Salvo contadas excepciones e intentos, la reducción de las desigualdades todavía no ha sido adoptada como prioridad política por la mayoría de los gobiernos o como bandera ética por la ciudadanía
Por Fabrizio Lorusso
De cada cual según sus capacidades,
a cada cual según sus necesidades
Karl Marx
Pobres porque quieren. Mitos de la desigualdad y la meritocracia es el título del más reciente trabajo de Máximo Jaramillo Molina, sociólogo de la Universidad de Guadalajara, activista y especialista en temas de desigualdad, pobreza, desarrollo y mitologías.
Sí, mitos, narrativas, ficciones e instrumentalizaciones del poder, de las élites y de sus personeros y dinastías acerca del orden social que les beneficia y sobre cómo mantenerlo ad libitum, mediante la clásica estrategia del “divide y vencerás” y la mentira meritocrática.
Al titular esta columna, adjetivé el sustantivo “ensayo” con la palabra “urgente” en referencia al hecho de que, a estas alturas de la historia, pasado ya un cuarto de este siglo XXI, en México y en el mundo la cuestión de la desigualdad demanda una actuación rápida.
Ya ha pasado más de una década del surgimiento de movimientos sociales contra la desigualdad y la extrema concentración de la riqueza y el poder, como fueron Occupy Wall Street, con la consigna de “Somos el 99 por ciento”, o el 15-M de los indignados en España, a la postre un detonador y componente en el origen del partido de izquierda Podemos.
Igualmente, más de diez años han transcurrido desde la publicación de El capital en el siglo XXI, obra de circulación e influencia mundial del economista francés Thomas Piketty, o del informe de Oxfam Desigualdad extrema en México. Concentración del poder económico y político, escrito por el economista y ex subgobernador del Banco de México (2019-2022), Gerardo Esquivel, por mencionar solo unos cuantos ejemplos.
Sin embargo, salvo contadas excepciones e intentos, la reducción de las desigualdades todavía no ha sido adoptada como prioridad política por la mayoría de los gobiernos o como bandera ética por la ciudadanía.
En esta línea, el ensayo de Jaramillo, fruto de años de investigación, trabajo de campo, vivencia e incidencia, a partir, por ejemplo, del proyecto de divulgación, felino y justiciero, de Gatitos contra la Desigualdad, invita a la reflexión y al cambio.
Esta iniciativa, a través de memes y gatos inteligentes, y el propio libro, con argumentos y datos rigurosos y contundentes, realizan una labor de debunking, de desenmascaramiento, de las narrativas que legitiman la llamada “meritocracia” y reproducen las desigualdades, tanto económicas como sociales de todo tipo.
Y lo hacen con respecto de las mentalidades, las creencias y las ideologías, obnubiladas por décadas de hegemonía neoliberal y electrocutadas sin piedad por crisis recurrentes, pero también respecto de las estructuras sociales (léase, de clase, de género, de “raza” y geopolíticas) y de las económicas (léase, del sistema fiscal y del financiero, del de salud, de la educación, de las pensiones, del bienestar en general y de sus derivados).
Gracias a Pobres porque quieren, finalmente, volvemos a oír (o a leer) palabras y frases necesarias y (casi) olvidadas: “clases sociales”, “estructuras económicas y de poder”, “impuesto sobre las herencias y el gran capital”, “redistribución de la riqueza”, “ingreso universal”, “igualdad”, “universalismo”, “gratuidad”, “recaudación progresiva”, “responsabilidad colectiva (o compartida)”, “bien común”, “reforma fiscal”, “vivienda social y popular”, y tantas más que verbalizan el anhelo por un mundo más justo.
El texto trabaja siete mitos principales y el análisis de cada uno revela múltiples narrativas tóxicas, falaces, secundarias y derivadas que como individuos y como sociedad muchas veces consideramos naturales, correctas y justas, aunque en realidad no lo son.
“Los pobres son pobres porque quieren” es el mito número uno, el eje central: hemos creído que el puro esfuerzo individual, sintetizado en la ideología del echaleganismo neoliberal, sería suficiente para conseguir “el éxito”, sea lo que esto signifique, económico, de estatus, de poder, en consumo, y así sucesivamente. Y resulta que no, la pobreza no es una falla personal, no depende como tal de la voluntad o de la pereza, sino principalmente de una acumulación de factores y jerarquías estructurales, sociales e históricas que estratifican y segregan a grupos y personas, más que favorecer el ascenso generalizado y progresivo del conjunto.
