Ese mundo en donde cohabita la oposición es como un viejo coronel –a la Gabriel García Márquez– que de noche se tiñe el cabello y los bigotes, y por las mañanas se pone su traje militar de gala y se para a las puertas de Palacio Nacional para ver a qué hora le toca gobernar.
Por Alejandro Páez Varela
Nos pasó, creo, a todos. Conforme la alberca del llamado “centro democrático” se fue secando, pudimos presenciar con claridad cómo unos quedaban desnudos sobre sus pies o cómo otros se veían obligados a moverse izquierda–derecha según el caso. Durante muchos años leí a Isaac Katz, por ejemplo; durante años, José Antonio Crespo fue una fuente “de la academia” que los periodistas consultamos para distintos temas porque nos parecía centrado, con una opinión equilibrada. Los dos son, ahora, activistas de derechas. ¿Lo fueron siempre? Quizás sí. Y se vale, faltaba más: vivimos en una democracia. Y aquí es donde repito: nos pasó, creo, a todos, que en los últimos años vimos cómo la polarización –que yo defiendo– llevó a muchos a definirse públicamente y a otros los obligó a mostrarse como son.
En estos días, Liébano Sáenz escribía un texto que llamó “Involución democrática”. Jugué a que podía adivinar de qué iba su columna sin abrirla siquiera. Y adiviné. Es Liébano Sáenz, exsecretario particular del Presidente Ernesto Zedillo, ¿qué podría decir? Es como si Zedillo mismo hablara de Grupo México, o como si Felipe Calderón escribiera sobre Iberdrola o sobre violaciones de derechos humanos. Son individuos claramente definidos. Se sabe con anticipación con cuál mano cachan la pelota porque tienen el guante puesto.
Pero un Crespo, un Katz y otros como ellos –Emilio Álvarez Icaza, por ejemplo– pasaban por neutrales, por “sociedad civil” o por “pensamiento académico crítico” y la gente común no tenía claro para quién operaban. La alberca del llamado “centro democrático” se fue secando hasta descubrirles de la cintura para abajo.
Recuerdo que cuando las “ONG” de la Academia Claudio X. González promovían la marcha supuestamente “ciudadana” (y supuestamente en defensa del INE) me reconvino gente de buena voluntad: “No puede ser que no apoyes este movimiento ciudadano”. O bien: “Voy a ir con mi familia a marchar; es una marcha ciudadana”; o bien: “Si pudiera, marcharía”. Esa misma gente defendió su deseo de caminar hombro con hombro con Elba Esther Gordillo, Roberto Madrazo, Margarita Zavala y Vicente Fox –todos relacionados con episodios de fraudes electorales– para defender a Lorenzo Córdova, quien a su vez defendía sus salarios y sus prestaciones.
Uno aguanta los reclamos para no exhibir al otro o para no enfrentarse con el otro; para no tener que decirle: híjole, no has aprendido nada. Y porque al final es muy su gusto defender lo que se le pegue la gana, faltaba más: vivimos en una democracia y son expresiones que se valen y que debemos fomentar aún cuando de antemano sabemos que se equivocan.
Hace una semana, esas mismas organizaciones “de la sociedad civil” terminaron su evolución tan, pero taaan previsible: encabezadas por Claudio X. González y por perredistas y panistas que se avergüenzan de llamarse así (y prefieren esconderse detrás de distintos membretes) se pronunciaron como una fuerza política promotora de Xóchitl Gálvez. Todos lo sabíamos. Quedaba clarísimo que la llamada “ola rosa” era un esfuerzo de derechas encubierto como “ciudadano”.
A mí me tocó reportear desde la terraza de un edificio frente al Monumento a la Revolución, cuando la primera marcha. Y lo vi y lo dije: tomé la foto de la señora vestida de blanco y con cabello güero y raíces negras; con acompañantes (muy morenitos y chaparritos) que le cargaban la bolsa, las pastillas y una cobija para las piernas. Publiqué la foto y me dijeron: “No, Alejandro, marchamos ciudadanos de todos los estratos sociales” y no lo negué, pero sí advertí que la marcha no era ciudadana, sino de los mismos que se oponen a López Obrador.
Y se vale que marchen, faltaba más: vivimos una democracia. Lástima que haya sido por la causa equivocada o, peor, por una causa perdida: la causa del viejo sistema, la causa de un régimen caduco y vencido, la causa de un mundo que se resiste a morir para dejar paso a otro, nuevo, distinto.
