El padre Becerrita con su andar apresurado pasó por nuestras vidas haciendo el bien. Su visión crítica y las dificultades para quien opta por el compromiso con los pobres dentro de la iglesia jerárquica no aboyaron su buen humor y su gusto por las cosas sencillas de la vida
Por Víctor M. Quintana S.
Parecía que viviría más de 100 años, como su padre, y porque los años no hacían mella en ese cuerpo bajito de estatura, pero aun ágil para una que otra cascarita de básquet, que siempre se le dio muy bien. No fue así, porque el COVID es traicionero y aunque parecía lo había superado, terminó venciéndolo. Al padre Jesús Agustín Becerra Esparza.
Becerrita, como le decíamos casi todos, o en latín Vitula, fue una presencia constante, silenciosa, siempre afanosa, también siempre sonriente, en la vida eclesial y social de Chihuahua desde que fue ordenado sacerdote en 1966.
En el memorable 1968 llegó como vicerrector al Seminario Mayor de Chihuahua. Le tocó lidiar con un grupo de jóvenes filósofos que andábamos alborotados por el Concilio Vaticano II, cuestionábamos todo, incluso al Arzobispo y empezábamos a explorar el diálogo marxismo-cristianismo. No se asustó. Se portó como un amigo, como un hermano mayor que trataba de orientarnos sin reprimirnos. Encabezados por él retomamos el gran desafío de continuar el trabajo editorial de la revista “Juventud Sacerdotal” y de las páginas dominicales de El Heraldo de Chihuahua y Norte, con el espíritu conciliar, de agilidad periodística y orientación social que les había impreso el padre Noel Delgado.
Eran los tiempos en que el pensamiento de Paulo Freyre, las obras de Ignace Lepp, los escritos de Vicente Leñero, la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Medellín, Colombia, sacudían comodidades y conciencias en el mundo eclesial mexicano. Becerrita estuvo ahí. Con gusto vio como llegaba a Chihuahua, por fin, un arzobispo que entendía la realidad de por acá y que iba a hacer un gran equipo de sacerdotes, religiosas y seglares inspirados por el mensaje renovador del Concilio Vaticano II: Adalberto Almeida, Don Adalberto.
El Padre Becerra siempre fue maestro del seminario en Chihuahua y en Juárez. Siempre tenía a cargo las materias relacionadas con lo social. Para prepararse más en ello monseñor Almeida lo envió a estudiar Doctrina Social de la Iglesia a Roma. Siempre combinó su labor formativa con la pastoral. Y a todo se dedicaba en cuerpo y alma: lo bromeaban porque a pesar de su carga académica y sus cargos diocesanos se mantenía apresurado porque no dejaba de celebrar muchas misas, ni de confesar, ni de administrar los sacramentos, siempre activo, siempre con una cosa pendiente.
Recuerdo especialmente cuando fue párroco de San Rafael, en la periferia sur de la ciudad de Chihuahua. Fue un promotor destacado de las comunidades eclesiales de base, del trabajo junto con los pobres. Las buenas señoras del barrio, encabezadas por Doña Ene y los jóvenes, encabezados por Silvia, eran infaltables en la solidaridad con los movimientos sociales de fines de los años ochenta y principios de los noventa: el Frente Democrático Campesino, COSYDDHAC, el Frente de Consumidores. No era Becerrita el gran protagonista de los movimientos sociales, pero ahí estaba siempre. De cerca o de lejos, con una palabra de aliento, con el apoyo que su gente motivada por él brindaba.
Fue también coordinador de Pastoral Social de la Arquidiócesis, de Cáritas, Ahí intentó combinar la emergencia de las labores asistenciales con una visión de compromiso y liberación social, aunque el entorno eclesial lo hacía cada vez más difícil. Con la involución que trajo a la Iglesia chihuahuense el obispo Fernández Arteaga no se podía estructurar ninguna pastoral que no lo atemorizara o estuviera controlada por él. Y no tuvo miedo para participar junto con un grupo valiente de sacerdotes, en documentar y escribir el libro: “JFA” (2002), testimonio de aquellos años oscuros de la iglesia chihuahuense.
Los años más recientes coordinó la catequesis a nivel arquidiocesano, hizo gran equipo con Mingo Mendoza (q.e.p.d) y Eva, su esposa, formaron muchas y muchos catequistas, dinamizaron ese ministerio, con la visión del Buen Pastor, que otra luchadora social, también fallecida, Emilia González había iniciado. Luego a Becerrita le encargó el arzobispo la construcción de la Basílica de Guadalupe. Se le daba la gestión y administración de recursos. Pero no dejaba lo social a un lado: platicamos varias veces de la importancia del trabajo para reconstruir el tejido social en la zona de San Guillermo, tan lacerada por las adicciones y la violencia.
El padre Becerrita con su andar apresurado pasó por nuestras vidas haciendo el bien. Su visión crítica y las dificultades para quien opta por el compromiso con los pobres dentro de la iglesia jerárquica no aboyaron su buen humor y su gusto por las cosas sencillas de la vida. Sin aspavientos, con constancia, sin buscar protagonismos hizo presente su sencillez en la bondad y búsqueda de la justicia. Así vivirá entre quienes lo queremos.