uso de maíz transgénico no es estrictamente científico, sino comercial”, dice, en el sentido opuesto, el investigador del Instituto de Geografía de la UNAM, Quetzalcóatl Orozco. “Como todo cliente, México está en el derecho de definir qué es lo que va a comprar, independientemente de si hay un argumento científico o no”.
“Desde hace muchos años existe algo llamado el diálogo de saberes, que tiene que ver con la importancia de reconocer otro de tipo de conocimientos y poder dialogar. En muchos de los problemas ambientales que enfrentamos actualmente, como especie, la ciencia no es la única voz”: Quetzalcóatl Orozco
“Incluso si la ciencia dijera que el maíz transgénico es completamente inocuo, o que es mucho mejor, si hay una comunidad que cree que el maíz es un dios, y cree que al hacerle esa modificación genética lo alteraron en su alma, hay que respetar la decisión. Esa comunidad no tendría por qué estar obligada a comer ese maíz transgénico”, explica Orozco.
Para el geógrafo, el conflicto implica una crítica a la preponderancia de la ciencia.
“Hay que bajar a la ciencia de esta pirámide en la que nos hemos puesto los científicos de que somos los que sabemos y decidimos. Desde hace muchos años existe algo llamado el diálogo de saberes, que tiene que ver con la importancia de reconocer otro de tipo de conocimientos y poder dialogar. En muchos de los problemas ambientales que enfrentamos actualmente, como especie, la ciencia no es la única voz”, aduce.
Para Munguía, esos retos ambientales requieren, justamente, ciencia. “El problema que enfrentamos es monumental y si queremos seguir alimentando a toda la gente no va a haber una sola cosa que resuelva todo el problema”.
En medio del debate prevalece la pregunta de si México tiene la capacidad real para sustituir el maíz amarillo que dejará de importar. “Nuestros maíces ancestrales son virtuosos, sagrados, sí, pero los producimos con rendimientos que no pasan de dos a tres toneladas por hectárea (t/ha). Cuando tenemos híbridos que te dan 14 t/ha”, dice Munguía.
La evidencia al respecto no es homogénea. Unos experimentos muestran un rendimiento de variedades nativas superior al 4,5 t/ha, otros concluyen que no hay diferencias significativas entre las dos semillas. Datos de la Secretaría de Agricultura de México muestran que el rendimiento del maíz que se siembra en Oaxaca (1,26 t/ha) está lejos del de las variedades híbridas de Sinaloa (13,83 t/ha). Por eso, se considera que sustituir el maíz transgénico requerirá resolver esos desafíos.
Desde una perspectiva conciliadora, Munguía explica que “el consumidor es el que va a decidir. Hay que hacerle llegar toda esta diversidad de maíces, pero producidos de una manera eficiente, distribuidos y comercializados de tal manera que la gente pueda llegar a un tianguis, a un supermercado, y pueda encontrar maíz blanco, amarillo, rojo, morado. Y que pueda disponer de ellos”.
Pero también es necesario “darle una conciencia al consumidor para que sepa que a lo mejor unos maíces van a ser más caros porque va a pagar el costo de la preservación de una riqueza cultural”.
Este trabajo se publicó inicialmente en IPS. Aquí puedes consultar la versión original.