Es decir, en México la movilidad social es muy escasa, y entonces sucede que el origen se torna destino. Además, Jaramillo demuestra avispadamente que el problema de la pobreza es un problema de desigualdad, que no son campos separados como comúnmente se cree, y que sociedades muy desiguales sumergen a su población en la angustia y no serán nunca candidatas a realizarse con desarrollo pleno y derechos humanos.
El discurso de la meritocracia es falso y paradójico: anécdotas legendarias sobre presuntos casos de éxito e historias ficcionales de emprendedurismo y resiliencia nos hacen creer que pocas personas, como Carlos Slim o Ricardo Salinas Pliego, “merecen” poseer más bienes y riqueza que la mitad del país. Esto va en contra de la evidencia científica y las estadísticas. Pero, si el dato (bien trabajado) mata el relato, entonces la realidad es que no podemos olvidar “el componente social e histórico de los resultados de nuestras vidas”, citando al autor del libro, ni pensar que simplemente “esfuerzo y el talento son las variables clave para el éxito y la posición de los individuos en la jerarquía social”.
El mito dos nos cuenta que cualquiera puede ser millonario y bueno, pues, tampoco es cierto. La valoración de lo que constituye “el talento” es social, coyuntural, histórica, dictada por una serie de percepciones e imposiciones dirigidas por medios de comunicación y élites político-económicas que, en las democracias liberales, se han sustituido a las aristocracias de antaño, aunque siguen justificando sus privilegios y riquezas insultantes con retóricas que encubren, en muchos casos, la ilegitimidad de lo acumulado, generación tras generación.
El tercer mito dice que el problema “no es el patriarcado ni el racismo, sino el clasismo”, o sea, de que en México no hay racismo, sino clasismo. Esto se traduce en la sistemática negación de que en el país existen el racismo y el patriarcado como sistemas de dominación sobre grupos sociales y étnicos, construidos o inventados como “inferiores” o “atrasados”, y del género femenino como tal. En cambio, nacer mujer, morena e indígena entre hombres blancos sí hace la diferencia, y mucho, no por cuestiones de “clase” o económicas, sino por estructuras enraizadas que perpetran desigualdades interseccionales, que se refuerzan entre sí, y categoriales.
El cuarto mito nos cuenta que la educación te va a sacar de pobre, que más educación implicará más riqueza, pero otra vez se reproducen ciertos lugares comunes con base en supuestos parciales o sesgados sobre la “igualdad de oportunidades” y la “formación de capacidades”. Si bien, desde luego, la educación es un factor muy importante, hay que hacer hincapié en la igualdad de resultados y el fomento a la concreción de las capacidades sin discriminaciones ni bloqueos sociales culturales y económicos como los que tenemos. Lo anterior exige una política pública integral que vaya más allá del necesario apoyo financiero y reme en contra de las desigualdades de acceso, permanencia y calidad dentro del sistema educativo en todos sus niveles, ya que éste acaba siendo elitista y evalúa básicamente capacidades que, de por sí, contienen cierto tipo de conocimientos y competencias que refuerzan las discriminaciones.
El mito cinco afirma que los jóvenes prefieren no tener viviendas propias porque ya cambiaron sus valores, o bien, son más irresponsables que antes y prefieren gastarse la plata en cafecitos nice y viajes al exterior. En cambio, el despojo al trabajo, el bajo salario y condiciones laborales precarias, así como la gentrificación, la falta de una política de vivienda social, la especulación inmobiliaria, el encarecimiento de las rentas y del valor inflado de las casas en los centros urbanos, el descontrol de AirBnb y demás plataformas, entre otros factores, pintan un cuadro mucho más dramático y sistémico contra el cual la buena voluntad y el esfuerzo individual poco pueden hacer.
Este mito me recuerda de cerca los discursos, también falaces, sobre los mal llamados “ninis”, que según la visión hegemónica sería jóvenes que no trabajan ni estudian porque no quieren, así que deciden no salir de su casa, no construir o comprar una propia, y no hacer familia. Nada más estigmatizador e injusto aformar eso para la generalidad y totalidad de las personas jóvenes que no pueden conseguir empleo bien remunerado o digno y no acceden a la universidad o a la prepa, quienes, además, según los datos disponibles, en su mayoría son mujeres y madres jóvenes a las que “se le encarga” el cuidado familiar de varias generaciones, niños y ancianos.
