En América Latina, el segundo país con más crímenes de odio es México. Una posición vergonzosa de la que, hasta ahora, no parece haber interés en superar. La mirada de quienes pueden hacer un cambio se concentra en el debate politiquero
Por Alberto Najar
Twitter: @anajarnajar
México es, después de Brasil, el segundo país con el mayor número de crímenes de odio en América Latina.
El dato proviene del segundo informe del proyecto Monitor de crímenes de odio LGBTTTIQ+ Marielle Franco, elaborado por la organización Mundo Sur.
Entre enero y septiembre de este año los investigadores del organismo hicieron una revisión hemerográfica de Latinoamérica para detectar las agresiones contra esas poblaciones.
En total se detectaron 231 casos. Brasil ocupa el primer lugar con 72 crímenes, seguido por México con 60, Colombia 29, Chile 18, Argentina 17, Ecuador 13 y Honduras 6.
La edad promedio de las víctimas es de 30 años. La mayoría de las agresiones, 152 casos, se cometieron contra mujeres trans lo que demuestra “la enorme vulnerabilidad a que se expone esta población” señala el informe.
Hay, además, 28 crímenes de odio contra activistas por los derechos de las poblaciones LGBTTTIQ+.
La violencia contra este sector de la población no es nueva en América Latina, pero llama la atención que a pesar de los avances en el respeto a derechos humanos en algunos países las cifras no disminuyen.
Por el contrario, van en aumento con un agravante adicional: los datos que logran recabarse son una parte de las agresiones que se cometen.
Hay un subregistro en prácticamente todos los países de América Latina motivado por el miedo o desconfianza de las víctimas o sus familiares a denunciar las agresiones, en algunos casos.
Y en otros la resistencia o desconocimiento de autoridades a reconocer la existencia de crímenes de odio.
Un ejemplo es México, donde hasta el año pasado el delito de crimen de odio no existía en el Código Penal Federal.
De hecho, a nivel local sólo doce estados contemplan esa figura legal y establecen agravantes en la sanción de las agresiones cometidas por odio.
La falta de definición jurídica es una parte. Con frecuencia las fiscalías estatales se resisten a investigar las agresiones contra la comunidad LGBTTTIQ+ como crímenes de odio.
No se sabe, pues, la magnitud real del problema y por lo mismo, tampoco existe el incentivo hacia las autoridades para combatir verdaderamente la violencia contra esta población.
Porque en el México de los últimos años la justicia suele aplicarse con eficiencia sólo en los casos donde hay escándalo o existe presión social.
No ocurre así con los crímenes de odio que en nuestro país quedan impunes, y se crea entonces “la legitimación no dicha de la violencia desde el Estado”, dice Eugenia D´Angelo, directora de Mundo Sur.
Una situación peligrosa en cualquier parte del mundo pero que es de alto riesgo en un país como México, donde ha sido imposible detener la ola de violencia desatada, entre otras razones, por la absurda guerra contra un cartel de narcotráfico que declaró el impresentable Felipe del Sagrado Corazón de Jesús Calderón Hinojosa.
Es una de las razones que abonan al pesimismo de las cifras. No hay en el corto plazo alguna señal de cambio en la política pública de seguridad que saque a México del deshonroso segundo lugar en crímenes de odio.
La mirada de quienes podrían influir para impulsar un cambio sigue concentrada en el debate político, la promoción del odio y las batallas virtuales para desgarrar al adversario.
Mientras, aumenta la vulnerabilidad y riesgos para la población LGBTTTIQ+.
Para ellos, el desdén público y político cuesta vidas.