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¿Se han creado dos realidades? Sí. Puede ser que los mexicanos presenciemos dos mundos que se encuentran y se distancian.
Voy a tratar de explicarme, pero no garantizo que pueda.
Hay un primer mundo redondo y a su manera coherente, que es continuación del que tuvimos hasta 2018. Ese mundo no ha sufrido cambios, o eso piensa. Lo operan las élites y ésas élites tienen capacidad de decisión sobre (una porción de) todos los demás, como en el pasado. Ese mundo es operado por un ecosistema de medios, de empresarios, de intelectuales y ministros, y diputados y senadores. Es un ecosistema que conserva a sus periodistas y escritores corruptos, y muy serviciales.
Una manera de explicar este mundo es la elección de Xóchitl Gálvez. Las élites decidieron que sería la candidata presidencial; los ingenuos creyeron que podían competir en una interna y otros participaron como paleros. Obvio era una elección simulada, como ya vimos todos. Una elección que para ellos no tuvo novedad, no fue distinta: así son y así eran en su mundo. El protocolo hizo a continuación su parte: organizaciones “de la sociedad civil” ungieron a la Senadora como virtual candidata, así como antes ungían al elegido los “sectores” del PRI: el campesino, el popular y todas esas mafufadas. Ese mundo sigue operando así, con apenas cambios. Como si no hubiera pasado nada y como si tuviera control total del país.
Las élites de ese mundo se niegan a aceptar señales desde el exterior, además. Viven y comen y se reproducen aislados del resto. Desde hace dos meses –ejemplo– había señales de que Gálvez nada más no prendía. Pero su ecosistema de columnistas, periodistas, analistas y medios (el 90 por ciento de ellos) simplemente no lo publicó. Y como no lo dijeron, no existía hasta que existió; hasta que se dieron cuenta que su candidata estaba en verdaderos aprietos. (Así como lo ocultaría la prensa de Gustavo Díaz Ordaz o –para no ir tan lejos– la de Enrique Peña Nieto a principios de su mandato, cuando iba a salvar a México y no era el payaso de las cachetadas y de los pastelazos).
En ese mundo, los dueños de diarios que nadie lee siguen organizando cenas a las que asisten columnistas en los que nadie cree, con políticos que muy probablemente nunca volverán. Y así se podrían seguir, sin problemas. Pero sí hay problemas. Uno de ellos, grave, es que ese mundo ya no está solo. Está el otro, el segundo mundo; uno que irrumpió desde abajo y que le arrebató dos poderes: el Ejecutivo y el Legislativo.
Y aunque ya no es opción ignorar a ese nuevo mundo que emergió en 2018, el viejo mundo piensa que desaparecerá si aprieta bien los ojos y cierra bien los labios. No desaparecerá, por supuesto, pero se vale, faltaba más, que ese mundo ignore al otro porque lo menosprecia. Pero la fantasía ha llegado demasiado lejos.
Ese mundo en donde cohabita la oposición es como un viejo coronel –a la Gabriel García Márquez– que de noche se tiñe el cabello y los bigotes, y por las mañanas se pone su traje militar de gala y se para a las puertas de Palacio Nacional para ver a qué hora le toca gobernar. Y por la tarde asiste a cenas con los dueños de diarios que nadie lee y con políticos que muy probablemente nunca volverán para quejarse de ese nuevo mundo y para preguntarles, también, si tienen noticias de cuándo vuelven todos al poder.
Es un mundo donde todavía se cometen fraudes electorales y los intelectuales y los medios imponen candidaturas. Y como las élites impusieron a Xóchitl Gálvez intramuros creen que ya con eso es suficiente: que es cosa de esperar la elección para que se vuelva Presidenta.
Claro, ese coronel está envejeciendo aceleradamente aunque eso, su decrepitud, no se ve en su espejo. Al contrario: lo que ve allí, le gusta: el viejo piensa que sus tres medallas (PRI, PAN y PRD) en el pecho son de oro, aunque son de plomo. No le importa. De noche se tiñe el cabello y los bigotes, y por las mañanas se para frente a Palacio Nacional para ver a qué hora le toca gobernar. Y luce sus tres medallotas.
Y un día muy pronto, al paso que va, ese viejo coronel morirá sin darse cuenta; sin que nosotros mismos nos demos cuenta. Morirá a las puertas de Palacio Nacional, oxidado y desteñido, y quizás alguien recuerde sus viejas y perniciosas glorias pasadas, cuando se sentía el gran amante de una Nación que, en realidad, nunca lo quiso.
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Alejandro Páez Varela. Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx