Si dejamos que nos arrebaten esa capacidad de abrir los brazos a los que tienen menos, habremos perdido lo mejor que todavía le queda al pueblo mexicano: su sentido comunitario
Daniela Pastrana
@danielapastrana
Ciudad de México – Tengo de una familia monumental. Mis hijos, que ya no son niños, nunca han logrado aprenderse el árbol genealógico de los clanes que hacen a la tribu: Polo, hijo de Polo; Enrique, esposo de Luisa; Toña, madre de Tita; Martha, prima de todos. Laura I, Laura 2, Laura 3, Laura 4 (o Pitusa, Lauri, Laris, Laurita). Eduardo, hijo de Andrea I. Eduardo, padre de Andrea 2.
Mis tíos de Guerrero no se hacen bolas. Ellos nos dicen a todos “pariente” y así no se equivocan de jerarquía ni de género.
En Guerrero, por cierto, está enraizado el tronco familiar: un tratarabuelo nacido en Olinalá o Tlapa (su acta de nacimiento y su acta de matrimonio no coinciden); un bisabuelo de Tepecuacuilco; dos bisabuelas de la alcurnia igualense (de los fifís, diría mi abuela). Pero tengo familia itinerante en Puebla, Morelos, Jalisco, Baja Sur, Chihuahua, Querétaro, Estado de México, Veracruz, Yucatán, Tabasco, Sonora y Quintana Roo… y también en Francia y Estados Unidos.
De niña, mi abuela pasaba lista para enviarnos por las tortillas y para cuando acababa de acordarse a quien le tocaba — Andi, Dani, Male, Güicha, Fer, Jorge — ya todos habíamos huido.
Mi abuela fue una mujer que estudió medicina y todos los días leía el periódico, pero la mayor parte de su vida la pasó en la cocina. Además de sus 10 hijos, recibió en su casa a dos sobrinos, hijos de sus hermanas, que vinieron a estudiar la universidad a la capital. Por eso mi madre siempre durmió en literas y siempre compartió la televisión.
Por eso, yo crecí con una frase tatuada en el cerebro: “donde come uno, comen dos”.
Cuando sus hijos crecieron, mi abuela adoptó a las nueras y los yernos, y a sus nietos y las novias y los novios. Todos los sábados y los miércoles hacía comida suficiente para que sus hijas, que trabajaban, se llevaran itacate para los tres días siguientes.
Así fue hasta que casi todos se fueron. Unos a estudiar, otros por trabajo y otros por vivir en un lugar mejor que la gran ciudad, pero la familia que queda en la capital es tan poca, que ahora cabemos todos en un departamento cuando hacemos una comida familiar.
Supongo que puedo decir que tengo una enorme familia de emigrantes.
El domingo 2 de junio estuve invitada en una mesa de cierre de la Feria del Libro de Azcapotzalco para hablar de migración con Alejandro Solalinde y Melissa Vértiz.
Entre las preguntas y comentarios del público, me llamó la atención la de un hombre que, palabras más o menos, nos dijo que en Tijuana los migrantes han hecho cosas muy malas y que la responsabilidad de darles trabajo es de sus gobiernos, no de nosotros.
Es un comentario que en los últimos meses he escuchado en muchos espacios, sobre todo después de la muy lamentable cobertura mediática — llena de prejuicios, clichés y datos equivocados — que han tenido las caravanas migrantes. De hecho, como le respondí, en el equipo de Pie de Página tenemos años cubriendo la migración y nunca habíamos recibido la cantidad de comentarios xenófobos que ahora tenemos.
¿Qué fue lo que nos pasó? ¿En qué momento los mexicanos dejamos de ser esas familias acogedoras en donde un plato en la mesa se multiplicaba tantas veces como fuera necesario? ¿Dónde quedó ese México que nunca dudó en abrir sus puertas a quien necesitara refugio?
Porque hace 40 años, cuando Guatemala y el Salvador vivieron guerras civiles y muchos guatemaltecos y salvadoreños llegaron a vivir a México, nadie se negó a recibirlos. Ni a ellos, ni a los exiliados de las dictaduras en Argentina o Chile. Ni a los españoles que huyeron de Franco. Ni a los griegos y turcos que llegaron antes, con la primera guerra mundial.
Por el contrario, en México siempre abrimos las puertas y nunca perdimos nada.
Porque, ¿qué nos van a quitar los centroamericanos? ¿La paz? ¿Cuál? ¿Los trabajos? ¿Cuántos? (Pienso, por ejemplo, en El Salvador, un país cuya población total apenas suma la de 10 alcaldías de la ciudad de México) ¿Y qué trabajos? ¿Los de los periodistas, abogados, o maestros universitarios? ¿Los de los ejecutivos de Google o los creativos de Bimbo? ¿Los de los burócratas? No nos engañemos. Sabemos bien que los únicos trabajos reservados para ellos son los que nosotros no queremos hacer: barrenderos, intendentes, albañiles, campesinos y todos los que signifiquen jornadas extenuantes por pagos miserables.
Otro argumento reiterado es que los migrantes han hecho cosas muy malas. Pero, caray, ¿no fue en México, en un rancho de San Fernando, Tamaulipas, donde unos mexicanos masacraron a 72 centroamericanos? ¿No es en Tijuana donde, por hablar de una familia, unos mexicanos apellidados Arellano Félix hicieron también cosas muy malas contra otros mexicanos?
La maldad no es un asunto de nacionalidades, ni de genética.
No dudo que entre los migrantes lleguen algunos que hagan cosas malas, pero lo mismo pasa con los mexicanos, y con los europeos y con los chinos.
Lo que sí sé, porque es lo que he constatado, es que estos migrantes son personas desesperadas. Que este éxodo que estamos presenciando está marcado por una cantidad nunca antes vista de familias enteras que viajan con niños. Muchísimos niños.
En octubre pasado seguí a una familia desde el albergue de la Magdalena Mixhuca hasta la caseta de Tepoztlán. Me impresionó mucho que la madre era una mujer joven y que viajaba sola con sus tres hijos (al más pequeño tenía que cargarlo cada tanto porque se cansaba). La veía y no podía evitar pensar en mis propios hijos y en lo que tendría que pasar para que yo decidiera dejar todo y llevármelos, sin dinero, a una caminata de 4 mil kilómetros, en un ambiente tan hostil.
Tampoco puedo quitarme de la cabeza algo que me dijo un pollero hace años, cuando cubrí por primera vez una “crisis migratoria” en la estación de Orizaba, Veracruz (era 2007 y miles de centroamericanos se habían quedado varados por la suspensión de operaciones del tren). El hombre me miraba con burla por el espanto que me provocaban las historias de mutilados por el tren, mujeres violadas o jóvenes que intentaban por segunda vez el viaje. “Si estas personas tuvieran la mitad de lo que ustedes tienen en México no migrarían”, me dijo.
Es algo que he aprendido en años: la gente que viene está desesperada.
Nosotros pensamos que aquí pasan un infierno, pero ese ya está en el lugar que dejaron. Y vienen pidiendo ayuda. Su marcha es un grito de auxilio.
Por eso me asusta que este país esté perdiendo su reserva solidaria.
Porque el tema no es lo que haga o no el gobierno mexicano. Tampoco lo que amenace Donald Trump. Ni siquiera la irresponsabilidad y la corrupción de los gobiernos de Centroamérica. Con todo eso hemos lidiado siempre.
El tema somos nosotros: millones de mexicanas y mexicanos a los que ya nos han quitado tanto, nos han engañado tantas veces, nos ha rebajado tantos derechos, que ya no queremos perder lo poquito que aún nos queda.
Pero lo que no podemos perder, y no podemos dejar que nos arrebaten, es la capacidad de ser amigos y solidarios.
Porque si dejamos que nos quiten la arraigada costumbre de abrir los brazos a los que tienen menos, habremos perdido lo mejor que todavía le queda al pueblo mexicano: el sentido comunitario, la vida en familia (en la modalidad que cada quien prefiera de familia).
Y si perdemos eso, si nos olvidamos que “donde come uno, comen dos” o dejamos de decir que “ahí nos apretamos y sí cabemos”, entonces sí, estaremos perdidos.