Violencia de cárteles y desdén gubernamental ponen a prueba al manejo forestal comunitario
domingo, agosto 14, 2022
En México, de la misma forma en que ha disminuido el presupuesto del gobierno al sector ambiental y, en especial a las comunidades forestales, ha ido en aumento la presencia de grupos ligados a cárteles en los bosques del país, donde empresas forestales comunitarias enfrentan fuertes presiones para seguir con su labor
Por Agustín del Castillo / Mongabay Latam
El 9 de marzo de 2022, el embajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar, visitó Uruapan, Michoacán. Un mes antes, el gobierno estadounidense había prohibido, solo por unos días, las importaciones de aguacate procedentes de esa zona de México; la medida fue una respuesta a las amenazas que sufrieron inspectores agrícolas de la nación del norte por parte de los cárteles del narcotráfico que se disputan esta región purépecha.
Después de la rápida visita de Ken Salazar a Michoacán, en la zona se reanudó la violencia que, desde 2021, parece no dar tregua y que afecta a Nuevo San Juan Parangaricutiro, una de las comunidades más emblemáticas y exitosas cuando se habla de manejo forestal.
Los comuneros de estas tierras purépechas comenzaron su andar por la silvicultura a principios de la década de los ochenta. Hoy realizan el manejo de 10 880 hectáreas de bosques templados; tienen un vivero forestal, huertas frutales, una zona de ecoturismo y otros proyectos productivos. El aprovechamiento sustentable del bosque les ha permitido crear alrededor de 18 empresas y generar alrededor de 600 empleos directos.
Los éxitos de casi cuatro décadas de manejo forestal comunitario están ahora bajo una fuerte presión ante la presencia de los cárteles de narcotráfico, grupos que se disputan el territorio en esta zona forestal de Michoacán. La violencia ha llevado a que el Ejército mexicano y la Guardia Nacional también aumenten su presencia en la región.
Gregorio Anguiano Echeverría, director técnico de la empresa forestal de Nuevo San Juan Paragaricutiro, advierte que el miedo ha obligado a reducir el trabajo forestal hasta en 20 %. “La gente tiene temor. En algunas ocasiones nos abstenemos de ir al bosque, o bajamos rápido… De cada 10 días no trabajamos dos, por la fuerte incertidumbre que hay”.
El control del territorio que ejercen grupos ligados al narcotráfico ha puesto aún más piedras en el camino a los ejidos y comunidades que realizan manejo forestal comunitario en México. Eso se ha sumado a los desafíos que ya enfrentaban, pero que se han ido agravando conforme pasa el tiempo: la falta de presupuesto gubernamental para el sector forestal, los atrasos en las aprobaciones de trámites forestales y la intensificación de plagas que afectan, sobre todo, a los bosques templados del país.
Un potencial que se ignora
En México, alrededor de 2500 ejidos y comunidades cuentan con una autorización de aprovechamiento forestal maderable, de acuerdo con datos públicos de la Comisión Nacional Forestal (Conafor).
Algunos datos permiten vislumbrar lo difícil que es para los ejidos y comunidades impulsar y mantener proyectos de manejo forestal: en el país, 60 % de los bosques y selvas se encuentran dentro de territorios que pertenecen a tenencias colectivas de tierra; sin embargo, solo 7 % de esos ejidos y comunidades han logrado mantener proyectos de silvicultura exitosos y de larga data. Entre esos casos se encuentra Nuevo San Juan Parangaricutiro, apunta el investigador de la Universidad de Guadalajara, Enrique Jardel Peláez.
En el 28 % de los núcleos agrarios que hacen manejo forestal existe un incipiente trabajo que se limita a la entrega de madera en rollo al mercado, y que podrían evolucionar y fortalecerse si contara con la asistencia técnica y financiera adecuada.
Otro 27 % de ejidos y comunidades forestales son “rentistas”, es decir, venden a otros —empresas o comunidades— “el monte” (los árboles en pie) y se desentienden de todo el proceso. El resto —38 %— no maneja sus bosques.
