Las aduanas. Nervios, tensión. En el autobús la gente murmura. “¿Nos irán a pedir cooperación?”, dice la vecina de asiento. ¿Pues cooperación de qué?, indago. “A veces piden 350 dólares que se deben de juntar, sí o sí, entre todos los pasajeros… Pura corrupción”
Por Évolet Aceves
Tw: @EvoletAceves
“Dios a todos perdona, perdona a todos”, escucho decir a algún creyente pasajero decir a su interlocutor en el autobús que va de Albuquerque, Nuevo México a El Paso, Texas, apenas partimos. Nos sobran 4 horas más de viaje.
Entre México y Estados Unidos hay un caudaloso río, caudaloso y devorador, de ahí que se le conozca como Río Bravo. Lo atraviesan las personas indocumentadas, van en busca de una suerte más benevolente que la que les ofrece América Latina.
Es tal la necesidad de tener una mejor vida, que vale más el intento, el azar, así sea a costa de los innumerables riesgos que se corren en el camino: robos, secuestros, asaltos, violaciones, chantajes, deshidratación, deportaciones, ahogamiento, asesinatos.
Del lado de México se le llama Río Bravo, y es que no se deja burlar fácilmente. Ese río embustero que contiene misteriosas corrientes que sumergen y traicionan hasta al más vivo nadador. Está cercado de púas gringas, por no mencionar las ya sabidas amenazas migratorias que también lo rodean, ese mismo río engañoso que cobra tantas vidas, que a diario se vuelve un río de lágrimas pero también de esperanzas, de sueños y deseos, con d de dollars.
Pero del otro lado, de acá, de Estados Unidos, se le conoce ya no como Río Bravo, ahora, aunque sean las mismas aguas, es conocido como Río Grande. Ya dejó de ser Bravo porque se logró vencer. Quienes lograron pasarlo, como auspiciando la bienaventuranza económica a la que ahora son acreedores, ya lo ven como el Río Grande.
Estando del lado de acá, la vida, aunque no será nada sencilla, al menos será mejor recompensada. El esfuerzo valió la pena, aunque sea sin documentos. Aun sin documentos, la nueva nación sabe recompensar muy bien porque el trabajo más pesado es para ellos, para nuestros hermanos indocumentados.
Y aquí cito al senador republicano de Louisiana, John Neely Kennedy, quien recientemente dijo: “Sin la gente de Estados Unidos, México, hablando en sentido figurado, estaría comiendo comida para gatos de una lata y viviendo en una carpa”, un comentario nefasto, discriminatorio y de sobra ofensivo. Sin indocumentados, Estados Unidos no sería lo que es. Los indocumentados hacen el trabajo duro, la mano de obra recia y reacia, el trabajo bajo el sol abrazador, quemante. Sin indocumentados, los gringos tendrían que hacer la chamba que hoy no quieren hacer.
Vuelvo al viaje en autobús. Pasamos por encima del Río Grande, el mismo que ha sido testigo de tantos y tantos hundimientos, de tantas vidas que se han llevado sus corrientes. Me aterra pensar que quizá por esas aguas turbulentas han pasado los cuerpos de nuestros paisanos, o de latinoamericanos que intentaron cruzar, pero no lo lograron.
Pasan unas horas, el autobús llega a Las Cruces, Nuevo México. Veo por la ventana a una mujer en la banqueta, deteniendo un letrero de cartón, con plumón negro dice: “I’m homeless, help me!”
Antes de llegar a la estación de autobuses de El Paso, atraviesa el autobús un tramo junto a las famosas rejas divisorias de los dos países. Veo México tras las vallas. Es Ciudad Juárez, la ciudad que impone su terracería entre casas maltrechas, amontonadas, y concreto encimado en el ladrillo, la ciudad que pareciera estar retando a las calles planas, rectas y bien pintadas de los gringos.
Border patrol, soldados hasta del lado de México, el riachuelo despide las tierras mexicanas, marca la separación territorial´del otro país, el que un día fue nuestro, el que un día fue invadido por Estados Unidos y que, sin embargo, en México nos enseñan que no fue una invasión, sino que Santa Ana por cuidar su pellejo decidió vender la mitad del territorio mexicano. Mentira. Esa firma fue producto de la invasión estadounidense.
El Paso es una confusión estética, por lo que veo desde el autobús. A veces pienso que es México, a veces pienso que es Estados Unidos. La gente se viste distinto que en otros lados de Estados Unidos y diferente a la gente de México, pese a los innumerables sombreros que veo desde el autobús. La arquitectura y la presencia de murales son únicos.
16:17: La garita de El Paso a Ciudad Juárez. OPEN ABIERTO. Nada que declarar, Nothing to declare, dicen los anuncios. Declaración voluntaria, Customs declarations.
Las aduanas. Nervios, tensión. En el autobús la gente murmura. “¿Nos irán a pedir cooperación?”, dice la vecina de asiento. ¿Pues cooperación de qué?, indago. “A veces piden 350 dólares que se deben de juntar, sí o sí, entre todos los pasajeros… Pura corrupción”. Pues si la remesa es el mayor ingreso en México, y estos son quienes la traen, qué tanto son 350 dólares, agradezcan que no les pedimos más.
Aprovecho para interrogar al conductor:
—¿Qué es lo más impactante que ha visto?
—A una señora que se puso a grabar mientras juntaban la cooperación. Grabó con su teléfono, “Esto es ilegal, esto no se tiene que hacer, aquí los tengo grabados”, decía. Pues tantito más adelante que me paran. Se subieron al autobús, y yo pues obedeciendo, y que bajan a la señora, “o borra ese video o la levantamos”. Pues ni modo de no borrarlo, se volvió a subir la señora bien espantada ya sin video. Todos nos quedamos callados.
—¿Pasa muy seguido?
—Depende, es que estos son los gatos de los narcos. Por eso imponen, hasta se siente en el ambiente, ¿apoco no?
Afortunadamente, los oficiales, que más bien parecen soldados, no piden cooperación. Pero sí nos hacen bajar y trasladar las maletas por una banda eléctrica, el procedimiento usual, el legal. Al atravesar la banda, mientras espero mi equipaje, atestiguo a un paisano que pagó, como chivo expiatorio, por todos los que pasamos. Lo interrogo minutos después, y también el curioso conductor acostumbrado a esto:
—¿Se lo chingaron?, ¿cuánto le chingaron?
—Novecientos —dice el paisano desesperanzado.
—¿¡Dólares!? —pregunto pasmada.
—No, pesos —dice el hombre mayor.
—¿Pues qué traía? —pregunto acompañándolo en su tristeza.
—Unos artículos.
Antes de subir al autobús para continuar el viaje, aprovechamos algunos pasajeros para comprarle a un señor burritos y refrescos. Los primeros burritos mexicanos que como. Deliciosos.
Un Oxxo a la vista, en medio de una marea de tierra y un puente dudoso por el que atraviesan coches mexicanos, es el primer anuncio de que ya estoy en México. Y algo más me avisa que ya es México, pero no cualquier parte, sino una zona empobrecida: Elektra.
Y yo pensando que en México no había Wendy’s, pues en Ciudad Juárez sí hay, pegadito al Soriana. Y más adelante, un Denny’s.
Todo cambia, hasta los semáforos dejaron de ser plateados para convertirse en amarillos, las calles más folclóricas y coloridas. Entre las múltiples personas jóvenes que piden dinero en los semáforos, veo a un muchacho cholo, con la cara pintada de payaso, pidiendo dinero en el alto del semáforo, que es también el alto de la economía y las ganas de pasarse al otro lado si es que en esta tierra existieran mejores oportunidades, tan cerca del gabacho y tan lejos de Dios.
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Évolet Aceves escribe poesía, cuento, novela, ensayo, crónica y textos híbridos. Psicóloga, fotógrafa y periodista cultural. Estudió en México y Polonia. Ha colaborado en revistas y suplementos culturales, como: Pie de Página, Nexos, Replicante, La Lengua de Sor Juana, Praxis, La Libreta de Irma, El Cultural (La Razón), Revista Este País, entre otros. Fue galardonada en el Certamen de ensayo Jesús Reyes Heroles (Universidad Veracruzana y Revista Praxis, 2021). Ha realizado dos exposiciones fotográficas individuales: México Seductor (2015) y Anacronismo de la Cotidianeidad (2017). Ha trabajado en Capgemini, Amazon y actualmente en Microsoft. Esteta y transfeminista.