Opinión

Agencia federal anticorrupción, ¿continuidad o ruptura de una lucha inacabada




abril 5, 2024

Aunque la intención es buena, se debe resaltar que la lucha contra la corrupción se ha caracterizado por su discontinuidad y por la falta de políticas transexenales que trasciendan en el tiempo y ayuden a extirpar este mal del quehacer político nacional que ha hecho mella más allá de colores, partidos y administraciones

Por Hernán Ochoa Tovar

Hace unos días, al calor de las campañas presidenciales, la candidata del oficialismo, la doctora Claudia Sheinbaum, presentó lo que será su programa anticorrupción, mismo que operará en caso de que ella resulte vencedora en los comicios que se realizarán en junio próximo. Uno de los ponentes y asesores del plan en cuestión ha sido el exgobernador de Chihuahua, Javier Corral, quien –a decir de algunos medios– ha hecho algunas proposiciones para encauzar la lucha anticorrupción como una política de estado a partir del sexenio venidero.

Dicha acción ha dado lugar a reacciones encontradas. Y aunque la intención es buena, se debe resaltar que la lucha contra la corrupción –que lleva cuatro décadas de haberse iniciado, por lo menos de manera formal e institucional– se ha caracterizado por su discontinuidad y por la falta de políticas transexenales que trasciendan en el tiempo y ayuden a extirpar este mal del quehacer político nacional (en los diversos órdenes de gobierno) que ha hecho mella más allá de colores, partidos y administraciones.

A este respecto se debe apuntalar: aunque se dieron intentos remotos por hacer algo durante los años dorados del Presidencialismo, hubo acciones muy puntuales, pero el avance fue poco. Se puede destacar que desde el Cardenismo (1934-1940) se reformó la Constitución para castigar el enriquecimiento inexplicable; y en el sexenio de don Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) se les pidió a los funcionarios de alto nivel que presentaran el equivalente a sus declaraciones patrimoniales en la entonces Procuraduría General de la República. Esto porque, en esta época, no había una instancia especializada en sancionar la corrupción –la extinta PGR era lo más cercano– y el acto ruizcortinista era un baremo para medir el enriquecimiento de los funcionarios durante sus encargos. Desgraciadamente, el intentó duró poco y se llegaría a oficializar hasta la década de 1980, cuando la pelea contra la corrupción comenzaría a dejar algo secundario, para tornarse formalmente en política de estado (aunque en diversos grados).

Bajo esta tesitura, resulta importante recordar que el finado expresidente Miguel de la Madrid (1982-1988) prometió una renovación moral en campaña, y una asignatura pendiente era la corrupción que se había presentado en diversas áreas del gobierno de su antecesor, siendo particularmente monstruoso el actuar de Arturo Durazo, a la sazón director de Policía y Tránsito del Distrito Federal; así como de Jorge Díaz Serrano, quien dirigió Petróleos Mexicanos durante el sexenio lopezportillista.

Quizás viendo que el estado existente de las cosas era un muladar en diversas instancias, De la Madrid creó una secretaría de estado que se encargara de velar por el cumplimiento de las obligaciones y la lucha anticorrupción: la Secretaría de la Contraloría de la Federación, la cual fue encabezada por Francisco Rojas. A pesar de que dicha instancia existió cerca de cuatro sexenios (hasta que fue convertida en la Secretaría de la Función Pública a mediados del Foxismo) los resultados que llegó a dar en la materia fueron pocos, y llegó a consignar más a burócratas medianos o de bajo nivel, quienes cometían irregularidades, que a los peces gordos de los más diversos sexenios.