De este mosaico sale casi 90 % de toda la madera legal que entra al mercado mexicano, estamos hablando entre 6 y 8 millones de metros cúbicos, explica Enrique Jardel.
Desde hace tiempo, investigadores alertan que se ha ignorado el potencial que tiene el país para desarrollar el manejo forestal comunitario y usarlo como una herramienta que permita conservar los bosques y selvas, además de generar empleos y fortalecer las estructuras comunitarias.
Dejar a su suerte a la silvicultura comunitaria
A los ejidos y comunidades que sí se han embarcado en el aprovechamiento forestal sustentable se les ha dejado a su suerte durante la administración de Andrés Manuel López Obrador, considera Enrique Jardel. Para el investigador, la muestra de ese desdén es el debilitamiento que ha tenido en los últimos años el sector ambiental.
La Conafor, por ejemplo, cuenta con un presupuesto de 2440 millones de pesos (poco más de 119 millones de dólares), el monto más bajo desde el 2007, y 68 % menor al del 2016, cuando se destinaron 7487 millones de pesos (367 millones de dólares), el gasto más elevado en la historia del organismo.
Los apoyos gubernamentales que se destinan al “Manejo Forestal Comunitario y Cadenas de Valor” palidecen si se comparan con los más de 29 mil millones de pesos de presupuesto que tiene Sembrando Vida, uno de los programas sociales prioritarios del gobierno federal y que consiste en entregar estímulos directos a los campesinos para establecer sistemas agroforestales —siembra de maíz, hortalizas, árboles frutales y maderables— en sus parcelas.
En el año 2019, por ejemplo, la Conafor entregó 3608 apoyos que significaron un monto total de poco más de 430 millones 800 mil pesos; para el 2021 las cifras fueron de 2066 apoyos que en total representaron alrededor de 444 millones 427 mil pesos, de acuerdo con la información disponible en el portal del Sistema Nacional de Información Forestal. Los datos del primer semestre de 2022 no se han hecho públicos aún.
Un modelo exitoso que no es prioritario
El gobierno mexicano ha dejado sola a la silvicultura comunitaria, insiste Jardel, investigador que conoce muy bien los bosques del centro de México. En ello también coinciden Fernando Modragón, de la organización Geoconservación AC, que trabaja en la región de la Chinantla Alta de Oaxaca, y Gustavo Sánchez Valle, de la Red Mexicana de Organizaciones Campesinas Forestales (Red Mocaf), que opera en buena parte del centro y sureste mexicano.
Mondragón encuentra muy grave que no se quiera reconocer el papel decisivo que tienen para la economía los bosques y selvas bien conservados, lo que implica un fuerte trabajo de comuneros y ejidatarios.
Sánchez señala que la situación se agrava con la embestida presidencial contra la red de apoyo de organizaciones sociales y ecologistas no gubernamentales, bajo el argumento de que son entidades “oportunistas” que se quedan con recursos públicos y que ostentan intereses ajenos al país. “Hay de todo, pero te puedo decir que muchísimas organizaciones son valiosas para sostener los proyectos y trabajan más con menos a favor de las comunidades”.
Para el asesor forestal Salvador Anta, del Consejo Civil Mexicano de Silvicultura Sostenible (CCMSS), Sembrando Vida puede tener algunos aspectos generosos y espacios con éxito, pero hasta ahora no es posible conocer a ciencia cierta si cumplirá con una de sus promesas: reforestar terrenos agrícolas, acahuales y espacios abandonados en un millón de hectáreas.
Además, su impacto es limitado: 400 mil campesinos, mientras más de diez millones de personas habitan los bosques y selvas de México, subraya Anta Fonseca.
“El modelo de silvicultura comunitaria ha sido considerado un sistema socio-ecológico de doble propósito, en el que se mejora la calidad de vida de los integrantes de las comunidades forestales y se conserva el medio ambiente”, sostienen Juan Manuel Torres Rojo, exdirector de la Conafor, y Berenice Hernández Toro en un texto recién publicado, y en donde puntualizan que el contexto actual está convirtiendo esa doble tarea en un trabajo cuesta arriba para muchas comunidades.
