Una pareja de hermanos del pueblo indígena Jivi narra cómo se sintieron tras la ausencia de su madre, quien tuvo que ir a trabajar a las minas del Yapakana, en la Amazonía en Venezuela, en busca del sustento alimenticio para sus cinco hijos. En Puerto Ayacucho, las niñas y los niños padecen el abandono de sus padres tras la crisis económica que enfrenta el país.
Por Madelen Simó Sulbarán
Venezuela– Tajamonae en idioma Jivi significa familia. Ese es el núcleo, el centro del pueblo originario Jivi. La madre de una de esas familias tomó la decisión de irse con la esperanza de encontrar un mejor sustento económico para sus hijos.
“Ella se fue escondida”, dijeron María Fernanda y su hermano José Eduardo cuando contaron que su madre se había ido a las minas del Parque Nacional Yapacana, en el estado Amazonas, Venezuela.
María Fernanda es la tercera de cinco hijos. Tiene 10 años y estudia tercer grado, se ríe con dulzura y habla con premura porque quiere ir a jugar, a tumbar mangos de los árboles que quedan en la capilla La Inmaculada del barrio Upata, localidad donde está la casa de la familia Rodríguez Ponare. El mayor de ellos, José Eduardo, tiene 14; Karen, 13; Abel, 8 y Alexa, 6. Todos tenían dos años menos cuando su mamá decidió irse a las minas.
La niña cuenta que cuando su madre Karina Ponare se fue, sus hermanos y ella “se sintieron tristes”. Se nota que entre ellos se cuidan, se quieren, están en unuma (unidos).
Los cinco niños se quedaron con su papá esa mañana de 2020, cuando la madre salió de casa sin decir a dónde iba, sin despedirse, sin contarle su plan al padre de los niños. Comenzaron los rumores en el sector La Piedrita, del barrio Upata, de Puerto Ayacucho (capital del estado Amazonas), el lugar donde residen.
“Unos primos míos dijeron que mi mamá se fue para Carreño, otro día dijeron que apareció para las minas. Mi papá se preocupó mucho porque mi mamá no sabía nada de allá”, contó María.
Fernando Rodríguez, el esposo y padre de esta familia, confirmó lo que María había narrado. Karina, la madre de sus hijos, salió un día de su casa sin avisar a dónde iba. Presume que tal vez no dijo nada porque él no aprueba mucho ese camino de las minas. Aunque una vez lo invitaron a trabajar en la minería, nunca se arriesgó. “Los cuentos que se oyen de gente que va para allá no son tan buenos”, recalcó Fernando.
La trampa de las minas
Según investigaciones de la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (Raisg), desde 2016 se disparó la explotación minera en el norte de Amazonas, una zona de donde no solo se extrae oro sino también coltán (metal que se usa como conductor en aparatos eléctricos). Ese año el gobierno de Nicolás Maduro firmó el decreto del Arco Minero del Orinoco, que promovió la extracción del oro y otros minerales con concesiones a empresas extranjeras y nacionales.
El puerto de La 40 es una de las minas que está ubicada cerca del cerro Yapacana. Cuando Fernando tuvo noticias de Karina supo que allá era dónde se encontraba, sus hijos también lo supieron.
“Mi mamá trabajaba como cocinera (…) estaba en la mina Caño Caimán, ella ha ido a todas las minas. A ella le robaron toda la ropa que iba a traer y la iban a sacar de la mina”, dijo la niña.
Se ha conocido en testimonios recopilados por organizaciones de defensa ambiental, como SOS Orinoco, que la vida en la mina es una trampa: se puede ganar oro, pero en condiciones riesgosas que no generan el beneficio que la gente cree.
En su informe La minería aurífera en el Parque Nacional Yapacana, Amazonas venezolano, la ONG señaló: “El impacto ambiental que está generando la actividad ilegal, por la cantidad y tamaño de los sitios de operación minera, así como los más de 2.000 mineros que operan dentro del parque, es más preocupante aún por el entramado que ha mantenido y que día a día acelera el proceso de explotación del oro (…) Entre los principales responsables de semejante ecocidio se encuentran funcionarios de alto nivel del régimen, funcionarios de diversos rangos de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana y la guerrilla colombiana, esta última en una alianza entre el ELN -Ejército de Liberación Nacional- y (disidencias de) las Farc -Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia”.
A ese escenario fue al que se arriesgó a ir Karina Ponare, la mamá de María Fernanda. Ella, al igual que otras madres, han visto la mina como una salvación para salir de la crisis sostenida de Venezuela.
