Hernán Ortiz
Académico
Siempre fui muy vago. Desde los 15 años salía a la Mariscal y la Juárez para ver en qué bares me dejaban entrar. Por eso no tengo cara para prohibir a mi hija que salga de noche.
A sus 17 años se divierte tanto o más que yo a su edad. Considero mi vida buena y espero que la suya también lo sea.
Pero no dejo de sentir ese nervio cuando mi hija está afuera. Le he procurado clases de defensa personal y su gas pimienta siempre le acompaña. Pero, aun así. Ella lo entiende y en su gran amor a su padre llama para reportarse, me dice dónde está y qué hace.
Era la media noche, minutos más tal vez, madrugada del 18 de agosto. Sonó mi teléfono. Papá, se quedó sin batería el auto, me pasarán corriente cuando termine la fiesta. Ok, respondí. Después de 15 minutos el timbre de nuevo, al contestar mi hija me informaba que mejor ya venía en camino.
El parque frente a mi casa ha sido remodelado, su alumbrado es potente y no es raro que jóvenes sigan jugando hasta largas horas de la noche, escuché un grito y me dio gusto pensar que alguien se divertía
El timbre una vez más 5 minutos después.
– Papá, parece que están violando a alguien.
– ¿Dónde estás?
– Afuera de la casa.
El grito que había escuchado no era de gente jugando. Tenía puesto un short floreado de tela brillante, estaba en casa listo para dormirme, abrí el cajón de los cuchillos que está a un lado de mi cama y saqué el primero que tomé sin importarme cuál era. Resulto ser un cuchillo que mandé a fabricar con mango de mezquite y una hoja de 30 centímetros muy parecido al que utilizaba Cocodrilo Dundee. Me puse mis huaraches de plástico y salí a la calle.
Enfrente de mi casa, estacionado en el parque había un Mini Cooper blanco con motivos negros. Dentro un joven de tal vez 20 años sostenía a una chica del brazo con su mano cerca de la entre pierna de ella. La muchacha, parecía menor de edad. No lo sé. Tenía la puerta del copiloto abierta y le gritaba a él que saliera de su auto.
– Ya entra al auto y no la hagas de pedo. Decía él.
– Suéltame, gritaba ella.
– Déjala, gritaba yo, asegurándome de que viera el cuchillo.
– ¿A usted qué le importa?
– La estas agrediendo, ella no quiere que la toques y debes soltarla.
Le grité a mi hija que llamara a la policía. El joven por fin soltó a la muchacha y esta se dirigió al interior del parque que está totalmente cercado pero las puertas se mantienen abiertas.
Hasta ese momento me di cuenta de mi imagen. Un viejo que va para calvo, descamisado, con short brillante, panzón y cuchillo en mano. Me parecía al villano de la película Sin City, pero con piel morena y no amarilla. Definitivamente no tenía aspecto para decirle a alguien, ven aquí estarás segura. En todo caso podría haber sido.
Decidí regresar a casa, arrojar el cuchillo al patio y pedir a mi madre que me sacara una camisa, no quería perder a los jóvenes de vista.
Mi hija batallaba para dar las indicaciones de la dirección. Le pedí el teléfono y empecé a explicar a la operadora dónde me encontraba y en la medida de lo posible explicar con lujo de detalles, pero rápido lo que vi y lo que pasaba.
Cuando mi madre salió con una camiseta negra, que no era mía sino de Ericka, sentí que había pasado tanto tiempo que pensé estaba buscando una que hiciera juego con el short floreado verde brillante o al menos la menos arrugada. En su versión tomó la que estaba a la mano.
Me acerqué de nuevo a la chica que estaba siendo acosada por el joven.
– Él le gritaba, ya no la hagas de pedo, ¿para qué fuiste por mi entonces?
– Déjala, no quiere que la toques, no la presiones, dije.
– Usted cállese pinche viejo puto vale verga, me gritaba él.
Zelda salió de la casa, me ha visto entrenar muchas veces con Hernán y siempre reacciona como si fuera un juego. También me ha visto golpear el saco y siempre termina ladrando, alejándome del saco y queriéndolo morder.
Se acercaba al joven y le mordía sus pies sin hacerle daño, luego llegaba conmigo, me saltaba y de nuevo se dirigía a morder al joven.
Él abrazaba a la chica, ella se soltaba y gritaba, yo insistí.
– No me callaré, no seré indiferente y no me iré hasta que ella no este segura y tú lejos de aquí.
El forcejeo siguió por unos momentos hasta que el joven desistió.
Se dirigió al auto, fui tras de él. En el camino Zelda regresó a sus pies. Vete ala verga, gritó y falló al tratar de patearla.
– ¿Te crees muy vergas pinche ruco? Me gritó desde el interior del auto.
– No, pero si te llevas el auto de ella sin su consentimiento es un robo, sólo te digo. Le respondí.
Arrancó y se fue.
Le hice señas a mi hija y su amiga, sí, iba con una amiga, para que se acercarán y apoyaran a la chica.
Así lo hicieron, hablaron con ella, le dijeron que no la dejarían sola, que no se preocupara y que estaríamos con ella hasta que estuviera en un lugar seguro.
