¿Con qué palabras se cuenta un reportaje a personas que han vivido o viven en carne propia una tragedia como el desplazamiento, la desaparición o la violencia? ¿Cómo decirles que Chihuahua es Tamaulipas y viceversa?
Por Carlos Manuel Juárez / Elefante Blanco
Fotografías: Técnicas Rudas y Carlos Manuel Juárez
Chihuahua– La primera vez que escuché de la sierra Tarahumara fue de boca de José Luis Dibildox Martínez, entonces obispo de Tampico. Era 2015 o 2016, por aquellos días el sacerdote potosino extrañamente alzó la voz contra la violencia criminal y la incapacidad del gobierno priista; sus declaraciones agitaron al pueblo, por eso solicité una entrevista para escribir un perfil.
Debajo de su rostro, la sotana y la mitra estaba la Tarahumara. Dibildox Martínez fue el primer obispo de la Diócesis, de 1994 a 2004. De aquella entrevista recuerdo su gesto de desaprobación al contar el enfrentamiento entre diocesanos y jesuitas por el control de los trabajos eclesiásticos en la región. También contó que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) intentó germinar un movimiento armado, pero no lo logró.
El 31 de agosto de 2018, José Luis Dibildox murió por cáncer de colón y de hígado. Al enterarme de su fallecimiento recordé su historia en la sierra; me parecía que la cúspide de su vida eclesial estuvo realmente ahí. Hoy, a medio camino entre Creel y Chihuahua, el gesto serio del sacerdote me golpea. ¿Cómo habrá sido el primer viaje de Dibildox a la sierra tarahumara?. El camión puja, volteo a mis costados y veo a las compañeras y compañeros de Técnicas Rudas, Raíchali y la DW Akademie; algunas escuchamos música, otres trabajan y pocos descansan. Los pinos miran en su aparente quietud. La montaña se enfría. El reloj marcha hacia atrás.
Siempre que viajo por primera ocasión a un lugar, el trayecto de ida me parece infinito. Ya pasamos cuatro pueblos, miles de pinos, un mundo de piedra. No hay señal de teléfono. Mi ansiedad no encuentra su antídoto en Google maps. El autobús puja puja y pienso en los sacerdotes jesuitas, Javier Campos Morales y Joaquín Mora Salazar, que fueron asesinados a mediados de junio de 2022. Mora vivió en Tampico, y ahí dejó su huella en el Instituto Cultural, colegio de ricos de donde egresó Rafael Sebastián Guillén Vicente, quien se supone es el subcomandante Marcos.
El día que nos enteramos de los asesinatos de los párrocos Campos y Mora participaba en el foro “Periodismo y construcción de paz” en la Ciudad de México. Un día antes, el 20 de junio de 2022, la compañera Patricia Mayorga reflexionó con coraje ante los asistentes.
“La competencia nos carcome, nos ha hecho pensar que unos valen más que otros. Hemos hecho conciencia a un costo muy alto, de pérdida de compañeras, compañeros, de desplazamiento, de perder todo menos la vida”.
Y luego, en una confesión y presagio, soltó:
“Estoy preocupada porque la Tarahumara es un infierno. ¿Cómo no vamos a estar bloqueados cuando la gente que están en la Tarahumara está bloqueada?”.
Por el rostro, por la palabra, conocernos
Llegamos a Creel y el horizonte montañoso me maravilla. Han pasado cuatro meses del asesinato de los jesuitas; no hay justicia, me dicen, pero soy de Tamaulipas, un estado donde tampoco hay justicia y sí muerte. Tengo claro que venimos a compartir la vida. La cantidad de raizers estacionados me alertan. Se acercan los primeros niños y mujeres que venden artesanías, no identifico si son ódami, pima, raramuri o guarijío, los cuatro pueblos indígenas que habitan la sierra. Los raizers pasan a toda la velocidad. Los perros andan en manada. ¿Cómo puede haber autos tan caros entre tanta pobreza? pienso antes de dormir.
La montaña amanece y el frío raspa el rostro. La noche anterior tuve mi primer encuentro profundo con la sierra. El caldo arriero, comida típica de la región a base de chile chilaca, se presentó ante mí. Esta mañana repito el arriero y platico con una mujer rarámuri. Ella habla de su vida de niña y adolescente subiendo y bajando la barranca. Luego, cuenta que ya no vive donde creció, que ya no tiene casa en la sierra, que es desplazada, que en su familia los muertos son muchos, que el gobierno no hace nada por protegerlos.
Los rarámuri son un pueblo indígena conocido por los y las corredoras de distancias inimaginables en terrenos imposibles. En los últimos años, Lorena Ramírez ha sido el centro de la atención mundial. Ella fue protagonista del video de la canción “Movimiento” del cantante Jorge Drexler. Ella fue protagonista de un documental producido por el actor Gael García. Ella fue la portada de la edición mexicana de la revista de moda Vogue.
En las horas que llevo escuchando y mirando no he visto un solo rastro o comentario de esa estirpe corredora tan publicitada. En cambio, sí he escuchado de salir huyendo de la violencia por la tala y la siembra de mariguana. Los rarámuri, los ódamis, los mestizos aceptan platicar sin revelar su identidad; tienen razones de sobra para exigir el anonimato. Por ejemplo, los asesinatos de los defensores de la tierra de la familia Baldenegro, las desapariciones de activistas, los asesinatos de periodistas y las más de 200 personas desplazadas.