Entre los años 2020 y 2022, con la pandemia de COVID-19, los problemas de inflación y zonas en donde el control del territorio lo tienen grupos del narcotráfico: las comunidades forestales asumieron el mensaje de que debían aprender a navegar solas. Algunas han logrado éxitos puntuales, pero a ninguna le sobra el apoyo que el Estado mexicano otorgaba.
Desaprovechar oportunidades
Para algunas comunidades forestales, la pandemia de COVID-19 abrió un camino de posibilidades, al reducirse las importaciones de madera y aumentar el mercado interno. En Nuevo San Juan Parangaricutiro, pero también en las comunidades forestales de Durango y de Hidalgo, ese contexto fue bien aprovechado. Pero no fue el caso de la mayoría de las comunidades porque las instituciones han dejado de hacer su papel de mediadoras y catalizadoras, dice Gustavo Sánchez Valle, de la red Mocaf.
“Ni siquiera hubo el análisis en el contexto internacional favorable, como para decidir aprovechar el momento. Además, a diferencia de la minería, que se consideró actividad prioritaria en la pandemia, el manejo sustentable de los bosques ni siquiera se tomó en cuenta para darle esa oportunidad”, subraya.
Carlos Zapata Pérez, técnico forestal de la empresa social Grupo Sezaric, de la Unión de Ejidos y Comunidades Forestales y Agropecuarias Emiliano Zapata, integrada por 41 ejidos y comunidades forestales del noroeste de Durango, con sede en Santiago Papasquiaro, explica que, en su caso, durante la pandemia disminuyeron sus ventas e incluso, en sus bodegas, se acumuló el inventario, pero “hace siete meses empezó a aumentar el precio de la madera de 30 a 40 %”, lo que significó mayores ingresos para la empresa.
El ingeniero forestal Ángel Fernando López Barrios, director técnico de la Asociación de Silvicultores de la región forestal Pachuca y Tulancingo AC, ubicada en el centro del país, explica que ejidos de la zona lograron cerrar contratos, tuvieron pagos por adelantado y algunos lograron colocar su madera a precios altos.
Lentitud que aviva plagas
La pandemia del COVID-19 también evidenció aún más los viejos y nuevos vicios en la administración pública, sobre todo cuando se trata de agilizar los trámites vitales para la atención de bosques y selvas.
Los productores forestales de Hidalgo, por ejemplo, padecieron la expansión desmedida de la plaga del descortezador, que suele restringirse a extensiones inferiores a 3 mil hectáreas. “Del volumen que tenemos en producción, 50 mil metros cúbicos, en 2021, tuvimos un volumen de madera afectada por la plaga de 25 mil metros cúbicos. Una cantidad muy grande”, destaca el ingeniero forestal López Barrios.
¿Por qué se disparó la presencia de la plaga? La doctora Juanita Fonseca, de la Universidad Autónoma de Hidalgo, dio un primer diagnóstico: la alteración climática, es decir, la escasez de agua y el ascenso de temperatura, es lo que favorece al insecto. “Eso fue confirmado por la Conafor: la falta de agua provoca el debilitamiento del árbol, lo que hace que no complete su ciclo biológico y entre en shock. Esa debilidad hizo crecer la plaga. Afortunadamente lo estamos controlando”, indica López Barrios.
Lo bueno es que el trabajo de saneamiento del bosque se paga con la madera, si bien la calidad de esta es menor y, por lo tanto, se vende a precios más bajos. Lo malo es que las dependencias ambientales —tanto la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) como la Conafor— no respondieron en forma oportuna: las autorizaciones necesarias para cortar aquellos árboles con plagas y sanear el bosque tardaron hasta cuatro meses en entregarse; muchas veces llegaron cuando la plaga ya había desbordado el área autorizada. Sin permisos de manejo sanitario, es ilegal cortar esos árboles.