El deterioro de las condiciones de vida en el país comenzó en el mandato del fallecido Hugo Chávez, quien gobernó entre 1999 y 2013, y se agudizó con el de Nicolás Maduro desde 2013. Los venezolanos han vivido escasez de alimentos, control de cambio, crisis financiera bancaria, control de precios, paro petrolero, estatización de empresas privadas, expropiaciones a empresarios y productores agrícolas, fallas extremas en los servicios públicos, deterioro en la industria petrolera, crisis sostenida del sistema de salud, deserción escolar, escasez de gasolina, niñez abandonada y hambre. Estas situaciones han sido registradas en los estudios del Observatorio Venezolano de Finanzas.
Por ejemplo, la dieta de una familia en Amazonas se basa en pescado, casabe y mañoco (harina de yuca). El salario mínimo para el año 2021 era de 7 bolívares, el equivalente a 2 dólares. Ese dinero podía alcanzar solo para dos kilos de pescado, una torta de casabe y dos kilos de mañoco; es decir, la comida de un solo día. Y es que Venezuela sigue teniendo la inflación más alta del mundo; de acuerdo con el Banco Central de Venezuela, 2021 cerró con una inflación acumulada anual de 686,4%.
El 15 de marzo de 2022 el salario mínimo aumentó a 130 bolívares, es decir, 30 dólares. Para ese mismo mes, el Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (Cendas-FVM), informó que la Canasta Alimentaria Familiar se ubicó en 471,16 dólares o 2.115,50 bolívares.
En este contexto, el venezolano promedio no cuenta con los recursos suficientes para satisfacer sus necesidades básicas de alimentación, salud y educación. De acuerdo con la Evaluación de Seguridad Alimentaria de Emergencia del Programa Mundial de Alimentos y la Organización de las Naciones Unidos para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2020 cerca de 9.3 millones de venezolanos, una tercera parte de la población, padecía inseguridad alimentaria (severa y moderada) y necesitaba asistencia.
La evaluación señala que la inseguridad alimentaria es una preocupación en todo el país y que los índices más altos se encuentran en Delta Amacuro (21%), Amazonas (15%), Falcón (13%), Zulia (11%) y Bolívar (11%).
Estas cifras muestran cómo el estado Amazonas es uno de los más golpeados por la emergencia humanitaria que vive el país. Por lo que el reporte 2021 de Hum Venezuela, lo describe de la siguiente manera:
“En Puerto Ayacucho, muchas familias dependen de los alimentos que se obtienen a través de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), pero el combustible y el gas son otras grandes preocupaciones para los amazonenses. La situación de desempleo no ha mejorado en el estado, al menos en relación con el empleo formal. Muchas personas están viviendo de la venta informal de medicinas y alimentos provenientes de Colombia. La economía y el empleo se siguen caracterizando por una informalidad que se extiende a la minería”.
Personas indígenas y no indígenas han dejado su comunidad, su hogar, para probar suerte en la mina, un lugar bien adentro de la Amazonía venezolana. Durante esta investigación, el equipo de reporteros se encontró con historias semejantes vividas en los pueblos originarios Uwotüjja y Baré.
Líderes indígenas como Pablo Tapo, coordinador general del Movimiento Indígena de Amazonas en Derechos Humanos, revelan esta frecuente migración a las minas basados en las entrevistas que realizan en comunidades del norte y sur de Amazonas. No tienen un censo, pero lo han determinado de manera cualitativa, sobre todo porque el estado Amazonas reúne a la mayor cantidad de pueblos indígenas de Venezuela: 21 en total.
De acuerdo con el censo poblacional 2011 (el último que se realizó en Venezuela) el 53,7% de la población del estado Amazonas es indígena. En este grupo se encuentra el pueblo Jivi, que cuenta con 23.953 miembros, según el mismo sondeo realizado por el Instituto Nacional de Estadística.
Las niñas y los niños se sienten solos
El argumento común de los padres que deciden irse a las minas es que buscan generar ingresos ante la crisis humanitaria que vive Venezuela. Pero los hijos no entienden este razonamiento.
“Un niño no entiende las razones de un adulto para dejarlo, lo que ellos perciben en su corazón es que fueron abandonados, quién sabe por cuánto tiempo”, sostuvo el abogado Apolo López, del pueblo Curripaco y director del Centro de Protección del Niño, Niña y Adolescente de Amazonas.
A su juicio, el número de niñas y niños que se quedan sin los cuidados de sus padres porque estos se han ido a trabajar en las minas ha aumentado en los últimos años.
“El incremento de abandono no sé si es por la mina o por la situación del país, porque las mismas comunidades indígenas han tomado eso como normal. No sé si es que lo han aprendido o es que caen en una facilidad, en el sentido de que la mina te da una plata fácil”, dice Apolo.