El mito seis se encarga de estigmatizar a quienes son beneficiarios de algún programa social, es decir la mayoría de la población, especialmente a los más vulnerables, y se resume en que habría una suerte de “vicio de la dependencia”, por lo que “los programas sociales hacen floja a la gente”, como suele reiterar con sus verborreas groseras, racistas y clasistas el expresidente Vicente Fox. En mi país de origen, Italia, pese al progresivo desmantelamiento de ciertos elementos del welfare state, o estado del bienestar, siguen vigentes sin ningún problema muchos programas sociales, estatales, regionales y municipales, junto con un sistema único y universal de salud, educación pública, pensiones y desempleo.
Es algo que, en México, una de las economías más grandes del mundo, podría implementarse en un periodo presidencial. Nada del otro mundo, y bastante distante de los beneficios y derechos que, pese a todo, todavía hoy, tienen los países nórdicos, pero de todas formas fue gracias a este conjunto de sistemas y apoyos, focalizados, no condicionados, y algunos universales, que pude llevar a cabo mis estudios en una muy buena (pero relativamente cara y elitista) universidad, mi intercambio a México en 2000 y 2001, y con programas mi mamá pudo, por ejemplo, volver a entrar al mercado laboral, en un puesto del sector público municipal, actualizando determinados conocimientos tecnológicos y, finalmente, alcanzando el derecho al trabajo, plasmado en el artículo 1 de la Constitución italiana, y a una pensión digna. Esta, allá, sigue siendo vitalicia y garantizada por el Estado y no, como acá, basada en el mercado, las Afores privadas y con fecha de caducidad a 15 años.
El séptimo mito refiere que los pobres no pagan impuestos, cuando también esto no es cierto y, más bien, vivimos en un régimen de profunda injusticia fiscal y redistributiva, una especie de paraíso fiscal encubierto, en donde la recaudación es carente y altamente regresiva, no se cobra nada a las grandes herencias, muy poco a las grandes ganancias financieras y propiedades, a la especulación, a ciertas inversiones, a la minería, y a los capitales acumulados e inertes. Pese a la tímida reforma fiscal de Peña Nieto y a las mejoras en la inteligencia financiera y capacidades del SAT y de la recaudación en general en el sexenio de AMLO, los más ricos siguen pagando proporcionalmente mucho menos, la carga recae en los más pobres y la clase media, cada vez más delgada y en peligro de decadencia.
Entonces, como lo abogamos en otros espacios, son urgentes reformas cabales, con vistas a los chantajes arancelarios de Trump y las venideras presiones presupuestarias internas, pero sobre todo para garantizar permanencia y expansión de programas sociales y de un verdadero estado del bienestar (que, desde luego, cuesta mucho).
Hace falta, por lo tanto, un nuevo pacto fiscal solidario e intergeneracional para la sostenibilidad hacendaria e infraestructural, a partir de las zonas más desfavorecidas en el pasado, en el contexto de escenarios adversos y a través de la reducción de toda violencia estructural (y, de paso, de muchas otras violencias más, como resultado probable de una “atención a las causas”, recargada, justiciera y radical).
Jaramillo nos ofrece perspectivas de futuro y de reforma, ambiciosas y realistas a la vez. El libro culmina con una serie de propuestas factibles, inspiraciones políticas y de lucha colectiva, también urgente, para dialogar y salirnos de la caja, entendiendo el contraste a la desigualdad como misión civilizatoria y humanista, social, ética y comunitaria.
Se relanza, entre otras iluminaciones, la idea de una reforma fiscal progresiva, y sobre todo la de un ingreso universal que pueda liberar potenciales humanos y dignidad para todas y todos. “Una sociedad que segura el mínimo necesario para una vida adecuada y digna”, reconociendo que la riqueza, que hoy se concentra, cada vez más, en pocas manos, es un output indeseable de un esquema injusto.
Pobres porque quieren nos insta a desmontar las narrativas justificativas y abusivas que pretenden legitimar la apropiación dispar y excesiva del producto y de la plusvalía socialmente generadas, así como a hacerle frente, desde las aulas, el periodismo, las plazas, las redes y la política pública, a la propaganda que nos vende como panacea la competencia, la meritocracia y el riesgo, que siempre premian a los mismos notorios de la cúspide.
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Fabrizio Lorusso. Profesor investigador de la Universidad Iberoamericana León sobre temas de violencia, desaparición de personas y memoria en el contexto de la globalización y el neoliberalismo. Maestro y doctor en Estudios Latinoamericanos (UNAM). Colaborador de medios italianos y mexicanos. Integra la Plataforma por la Paz y la Justicia en Guanajuato, proyecto para el fortalecimiento colectivo de las víctimas. YouTube @TrotamundosPolitico
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[*] Consigna histórica del movimiento socialista desde el siglo XVIII, retomada por Karl Marx en la Crítica del Programa de Gotha (1875).