“Se lo hicimos ver a las autoridades, no podíamos ir atrás de la plaga todo el tiempo porque los bosques se iban a acabar”, dice López Barrios y asegura que en los 15 años de trabajo que lleva en los bosques de Hidalgo, es la primera ocasión que enfrenta un problema de esta dimensión.
“Estamos conscientes que [las plagas forestales] son un problema fuerte y lo van a ser en lo sucesivo; debemos de prepararnos”. Eso implica que las empresas forestales comunitarias hagan lo que les toca, pero también “que el gobierno asuma su responsabilidad”. Y no nada más en agilizar el otorgamiento de permisos.
Después de sanear los bosques afectados por las plagas, es necesario y urgente restaurar las zonas dañadas y para ello se deben realizar trabajos de reforestación. En el estado de Hidalgo algunas comunidades no tenían árboles suficientes para plantar y tampoco podían comprarlos, porque no había. Los viveros forestales, que ahora gestiona la Secretaría de la Defensa Nacional, deben generar plantas preferentemente para el programa Sembrando Vida.
Ante esa situación, las comunidades que forman parte de la Asociación de Silvicultores de la región forestal Pachuca y Tulancingo AC decidieron fortalecer su vivero: pasaron de 200 mil a 500 mil plantas por año. “La intención —explica el ingeniero López Barrios— es incrementar la producción para abastecer áreas de aprovechamiento y áreas donde pega la plaga”.
Documentación que tarda meses en llegar
El tema de los bosques plagados en Hidalgo remite a uno de los problemas mayores que se ha tenido históricamente en el sector forestal: la sobrerregulación. Mientras la agricultura y la ganadería siempre han tenido facilidades para desarrollarse, el manejo del bosque debe librar con varios obstáculos. Aunque esto también depende de la región en que se encuentren las comunidades.
En el norte del país, en el estado de Durango, los permisos que se requieren para el manejo forestal demoran entre quince días y tres meses; la documentación forestal, entre una a dos semanas. En el centro y el sur del país los tiempos que tardan las autoridades ambientales para aprobar un programa de manejo van de los seis meses (en Jalisco) a poco más de un año (en Veracruz) y hasta dos años (en Campeche). En esos estados, la entrega de documentación forestal lleva entre uno a dos meses.
La transformación institucional que se vive en el sector ambiental, así como los recortes de presupuesto y personal que se han dado en el gobierno federal, como parte de lo que se ha llamado la “austeridad republicana”, han contribuido aún más a que todos los trámites sean más lentos.
“Aquí en Quintana Roo, las comunidades forestales están siempre en jaque. La Semarnat da a cuentagotas la documentación forestal y procesa los trámites para las comunidades de una manera muy lenta, debido a la enorme carga de trabajo que tienen los pocos funcionarios que quedaron contratados dentro de las delegaciones de los estados”, observa con preocupación el director del CCMSS, Sergio Madrid Zubirán.
“Hay muchos elementos institucionales que continúan restringiendo el funcionamiento de las empresas forestales comunitarias y dificultan su proceso evolutivo”, resaltan en su artículo Torres Rojo y Hernández Toro.
Bosques que se dejan a la deriva
Cuando se da el abandono del Estado, lo que termina sucediendo es que el mercado impone sus reglas. El director técnico de la empresa forestal de Nuevo San Juan Paragaricutiro, Gregorio Anguiano Echeverría, señala que en Michoacán, las políticas forestales no han podido impedir el auge del aguacate, que sustituye a gran velocidad a los bosques de coníferas.
“Si comparamos una hectárea de aguacate, esta te va a dar utilidades de hasta 300 mil pesos libres por año; en cambio, una hectárea de bosque donde se puede tener aprovechamiento de madera solamente se trabaja una vez cada diez años, y te deja de 70 mil a 80 mil pesos”. El aguacate da al menos 37.5 veces más dinero, “no hay manera de competir”.
