Ramón Salazar Burgos
Analista Político
En mi artículo anterior hablé sobre la crisis de la democracia representativa; en el último párrafo de esa entrega, hice el compromiso de que en mi siguiente aportación hablaría sobre la idea de que tanto los Padres fundadores de la independencia de Estados Unidos, allá por 1776 y los franceses que triunfaron en la Revolución de 1779 pudieron haber escogido un método diferente al de las elecciones para la designación de sus representantes ante el Parlamento o ante el Poder Ejecutivo.
El mecanismo que determinaron –el electoral– ni fue un procedimiento democrático, ni tampoco constituyó una forma que garantizará la representación de todos los segmentos de la sociedad. El voto estaba reservado a una minoría dominante y aristocrática, poseedora del poder económico. La determinación de la democracia representativa como método para la selección y renovación de los gobernantes por la que se inclinó la aristocracia del siglo XVIII les garantizaba que el elegido sería uno de los suyos, un aristócrata, es decir, un integrante de la élite detentadora del poder económico que no pondría en riesgo la riqueza o poder de la naciente burguesía. Pero otras formas de designación eran las predominantes en las décadas previas a esas dos revoluciones.
La incipiente democracia representativa fue una opción cuidadosamente determinada. La democracia electoral actual comparte pocos rasgos con la que se empezó a aplicar en el siglo XVIII. Ahora, la distinguen la periodicidad, la libertad, la universalidad, la secrecía y la autenticidad como principios democráticos fundamentales que le dan viabilidad a los procesos electorales. El verdadero respeto a estos principios, hacen de la democracia representativa un mecanismo eficaz y confiable para la renovación de los gobernantes.
Hoy, la desbordante retórica discursiva sobre esta forma de democracia se soporta en el paradigma dominante de la ciencia política. Se apuntala señalando que la democracia liberal es la mejor forma de gobierno que se han dado los pueblos; que es un método eficaz para renovar periódicamente a los gobernantes; que el diálogo ayuda a resolver los conflictos de manera civilizada, etc.
Los “mass media” han cumplido con eficiencia con su rol de instrumentos para implantar esta forma de gobierno en lo más profundo del inconsciente humano. Esos mantras repetidos como autómatas por académicos, políticos y autoridades, hasta convertirlos en clichés y lugares comunes, quizá ya estén vacíos de contenido en muchos de sus postulados. Sin embargo, la apreciación así elaborada para este constructo político hace que sea políticamente incorrecto hablar en contra de la democracia representativa. Pero otra verdadera democracia pudo haber sido posible.
En la antigüedad el sorteo, combinado con la elección para algunos cargos, fue un método que se aplicó para la designación de gobernantes. En la Atenas clásica los órganos más importantes de gobierno eran elegidos de manera mixta, por sorteo y elección; los ciudadanos elegidos también de esta forma eran los que detentaban el máximo poder, ya se tratase del Ejecutivo, Legislativo o Judicial. La democracia ateniense no fue directa, fue una democracia representativa aleatoria, debido a que sus gobernantes eran elegidos por una doble vía: sorteo y elección. Para los ciudadanos de aquellos tiempos este método era tan natural como lo es hoy para nosotros la celebración de elecciones para la renovación de los gobernantes.
Aristóteles, un admirado filósofo de la antigüedad, en el siglo IV a.C. asociaba el uso de la suerte, que se representa en el sorteo, con una forma democrática de designación. Descalificaba el principio de “elección” porque lo relacionaba con formas oligárquicas. Este filósofo se inclinaba por un procedimiento mixto de designación, es decir, una combinación de sorteo y elección, pero afirmaba que solo la suerte o el sorteo eran plenamente democráticos. En la Europa de la Edad Media y del Renacimiento hubo una gran cantidad de Estados con sistemas políticos definidos por sorteo: Bolonia, Vicenza, Novara y Pisa. También otras importantes ciudades del Renacimiento tenían esta forma de selección como Venecia y Florencia.
En España el sorteo se utilizó en Murcia, La Mancha y Extremadura. El rey Fernando II de España, llegó a afirmar que las ciudades y municipios regidos por insaculación fomentaban mejor la buena vida, logrando administraciones y gobiernos saneados con relación a los gobiernos basados en la elección. Señalaba que con este método se lograba que los Estados estuvieran mejor cohesionados, que fueran más igualitarios, más pacíficos y más desapegados de las pasiones.
El uso del sorteo coincidió con el punto culminante de la prosperidad, el progreso y la cultura de ciudades como Atenas, Venecia y Florencia. Este método de designación se implementó con variantes en las distintas ciudades y, en los lugares en los que implementó como forma de designación de gobernantes, disminuyeron los conflictos y generó mayor participación de los ciudadanos. Los Estados que lo implementaron tuvieron largos periodos de estabilidad política, pese a las diferencias naturales entre los grupos opuestos. Llama la atención que el Estado europeo de San Marino, usó el sorteo como sistema para elegir a los dos gobernadores de su Consejo, hasta mediados del siglo XX.
El procedimiento de sorteo, como forma de designación de gobernantes, lo defendió Montesquieu en su libro el Espíritu de la Leyes, en el año 1748, apenas tres décadas antes de la Revolución Francesa. En su defensa argumentaba que el sufragio por sorteo se ajusta mejor a la democracia y que el sufragio por elección es un método aristocrático que contribuye a reforzar a la élite en su afán de dominio. Rousseau fue otro pensador de la Ilustración que en las décadas previas a la Revolución Francesa defendía la forma mixta de designación, es decir, sorteo y elección. Estaba convencido de que así se obtenía mayor legitimación y se mejoraba la eficiencia a los gobiernos.