A pesar de la tragedia, el abandono y el riesgo, vinimos a compartir la vida, me repito.
En la sierra se necesita muchos minutos de sol para apagar la llama del frío. Las y los locales visten de falda, suéter y chaleco. Nosotres nos congelamos bajo los rayos del día.
Es el primer día. Entramos al salón entre silencios. Las compañeras de Técnicas Rudas, Centro de Derechos Humanos de las Mujeres y Comunarr diluyen la tensión. Al inicio nos reconocemos con las miradas. Los minutos pasan y las palabras brotan. Los dolores resuenan. Los amores se hacen presentes. Los vacíos se van llenando de colectividad.
Las sonrisas nos igualan, aun y hablemos diferentes lenguas.
El acuerpamiento también se ensaya, se practica.
Es la segunda jornada. Los saludos de abrazo y mano se multiplican frente al cerro donde se construyó un aeropuerto por medio del despojo, me cuentan pobladores de Creel. Hoy contaremos del despojo y la violencia, pero también de la dignidad y la resistencia que se esparce por el norte del México, de Tamaulipas a Chihuahua.
¿Con qué palabras se cuenta un reportaje a personas que han vivido o viven en carne propia una tragedia como el desplazamiento, la desaparición o la violencia? ¿Cómo decirles que Chihuahua es Tamaulipas y viceversa?
La exposición del trabajo de Desaparecer en Pandemia comienza. Los y las compañeras entran a las salas guiados por su geografía, y Nuevo León-Tamaulipas están lejos, muy lejos. Se acercan a la puerta, les digo que es un reportaje sobre desapariciones, camioneros y buscadoras. Poco a poco se reúne un grupo, las primeras interesadas son las buscadoras. Inicia la exhibición con el motor de un camión de carga que cruza de Monterrey a Nuevo Laredo, allí desaparecieron, por lo menos, 196 personas durante la pandemia de la Covid – 19. A nadie espanta la cifra y la mayoría se interesa por conocer cómo son buscadas las personas. Les respondo que pocas son buscadas debido al control total del crimen organizado en la carretera, que quienes regresaron a casa no quisieron hablar, que el hallazgo más relevante es un posible centro de exterminio de personas, de 4 mil metros cuadrados, con fosas clandestinas y centros de incineración ilegal. El espanto deja sin voz a todes. Esto es Tamaulipas -les digo- pero tampoco es lo único que hay.
Nos asusta vernos en el espejo, pero esto somos: una cicatriz que no termina de sanar, un país lacerado y no vencido.
Regresamos a Chihuahua en camión. Un hombre de sombrero negro, camisa roja y guitarra se sube para cantar los éxitos de Julión Álvarez. El autobús ya no puja porque vamos de bajada. Los pinos acompañan el andar hasta que aparece un claro con decenas de bases de troncos, ni un árbol entero. Más adelante observo un aserradero. Luego escucho del “lavadero” de maderas operado por traficantes con la participación de funcionarios federales y estatales; cada despojo encuentra su lenguaje, pienso. Siento un hueco en la panza; recuerdo el relato de la mujer rarámuri y hasta este momento entiendo la depredación de la sierra. La estampa bucólica y turística encuentra su reverso.
Al llegar a Chihuahua, los anfitriones nos invitan a recorrer el centro, especialmente los memoriales en honor a personas fallecidas en defensa de la tierra y la verdad. Un coche nos acerca a la plaza y lo primero que reconozco es la fachada del Palacio de Gobierno. Camino por la plaza Hidalgo y me acercó a una escultura. Tres nombres destacan: Julián Carrillo Martínez, Ernesto Rábago Martínez y Marisela Escobedo, los tres fueron asesinados por buscar justicia. Ver sus rostros me arrima más a esa otra Chihuahua digna que ha soportado décadas de violencia. Cruzo la calle Guerrero, giro a la derecha en Libertad, esquivo a la gente que avanza y metros adelante encuentro la placa que nos recuerda a Mirosalva Breach, madre y periodista asesinada afuera de su casa en 2017.
Me detengo frente al memorial de “Miros”, como la llaman sus amigas. Veo caer la tarde en el centro de Chihuahua, con sus sombras alargadas en el suelo. Es irónico que en la calle Libertad haya un recordatorio de la falta de ella, pienso de camino al aeropuerto.
Al regresar a la casa busco algún recuerdo del paso de monseñor Dibildox por Chihuahua, algunas palabras que resuenan en la actualidad de la región. Hallo una nota, de agosto de 2000, con varias reflexiones, advertencias y preguntas.
“Hace 50 años que el Ejército patrulla la zona y no se ha terminado con el narcotráfico. Se soluciona dándoles oportunidades de trabajo a los indígenas. El gobierno de Fox debería tener un acercamiento a los indígenas y a los más pobres para solucionar sus problemas, porque estos levantamientos armados son una consecuencia de la injusticia, el hambre y la marginación”, dijo al diario El Universal.
Las reflexiones del entonces obispo de la sierra eran puntuales: “cuando hay sequía no hay cosechas, ni alimentos, entonces viene la tentación del narcotráfico. ¿Quiénes le están pagando a los indígenas con armas?”.
Han pasado 22 años de las palabras de Dibildox, la realidad en la Sierra Tarahumara no cambia y aunque la violencia y el olvido acechan a la dignidad, ésta sigue subiendo y bajando entre las barrancas.
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Este texto fue publicado originalmente en Elefante Blanco que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar su publicación.