En Nuevo San Juan Paragaricutiro, las huertas aguacateras entraron legalmente en las zonas agrícolas de la comunidad, donde antes se sembraba durazno, avena y maíz. Pero empezaron a salirse de control. En el primer boom aguacatero se derribaron, en forma ilegal, hasta 300 hectáreas de bosque, lo que obligó a la asamblea comunitaria a poner reglas y sanciones.
En la comunidad se tomaron medidas como numerar los árboles de cada sitio colindante con la zona de huertas; si de un procedimiento de inspección a otro se detectan cambios, el responsable podría verse privado de ciertos derechos comunitarios e incluso del agua. “Hacemos entender que se debe proteger el bosque”.
Nuevo San Juan se extiende sobre poco más de 18 mil hectáreas, de las cuales, alrededor de 12 mil son bosque, plantaciones forestales y un vivero. Las huertas aguacateras rondan en 2500 hectáreas, según datos del director técnico.
Bonos de carbono, cada vez más presentes
En su búsqueda de alternativas para contar con recursos que les permitan fortalecer y continuar con el manejo forestal, las comunidades están comenzando a explorar alternativas en el pago por servicios ambientales, a nivel privado, y el mercado de los bonos de carbono.
La empresa forestal comunitaria Grupo Sezaric, de Durango, por ejemplo, logró convencer a la agroindustria El Fuerte, de Sinaloa, para establecer un programa de pago por servicios ambientales, a través del cual la compañía entrega apoyos económicos para la conservación de los bosques que permiten la recarga el agua que descienden al valle en donde la empresa cultiva las legumbres que comercializa.
Con apoyo de Forest Stewardship Council (FSC), la certificadora de los bosques que maneja Grupo Sezaric, se gestionó recursos ante la empresa que se dedica al envasado de verduras, indica Carlos Zapata Pérez, técnico forestal de Sezaric. “Ellos nos ayudan y nosotros conservamos las fuentes del agua que utilizan”. Pero el apoyo más importante que las comunidades forestales de Durango han conseguido es el esquema de financiamiento inserto en los acuerdos globales contra el Cambio Climático: los bonos carbono.
Para las comunidades, esto implicó elaborar información técnica para definir la línea base a partir de la cual se contabiliza el carbono anual que capturan los árboles; cada tonelada acreditada es un “crédito de carbono”.
Las industrias están obligadas a mitigar sus emisiones contaminantes y acuden al mercado de bonos de carbono en busca de proyectos en donde se pueda demostrar que hay confinamiento efectivo del principal gas de efecto invernadero, cuya liberación en procesos de industrialización está generando el calentamiento de la atmósfera. Cuando una comunidad, debidamente certificada, presenta herramientas para medir y demostrar ese proceso, pone en oferta los créditos y las empresas contaminadoras los compran para compensar sus daños.
Un mercado que también tiene sus riesgos
Grupo Sezaric ha sumado 60 mil hectáreas de ejidos, comunidades y pequeñas propiedades en cuatro municipios de Durango. Esa superficie es el sumidero de carbono ofrecido, para ello se utilizó el protocolo de la Climate Action Reserve (CAR) de Los Ángeles, California. La British Petroleum (BP) pagó el inventario y existe el compromiso de que adquiera los créditos con apoyo de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), Pronatura, y el Instituto de Recursos Mundiales (WRI-México). “Estamos en espera de definir el precio por tonelada de carbono”, asegura el técnico forestal.
La BP ha adquirido bonos de carbono en otras partes de México en condiciones que, ejidatarios, propietarios de terrenos forestales y algunos especialistas han señalado de inadecuadas y abusivas. Un reportaje publicado por Bloomberg a finales de junio muestra que la empresa pagó a las comunidades precios muy por debajo de lo que se está pagando en el mercado de bonos de carbono.
Lo publicado por Bloomberg avivó aún más una desconfianza que ya existía entre ejidatarios, silvicultores, ambientalistas y académicos sobre los mecanismos e intermediarios que existen en el mercado de bonos de carbono.
