“México, se ha dicho y con razón, no cabe en un solo partido. Venezuela lo grita en estos días”.
Por Jaime García Chávez
La izquierda ha tenido problemas muy profundos para echar raíces en la sociedad cuando tiene que demostrar su compromiso democrático, por una parte y su respeto a la legalidad establecida, por la otra. Por cuanto a lo primero, es recurrente que caiga por un tobogán hacia la política de adversarios, la que se propone que toda contradicción lleva a suprimir al contrario; por cuanto a la segunda, menudean las frases redondas a través de las cuales se expresa: “no me vengan con que la ley es la ley” solo es derecho formal y burgués, como se repetía hasta la saciedad no hace muchas décadas. Había una especie de éxtasis, de alcanzar el do de pecho, al citar a Ricardo Flores Magón y decir: “el revolucionario es un ilegal por excelencia”. Esa y otras lindezas.
No pretendo decir nada nuevo; sí en cambio, subrayar que en la actual coyuntura, nacional e internacional, ambos temas tienen una importancia superlativa que permite sostener que las reflexiones sobre lo que es el Derecho, precisamente con mayúscula, y su relación con el poder, deviene una necesidad política básica, sobre todo cuando en la realidad se desborda y todo lo quiere abrazar bajo su mando.
Cada uno de estos temas, a su modo, hoy deben preocupar por lo que pasa en México, en Venezuela y en otras partes del mundo por la mezcla que se da entre democracia y legalidad precisamente y por la tendencia a tener en el Derecho algo a modo arbitrario en manos de quienes ejercen el poder o tratan de construir una hegemonía largoplacista, porque eternas no las hay.
En México nos falta un precepto constitucional y desde luego su reconocimiento cívico para que exista, como el que estableció la Ley Fundamental que surgió en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial y encima de las ruinas y las cenizas que provocó el nazismo totalitario de Adolfo Hitler.
Esa Ley de 1949 dispuso sin más y de manera contundente, en su artículo 20, fracción III, que “El Poder Legislativo está sometido al orden constitucional; los poderes Ejecutivo y Judicial a la ley y al Derecho”. Abundó, además, en los límites de una división de poderes, materias y facultades que no dejaron lugar a duda. En particular se previno la posibilidad del resurgimiento del totalitarismo, con barniz constitucionalista.
Esta referencia me sirve de punto de partida para bosquejar algunas de las preocupaciones por lo que sucede en México a las puertas de pretender generar un cambio para girar a la inauguración de un “nuevo régimen” y autocráticamente garantizarlo dotando al partido Morena de una mayoría congresional de orden federal sobradamente calificada y que de manera soberbia, arrogante y amenazadora se pretende sacar adelante, transgrediendo la ley.
Hay que decirlo fuerte y sobre todo argumentarlo de fondo, que el pasado 2 de junio exclusivamente fuimos convocados a una elección constitucional con el resultado de todos conocido y que no se trató de un plebiscito que mandate un giro como el que pretende dar por el presidente López Obrador y la legislatura que lo acompaña en la hora postrera de su mandato. El 2 de junio establece un mandato, no puesto en duda por nadie, para que se instale una nueva administración federal con Claudia Sheinbaum a la cabeza y una nueva legislatura federal, en ambas de sus cámaras, solo eso, que por cierto no es poco.
Pensar que esa elección es un cheque en blanco, al estilo de triunfos revolucionarios del pasado, para hacer y deshacer, es un fraude a nuestra República, a su historia, a la herencia de nuestro liberalismo político y a los mismos criterios progresivos de nuestra Constitución para proponerse proyectos de franca mejoría en los niveles de justicia y equidad a que son acreedores millones de mexicanos. De ninguna manera es poca cosa, insisto.
Adosarle al resultado de la elección de junio una lectura impuesta por el discurso de López Obrador en Querétaro el 5 de febrero pasado y con todas las iniciativas que se presentaron después y se pretenden tramitar a mata caballo es un claro golpe a la Constitución y, además, el futuro legislativo que pronto se instalará no está legitimado para sacar esa empresa cual si hubiera un plebiscito vinculante cargado de mandatos imperativos para diputados y senadores. Su límite es la Constitución misma y en todo caso si el propósito fuera otro, de trascendencia histórica como lo fueron los códigos de 1857 y 1917, lo viable sería convocar a un nuevo constituyente que lo decida. Estos graves problemas pueden convertirse en veneno puro para la futura presidenta.
Ese constituyente, no puede ser suplantado ahora como se pretende, más porque lleva consigo una regresión a un presidencialismo autocrático y el pisoteo del principio de que nuestra República es representativa, menoscabando a las minorías y su irrecusable derecho a disentir.
México, se ha dicho y con razón, no cabe en un solo partido. Venezuela lo grita en estos días. Debemos hacer del pluralismo una riqueza democrática nacional, no el blanco de los odios y la discriminación y ahí en ese terreno la Constitución debe ser el valladar, su división de poderes (incluidos los órganos autónomos) su mejor escudo.
Que el Ejecutivo sepa que tiene límites bien demarcados en la ley y no pretenda ejercer un poder negando la esencia del Poder Judicial de la Nación y en particular el derecho de todas las personas a recurrir al juicio de amparo y el enorme papel que debe jugar como tribunal constitucional.
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Jaime García Chávez. Político y abogado chihuahuense. Por más de cuarenta años ha dirigido un despacho de abogados que defiende los derechos humanos y laborales. Impulsor del combate a la corrupción política. Fundador y actual presidente de Unión Ciudadana, A.C.