Decidí no acercarme, en ese momento ya era consciente de que la primera impresión que di en esta historia no era la mejor. Mantuve distancia cuidando que el joven no regresara, lo que hizo, a fin de cuentas.
Empezó a dar vueltas por el parque, gritaba el nombre de la muchacha, le decía que no hiciera caso de lo que decíamos y que se subiera al auto.
Mi hija y su amiga hablaban con la chica, ¿dónde vivía? ¿si quería irse? ¿si quería esperar al a policía?
La policía no llegaba, y el joven seguía dando vueltas por el parque hasta que dio un último grito, te espero en casa de tu tía.
Me acerqué a las jóvenes, me actualizaron explicándome que no había nadie en la casa de ella, él lo sabía y tenía miedo de ir, pues el muchacho ya había estado en la cárcel en una ocasión. Le había marcado a una amiga la cuál lloraba y no podía reaccionar. Esta parte no la entendí.
Pedí su teléfono a mi hija y llamé al 911. Expliqué la situación y me dijeron que ya habían asignado la unidad 113.
Pero tardaba en llegar, ya habían pasado más de 20 minutos.
Llegó un Uber, me acerqué para ver si era el que había pedido la amiga, la que por estar llorando no podía reaccionar. Sí, era. La joven se acercó, me informó que iría a casa de una amiga. La miré a los ojos, puse mis manos en forma de rezo o súplica, le pedí que no permitiera que nadie la violentara y que si necesitaba ayuda ya sabía dónde vivíamos y que nuestra casa es un lugar seguro.
Se fue.
Temíamos que el chico regresara y le hiciera algo al auto de mi hija… sí, mi hija tiene auto, no yo no se lo compré.
Así que abrimos la reja y empujé el vehículo que estaba sin batería de nuevo cuando llegó la patrulla.
Con toda calma la unidad de la policía dio la vuelta al parque, por un momento pensé que ya no se detendría, pero le hicimos señas y llegó.
Le dije que habíamos llamado que alguien quería violar a una chica, el policía dijo que había recibido la llamada, pero le indicaron que era una riña entre jóvenes. Explicó que por eso dio la vuelta al parque por si los veía.
No sé en qué momento la operadora decidió que ella entendía mejor lo que pasaba y todo era una riña. Ella no vio al joven agarrando a la chica, no vio su mano en su entrepierna. ¿Cómo se le llama a cuando un hombre quiere forzar a una mujer a tener relaciones con él? ¿No es un intento de violación?
No le importó a la operadora, hizo lo que quiso.
El día anterior estuve atestiguando que la policía contara con protocolos para distribuir las patrullas según las necesidades de la ciudad y apurar el tiempo de respuesta. Cuando llegó ya todo había acabado.
Muchas dudas me han quedado, entre ellas, ¿por qué ningún otro vecino llamó a la policía? Nadie más salió ni se asomó. Es raro, una amiga que estudia un posgrado en urbanismo tenía la hipótesis de que el parque había sido remodelado por la organización vecinal, pero al parecer si se trata de un abuso a una chica ni organización, ni llamar a la policía, ni asomarse, ni nada vale la pena.
También me ha quedado la duda de cómo me sentí. No tuve miedo, sorpresa sí, pero no miedo. Como no lo sentí cuando me rodearon ocho policías y tres patrullas, tampoco cuando me rodearon los cuelga- pendones, tampoco cuando tuve ese incidente vial que me dejo dos puntos en el labio.
Pensando en ello me di cuenta de que he tenido más incidentes con la policía de los que quisiera y que en todos he conservado la calma. Temí empezar a ser insensible. Pero recordé que en los entrenamientos de Krav Maga, cuando me enfrento a mi hijo, entonces sí siento el nervio, la emoción y temor que me obligan a controlar la respiración, siento mi labio temblar mientras veo al de él hacer lo propio. No, no soy insensible, pero Víctor me ha entrenado para no perder el control de mi cuerpo y para evitar que alguien trate de tomar control él.
Le explicamos a los policías todo lo que vivimos, tomaron nota, se portaron amables. Mi hija les proporcionó los vídeos que había tomado. El que no tiene camisa es mi papá, dijo y yo sentí pena.
Los oficiales nos dieron un número de teléfono comunitario, así le llaman. Es un celular que tiene el comandante de cada turno para poder responder más rápido a los llamados sin pasar por el 911. Nos lo dio por si el joven regresaba o veíamos algo más. Le agradecí y tengo el teléfono en el refrigerador. Es un pedazo de papel sostenido por un imán con una imagen de un cuadro de Van Gogh que me regaló Andy como recuerdo de su viaje a Berlín. Me quedó la duda, ¿el 911 ayuda o entorpece la comunicación con la policía?
Al final, los policías nos ayudaron a empujar el auto dentro de la cochera y se marcharon.
Nosotros dormimos, al día siguiente yo tenía que ir a entrenar y mi hija a hacer un trabajo comunitario en Lomas de Poleo.
Sólo espero que la chica este bien, que mis vecinos tengan pesadillas y que cada vez seamos menos indiferentes.
jhiiio@hotmail.com