Sezaric es una empresa consolidada, con una larga historia en el manejo forestal comunitario, y con capacidad de negociación, lo que da confianza a sus asesores de que alcanzaron un buen acuerdo sobre las condiciones para la venta de sus bonos de carbono: el compromiso con la BP es venderle hasta 2024; a partir de ese año, quedan disponibles al mejor postor o pueden renegociar con la multinacional.
Las comunidades forestales de Hidalgo y de Michoacán también comenzaron a andar por el camino de los bonos carbono. Los primeros integraron una superficie de 3500 hectáreas para otorgar créditos de carbono; en 2020 realizaron la primera venta: 37 mil créditos (o toneladas), a un precio de 10 dólares cada uno. En 2022 tienen listos otros 20 mil créditos que podrían rondar a un precio de 13 dólares.
La comunidad de Nuevo San Juan Parangaricutiro, Michoacán, colocó 7400 hectáreas a 10 dólares por crédito; este año sus bonos de carbono podrían alcanzar un precio de 14.50 dólares, “pero debemos garantizar que el bosque va a permanecer, es un compromiso fuerte”, sostiene el comunero y director técnico de la empresa forestal, Gregorio Anguiano Echeverría.
Tanto Enrique Jardel como Salvador Anta señalan que debe haber prudencia en estas negociaciones. Las comunidades con experiencia y sólida historia comunitaria pueden ganar al entrar al mercado de bonos de carbono, pero hay cientos de ejidos y comunidades que pueden ser presas de intermediarios. “Nuevamente, debemos señalar la omisión del Estado para regular esas transacciones y cuidar los intereses de las comunidades”, alerta Jardel.
“Y como hay pocas fuentes de financiamiento en México, muchas comunidades ven los bonos carbono como tablitas de salvación. Pero tampoco hay políticas de gobierno para hacer apoyo técnico, hay una anarquía y mucha opacidad en el tema. Falta información sobre el perfil de las empresas, no hay mediación. Están a merced de los intermediarios, entre los que hay de todo. Se genera un mercado poco sano, muy neoliberal”, advierte Gustavo Sánchez, del Mocaf.
Reconocer a comunidades forestales
En la Chinantla Alta de Oaxaca, la propuesta es retomar el tema de los servicios ambientales como un reconocimiento pleno al papel de los pueblos indígenas en la conservación de patrimonio natural y servicios ambientales sin los cuales, no sería posible la vida económica del país.
Fernando Mondragón, asesor de los indígenas, destaca que han analizado las actividades que hacen las comunidades para conservar los servicios ambientales de las selvas ubicadas al oeste del Istmo de Tehuantepec.
Cada uno de los dos mil comuneros aporta trabajo comunitario por un valor de 20 mil a 25 mil pesos anuales. Lo que da 50 millones de pesos. “En caso del Comité de Recursos Naturales de la Chinantla Alta AC (Corenchi), las decisiones son en la asamblea, donde participan todos los habitantes. La conservación la apoyan todos con lo que ellos llaman tequio, es decir trabajo gratuito y obligatorio”, pero lo justo, estima el experto, es incluir el valor de las oportunidades económicas que no se ejercen, así como el valor de los servicios ambientales que hacen posible la agricultura, la ganadería, el abasto de agua de la industria y las ciudades en la cuenca del río Papaloapan.
“Debería tenerse un programa similar a Sembrando Vida, y con un financiamiento igual de robusto”. Se podría llamar, dice, Generando Vida. “Eso es lo que hacen las comunidades indígenas con las zonas forestales del país”.
El alto riesgo de la violencia
La presencia del crimen organizado en los territorios, con todo lo que eso implica, es quizá el mayor riesgo que actualmente enfrentan las comunidades forestales y, en especial, sus empresas comunitarias, pues representa una amenaza a su futuro como modelo de desarrollo.
“Este factor ha afectado el tejido social y la percepción de prioridades y valores en las comunidades forestales, además de que ha alterado el mercado de productos forestales (maderables y no maderables) y la estructura de costos de las empresas”, subrayan en su texto Torres Rojo y Hernández Toro.
