Opinión

El mayo y los 29 “expulsados”




marzo 5, 2025

Su surgimiento, presencia y arraigo no dependen únicamente de su capacidad de liderazgo y manipulación violenta. Las complicidades que han construido los narcotraficantes con redes de poder dentro del Estado siguen favoreciendo el paisaje de violencia y barbarie que México ha sufrido en los últimos veinte años

Por Salvador Salazar

En la actualidad, la figura del narcotraficante se ha convertido en un elemento central dentro de las estrategias de legitimación de la violencia estatal. Este fenómeno se inscribe en la lógica del estado de excepción, en el cual la ley se suspende para imponer un régimen de control basado en el uso punitivo de la fuerza dentro del territorio nacional. Filósofos como Giorgio Agamben han desarrollado una crítica a la forma en que los Estados han utilizado la noción del “enemigo” para justificar su propia violencia anómica y reforzar su soberanía. En el caso mexicano, la narrativa oficial presenta la guerra contra el narcotráfico como una cruzada contra el mal, ocultando el hecho de que, en muchas ocasiones, las acciones estatales resultan indistinguibles de las perpetradas por los propios grupos criminales.

El estado de excepción, según Agamben, es el mecanismo que permite al soberano suspender la aplicación de la ley sin abolirla, generando una zona de indeterminación en la que la violencia estatal se ejerce sin restricciones jurídicas. En el contexto mexicano, el narcotraficante no es únicamente un actor criminal, sino una figura política y social que el Estado utiliza para justificar el uso extraordinario y arbitrario de la fuerza. Al equiparar al narcotráfico con una amenaza existencial, los gobiernos aplican medidas que, en otras circunstancias, serían consideradas inaceptables dentro de un Estado de derecho.

Un ejemplo claro de esta dinámica es la llamada guerra contra el narcotráfico en México. En nombre de la seguridad nacional, el Estado ha desplegado al ejército, implementado estrategias de vigilancia masiva y justificado violaciones a los derechos humanos. En este contexto, los narcotraficantes son representados como figuras demonizadas que deben ser eliminadas a cualquier costo, lo que otorga al gobierno un margen de maniobra para actuar fuera de los límites de la ley.

La construcción social del narcotraficante como criminal-enemigo permite a los gobiernos consolidar su poder a través del uso de la violencia excepcional. Lejos de garantizar un compromiso real con la seguridad de la ciudadanía, esta estrategia profundiza la crisis de legitimidad del Estado, exponiendo sus contradicciones y demostrando que, bajo la lógica de la excepcionalidad, la línea entre lo legal y lo ilegal es cada vez más difusa. Es preocupante cómo la supuesta violencia legítima del Estado se convierte en un fin en sí mismo, reproduciendo el caos que dice combatir.

Hace unos días, la esfera mediática se vio sacudida por la noticia de la extradición de 29 narcotraficantes a Estados Unidos. La mayoría de ellos eran líderes y fundadores de diversos cárteles que han operado impunemente y han sido responsables de múltiples actos de violencia en distintas regiones del país. Si bien este acontecimiento requiere un análisis más profundo, resulta interesante observar cómo, de inmediato, la opinocracia comenzó a especular sobre las razones detrás de la decisión del gobierno federal. La principal interpretación apuntaba a que la acción fue resultado de la presión ejercida por la orden ejecutiva de Donald Trump para designar a los cárteles mexicanos como grupos terroristas.

Las opiniones dentro de la esfera pública mexicana son diversas y, en muchos casos, contradictorias. Sin embargo, un punto de coincidencia es la expectativa de que estas detenciones y extradiciones contribuyan a la pacificación del país. No obstante, valdría la pena recordar el refrán popular: “una golondrina no hace verano”. Un solo acto no basta para garantizar un cambio real, especialmente considerando el peso que la figura del narcotraficante tiene en el imaginario social. Más allá de cuestionar la intención del Estado de construir al narcotraficante como enemigo para justificar el uso excesivo de la fuerza, es importante analizar la valoración favorable que estos personajes generan en ciertos sectores de la población —particularmente aquellos que han sido abandonados por el Estado—. En muchas regiones, donde los narcotraficantes ejercen un dominio total, son percibidos como benefactores o incluso como una especie de nuevo Robin Hood.

El concepto de “bandido social”, desarrollado por el historiador británico Eric Hobsbawm, describe a individuos que, aunque considerados criminales por el Estado, son vistos como héroes por sus comunidades debido a su desafío al orden establecido y su papel en la redistribución de recursos. En diversos estudios, el antropólogo José Manuel Valenzuela Arce, investigador emérito de El Colegio de la Frontera Norte, retoma este concepto y lo adapta al contexto mexicano contemporáneo. Según Valenzuela Arce, el narcotraficante ha asumido algunas de las funciones del bandido social, aunque con diferencias y matices importantes.

En el México actual, el narcotraficante no solo opera como un delincuente, sino que también se convierte en una figura de poder y resistencia en zonas marginadas, donde el Estado ha fallado en garantizar seguridad y oportunidades económicas. Más preocupante aún, en muchos casos, el propio Estado se ha convertido en cómplice del poder criminal, permitiendo la impunidad y fortaleciendo su dominio. De acuerdo con Valenzuela Arce, los narcotraficantes han logrado posicionarse como benefactores en diversas comunidades rurales y urbanas, ofreciendo empleo, protección y servicios que el gobierno no provee. Esta relación clientelar les otorga una legitimidad social que desafía las categorías tradicionales de legalidad y justicia.

Sin embargo, a diferencia del bandido social descrito por Hobsbawm, quien solía operar con un código moral ligado a la justicia social, los narcotraficantes contemporáneos han generado niveles extremos de violencia. Mientras que los bandidos sociales desafiaban a terratenientes y estructuras feudales en sociedades agrarias, los narcotraficantes operan dentro de un sistema capitalista globalizado, donde el poder y la violencia son herramientas fundamentales para garantizar el control territorial y el mantenimiento de sus redes ilícitas. En este sentido, el narcotraficante oscila entre la dualidad de benefactor y generador de violencia, afectando profundamente las comunidades que domina.

Valenzuela Arce muestra cómo, a pesar de ciertos paralelismos con los bandidos sociales tradicionales, el narcotraficante opera dentro de lógicas más violentas y capitalistas, lo que transforma su papel en las comunidades y la forma en que es percibido. Sin embargo, su surgimiento, presencia y arraigo no dependen únicamente de su capacidad de liderazgo y manipulación violenta. Las complicidades que han construido con redes de poder dentro del Estado siguen favoreciendo el paisaje de violencia y barbarie que México ha sufrido en los últimos veinte años. No podemos ignorar que la construcción del narcotraficante como criminal-enemigo es un elemento clave en la legitimación de la violencia estatal como una condición excepcional.

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