Agregó que de acuerdo a las estadísticas internas que llevan, entre noviembre de 2021 y marzo de 2022, se procesaron 10 casos de colocación familiar por situación de abandono.
El abogado también precisó que la labor que llevan en el Centro de Protección es la de asesorar y llegar a acuerdos entre los familiares. Pero el abandono trae como consecuencia agresión, abuso, maltrato.
Para el funcionario, son frecuentes los casos de niños y niñas que se quedan con abuelos, tíos, e incluso con una tercera persona que no es un familiar. Apolo añadió que en el caso de los adolescentes, se presentan otros problemas como la deserción escolar y episodios fuertes de rebeldía.
Esa situación en la que los progenitores deciden dejar a un tercero como cuidador también la mencionó Jasley Caro, psicóloga del área social del Vicariato de Puerto Ayacucho.
“Hay casos de niños abandonados que son dejados con terceros que no tienen conocimiento de los niños, a veces no saben ni la fecha de nacimiento, ni si tienen vacunas. Son personas que se han hecho cargo de un niño, pero sin saber nada de él”, recalcó Jasley.
La especialista comentó que es durante las entrevistas cuando perciben que “la mamá se fue, que está trabajando en otro país o en las minas; el papá tal vez está, pero al niño lo cuida la abuela. Se ve más que todo esa separación familiar y allí es que los niños salen afectados”.
En ese sentido, Caro indicó que, tanto para los infantes indígenas como no indígenas, “cuando se habla de un niño con alteración emocional son niños tristes. En la niñez lo que se refleja es la irritabilidad, un niño aislado, que tiene algún conflicto con la alimentación, con la parte de su aprendizaje”.
“Mis hermanos se sintieron tristes, nosotros nos sentimos tristes”. Esa fue precisamente la frase que usó María Fernanda para referirse al sentimiento que experimentaron ella y sus hermanos cuando su madre se fue a trabajar a las minas.
A pesar de ello, María Fernanda también recuerda lo que hacían para pasar las horas del día en un hogar en el que la hermana mayor trataba de suplir la falta de la mamá.
“Nosotros íbamos a jugar, hacíamos dibujos, buscábamos agua, cocinábamos”, relató María.
Karen, que tenía tan solo 11 años cuando su madre se fue, tomó el rol de cuidadora de sus hermanos, a quienes les cocinaba y lavaba la ropa, mientras que el mayor de los varones, José Eduardo, asumió la autoridad masculina que le encomendó el papá, puesto que en la noche él salía a trabajar y cuando regresaba a la casa solo estaba allí para descansar.
Fernando, el padre de los niños, trabaja en un matadero ubicado en Carinagua. Su lugar de trabajo queda a más de una hora de camino a pie desde su casa. Allí le pagan semanalmente entre 30.000 y 40.000 pesos colombianos, el equivalente a 10 dólares. Su jornada comienza a la medianoche y llega en la mañana a su hogar. Por esta razón sus hijos debían quedarse solos durante la noche.
Los hermanos Rodríguez Ponare debieron aprender, de manera apresurada, tareas de adultos, para autocuidarse y protegerse.
De acuerdo con la psicóloga Caro, en este tipo de situaciones los niños y las niñas pueden sumergirse en el juego y pasar horas del día en diversión. También pueden ocupar su tiempo en las actividades educativas en casa y hasta en los quehaceres del hogar, pero al final del día el abrazo de una madre hace falta.
Ese gesto de cariño fue el que estuvo ausente para los niños y las niñas mientras su madre estaba en las minas, porque sin decir adiós, Karina se vio obligada a dejar a sus hijos, a su familia (tajamonae) para buscar un sustento que ella consideraba mejor.
Al intentar conocer de su voz un poco más de su historia, Karina evadía la conversación. Sentada en su chinchorro a veces sonreía y otras se quedaba callada; atendía a sus niños más pequeños y dejaba que su esposo hablara.
En enero de 2022 y tras dos años de estar en las minas, esta madre regresó. El temor de los niños de no volver a ver a su mamá se fue desdibujando en sus mentes, confían en que no se irá nunca más.
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Esta historia hace parte de la serie periodística Dibujando mi realidad, #NiñezIndígena en América Latina, cocreada con niños, niñas, periodistas y comunicadores indígenas y no indígenas de la Red Tejiendo Historias (Rede Tecendo Histórias), bajo la coordinación editorial del medio independiente Agenda Propia.
Con el apoyo en la re publicación de los medios El Diario y Radar de Amazonas.