La tala clandestina —remarcan— altera precios al competir de forma desleal con montos por debajo de los costos de producción, y encarece la producción legal con el cobro de “derecho de piso”, una forma de extorsión que realizan los grupos del crimen organizado y que está muy extendida en varias regiones del país.
Quienes llevan años trabajando y acompañando a las comunidades que realizan manejo forestal advierten que el control del territorio por parte de grupos del crimen organizado puede derivar en el abandono progresivo de actividades productivas, de que se baje la guardia en la vigilancia del bosque, en una menor participación de los colectivos en la toma de decisiones, en la negativa a reinvertir ganancias del aprovechamiento maderable en acciones de infraestructura y sociales para la comunidad.
“Donde ha impactado más el crimen organizado es en las regiones forestales de Jalisco, Michoacán y Guerrero. Los ejidos forestales ubicados en el sur de Jalisco, la región suroccidental de Michoacán y la Costa Grande de Guerrero han sufrido desde hace varios años este problema”, advertían Juan Manuel Barrera, Lucía Madrid y Karol Hernández en un artículo publicado en julio de 2021.
En muchos de esos ejidos, aseguran, los jefes de los grupos criminales presionan a los comisariados ejidales para que vendan su arbolado en pie a empresas privadas o a intermediarios con los que tienen acuerdos de compraventa de esos productos. “Por estas circunstancias, escribieron, los ejidos y comunidades forestales de estas regiones han registrado un claro retroceso en la evolución de sus empresas comunitarias”.
En contraste, las estructuras comunitarias de Oaxaca, Chiapas, Quintana Roo y Campeche “no han permitido que el crimen organizado las contamine”. En su texto, los autores señalan que en el caso de las comunidades forestales de Oaxaca, el alto nivel de organización es “un verdadero y real blindaje. Es un ejemplo que podría reproducirse en los demás ejidos y comunidades forestales de México”.
Eso es lo que hoy está en juego en la comunidad purépecha de Nuevo San Juan Parangaricutiro, Michoacán, un proyecto de más de cuatro décadas que además ya arrastra en su memoria la superación de difíciles pruebas, como la erupción del volcán Paricutín, que enterró a su viejo poblado en 1943.
“Afortunadamente no estamos viviendo secuestros, pero sí hay agresiones cuando hacen revisiones, eso causa miedo; no ha habido golpes, pero son muy invasivos […] la verdad, no sabemos si son gobierno, un cártel u otro. Lamentablemente el gobierno ha venido a provocar más alboroto, no sabemos si es tan conveniente”, señala con dudas el director técnico, Gregorio Anguiano Echeverría.
Por la situación de inseguridad que priva en la región, las empresas forestales de Nuevo San Juan Parangaricutiro han tenido retrasos en la entrega de la madera que comercializa dentro y fuera del país. Además, no han logrado tener el cuidado debido a las reforestaciones realizadas en las zonas de aprovechamiento intensivo; su empresa turística prácticamente está cerrada; los viajes de conocimiento técnico que muchos silvicultores del país hacían a sus bosques para conocer su exitoso modelo, se han cancelado.
“Estamos certificados, y si no hacemos lo que nos toca, se puede perder la certificación”, reconoce Anguiano. Eso significaría un fuerte golpe para las empresas forestales, las principales generadoras de empleo en la región. “Los del gobierno nos dicen que ya no nos darán apoyos, que ya no los necesitamos… pero claro que los necesitamos”, agrega.
La comunidad forestal de Nuevo San Juan Parangaricutiro ha afrontado más de 15 años de expansión aguacatera y de guerras entre cárteles. “Necesitamos un gobierno que ponga orden, no que cause desorden”. Los silvicultores purépechas no tirarán a la basura el esfuerzo de tres generaciones; ellos seguirán con su apuesta por el manejo forestal comunitario que les ha permitido vivir del bosque y, al mismo tiempo, conservarlo.
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Este contenido es publicado por La Verdad con autorización de Mongabay Latam. Ver original aquí.