Es más, durante el gobierno de Ernesto Zedillo se suscitó una paradoja. Aunque la Auditoría Superior de la Federación (ASF) surgió a finales de dicho sexenio, se propuso que la misma tuviera dientes para sancionar a los funcionarios que les detectaban irregularidades, para tornarse en una especie de equivalentes de los Tribunales de Cuentas que existen en algunas naciones (España, fundamentalmente). El gobierno zedillista declinó la propuesta y sólo aceptó que la ASF monitoreara el gasto público; pero que de las sanciones se encargaran instancias como la PGR, la SECODAM y la Procuraduría Fiscal de la Federación. Sin embargo, los resultados siguieron siendo muy similares y no hubo un mayor avance en la materia, durante el tiempo descrito con anterioridad.

En la transición siguieron presentándose paradojas. Una de ellas es que si bien surgió el INAI y hubo un cambio en el modelo de justicia, el estado de las cosas siguió casi intacto y la lucha anticorrupción, que tuvo momentos de gloria en las décadas de 1970 y 1980, pareció estancarse. La otra es que, en uno de los gobiernos con mayores casos de corrupción e impunidad, como fue el de Enrique Peña Nieto (2012-2018), se propusieron y se aprobaron dos reformas que resultaban tangenciales para el combate a este flagelo: la conformación del Sistema Nacional Anticorrupción –que atajaría de manera integral y holística la corrupción gubernamental, a través de la corrupción y la vinculación– y la autonomía de la Fiscalía General de la República (que se cristalizó hasta inicios del gobierno de López Obrador, huelga aclarar) meta perseguida por sexenios, pero alcanzada apenas en los albores del presente.

Esto parecía albergar una esperanza de que, ahora sí, el combate a la corrupción tomaría la forma de una política de estado y el gobierno federal le conferiría la relevancia necesaria para que tan anhelada meta se cristalizara. Empero, no fue del todo así. A pesar de los discursos de López Obrador, señalando a la corrupción como uno de los grandes males que aquejaban a la nación mexicana; su paso de la retórica a la praxis fue complejo. Para empezar, no se quiso valer del Sistema Anticorrupción que ya se había conformado -ahora apenas sobrevive- y decidió combatirla con las instancias que ya se tenían, particularmente la FGR, la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), el Sistema de Administración Tributaria (SAT) y la SFP (y en menor medida, la Fiscalía Anticorrupción). Una paradoja es que ha tenido un pleito sexenal con el INAI, instituto encargado de transparentar las obras y gastos de las dependencias federales. Esto, considero, es paradójico porque el INAI ha sido un acicate para lograr mejores prácticas, y el gobierno federal ha sido, en ocasiones, rehacio a la transparencia. De tal suerte que tenemos un combate sí, pero con bastantes luces y sombras, teniendo mucho por mejorar de cara al futuro inmediato.

Por otro lado, la encrucijada a la cual se enfrenta el oficialismo es la siguiente. En reiteradas ocasiones, el Presidente López Obrador ha dejado entrever que ya no existe corrupción. Empero, la terca realidad se ha encargado de desmentir este precepto. Como muestra de ello, es que la propia Dra. Sheinbaum ha propuesto dos ideas tangenciales: tanto la creación de una Agencia Federal Anticorrupción, como la reingeniería de la SFP y del INAI. Deslizando también que no basta con la honestidad personal del mandatario, sino que se requiere un diseño institucional para hacer frente a la corrupción ¿Será que el propio equipo de la candidata ya se percató de las falencias existentes en la actualidad, así como las áreas de oportunidad a trazar? Muy probablemente. Sin embargo, ahí la realidad vuelve a chocar con el discurso blandido de manera recurrente.

Para concluir, y como cereza en el pastel, esgrimiré lo siguiente: la creación de la AFA me parece una buena idea. Sin embargo, creo que deben revisarse algunas cosas. Celebro que se quiera hacer de la lucha contra la corrupción una política de estado y darle dientes a las instituciones para que funcionen correctamente (no todo puede ser un rosario de buenas intenciones). Empero, creo que una instancia de este caso debe ser independiente del Ejecutivo para poder operar de manera cabal; pues más que voluntarismo, se requiere honestidad, eficiencia y un diseño estructural adecuado. Entre tanto, lo dejo a la reflexión, estimados lectores y lectoras.

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