Rousseau afirmaba que la designación por la suerte participa más de la democracia. Veía gran responsabilidad ciudadana en al desempeño de los gobernantes, responsabilidad que solo podía imponerse a través de este método. Tanto Montesquieu como Rousseau, pilares fundamentales del actual Estado, preferían el sorteo, como mecanismo de designación porque era más democrático que las elecciones, pero sostenían que una combinación de ambos métodos era más beneficioso para la sociedad en razón de que ambos procedimientos se reforzaban mutuamente.
A pesar de que los filósofos de El Espíritu de las Leyes y El Contrato Social reconocían las ventajas del sorteo o del procedimiento mixto de designación, estas formas desaparecieron con las triunfantes revoluciones estadounidense y francesa. Los vencedores sin rubor alguno de inclinaron por el procedimiento de elección, que por aquellos tiempos era considerado como aristocrático y no democrático. No hay evidencia de que hubieran siquiera intentado la designación por sorteo. Si no lo hicieron fue porque el sorteo no era un sistema deseable para ellos. Prefirieron la república como forma de gobierno, a través del método de elecciones.
Para Montesquieu la república podía asumir dos formas: democrática, si el poder descansaba en el pueblo y, oligárquica si se apoyaba en una minoría del pueblo. Los revolucionarios triunfantes de 1976 y la de 1779 se inclinaban por una forma republicana de gobierno, pero en defensa de sus intereses se decantaron por la variante aristocrática. Demagógicamente los revolucionarios apelaban al pueblo como el gran soberano. Expresaban que el pueblo lo era todo, pero a la hora de las definiciones la idea de pueblo era muy reducida y elitista.
Las trece colonias de Estados Unidos no se declararon repúblicas democráticas, solo repúblicas a secas. Inclusive, los padres fundadores sin recato alguno expresaron que las democracias jamás durarían mucho, porque si se amplían, se agotan y se extinguen. A la luz de la enorme influencia que Montesquieu y Rousseau ejercieron en la Ilustración, resulta frustrante que los vencedores de esas dos revoluciones hayan preferido la república aristocrática como forma de gobierno y el método de elección como mecanismo de designación de sus gobernantes. Ello solo refleja el escaso aprecio que por la democracia tenían estos señores de la aristocracia.
La democracia liberal surgida de la revoluciones estadounidense y francesa, hace casi doscientos cincuenta años, con el paso del tiempo se ha fortalecido y consolidado. Ha llegado hasta nuestros días con las ondulaciones que la conveniencia política de cada etapa le ha otorgado para ajustarla a las exigencias de cada momento histórico, sin que en su trayecto haya perdido su esencia de instrumento garante de los intereses de una minoría.
Si el liberalismo político se ha consolidado con la fuerza que hoy se le reconoce ha sido porque en torno a él se ha generado un gran consenso. Las instituciones de cada época se han perfilado para convertir en dominante este constructo político de la sociedad occidental. Ha resultado fácil la implantación de esta ideología en lo más profundo del inconsciente humano. Si no se ha complicado ha sido porque el liberalismo político ha sido presentado bajo un aparato conceptual atractivo para nuestras aspiraciones, emociones, intuiciones, instintos, valores y deseos. No hay quien se atreva a cuestionar el ideal político de la dignidad y de la libertad individual, que solo se consiguen con la democracia, porque se trata de valores convincentes y sugestivos.
En el establishment global la economía, la educación, la ciencia, el arte, la cultura, el deporte, etc., se colocan al servicio de los intereses dominantes para exaltar las “bondades” que esta forma de gobierno y de economía representan para la sociedad. Los sistemas educativos se construyen para la reproducción de pensamientos, actitudes y comportamientos afines al liberalismo político y económico, pero también para inhibir ideas críticas o disidentes. En el campo de la literatura y de la economía se otorgan premios Nobel a los escritores o economistas que en sus obras o en su ensayística se adhieren a la democracia liberal o al libre mercado. La industria del cine otorga premios Óscar a los directores y actores que en sus filmes exaltan los valores más apreciados por la “sociedad libre”. En el deporte se remunera con salarios exorbitantes los desempeños individuales destacados, enviando el mensaje de que es posible conseguir el éxito esforzándose al máximo, queriendo expresar que la creación de fortunas personales se logra con el emprendimiento y el trabajo duro, como si muchas de las riquezas personales no fueran producto de la rapiña, de la corrupción o del atraco.
Este andamiaje representa las formas suaves en el proceso de construcción del consenso de aceptación social, pero cuando los mecanismos y la ideología tradicionales fallan, aparecen los procedimientos aleccionadores y verdaderamente rudos como bloqueos económicos en todas sus manifestaciones, las revoluciones de colores, las primaveras, los golpes de Estado y hasta las intervenciones militares. Pero los “mass media” en su rol de acompañantes leales del establishment, encubren cuidadosamente estas formas de agresión a la libre determinación de los pueblos, pretextando que se realizan en defensa de los derechos humanos o para restablecer el orden constitucional y democrático. Entiéndase, que es para retornar a los países desafiantes a la democracia liberal y a la economía de libre mercado, como Occidente la entiende y concibe.
La filosofía siempre busca conseguir los mejores fines colectivos, pero por desgracia los intereses de la élite se enrumban por el pragmatismo económico y político que cada momento le dicta la realidad.
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Consulta el artículo La crisis de la democracia representativa relacionado con esta entrega de Ramón Salazar Burgos, en este link: https://laverdadjuarez.com/index.php/2018/10/29/la-crisis-de-la-democracia-representativa/