Y luego, Salinas dio un paso inteligente: vincular la “modernización” entre comillas del país con la apertura democrática; aparentar que la creación de los órganos electorales independientes era suficiente para garantizar elecciones limpias, primero, y luego hacer creer que el impulso democratizador venía del Estado y era parte de las reformas estructurales que él mismo había impulsado.
Alejandro Páez Varela
En los últimos meses, conforme crece la presión sobre Lorenzo Córdova, se ha organizado un movimiento para vincular la crisis de su presidente consejero con el Instituto Nacional Electoral. “Yo defiendo al INE”, dicen, como si el INE fuera Córdova o como si los errores del funcionario electoral fueran atribuibles al propio Instituto y sus destinos estuvieran inevitablemente unidos. Nada más lejano de la realidad. Y nada que no se haya visto antes.
Carlos Salinas de Gortari hizo todo para vincular los pasos apresurados del país hacia el liberalismo económico con la lucha democrática y los avances en materia política, forzados desde la izquierda. Y desde entonces se ha querido hacer ver que el neoliberalismo y la normalidad democrática van de la mano, nacieron juntas, y que así como se crearon instituciones independientes para regular y administrar los esfuerzos electorales, así se forjaron las reformas estructurales. Ambos esfuerzos habrán nacido por los mismos años pero no necesariamente tuvieron el mismo motor.
Como sabemos, las crisis económicas recurrentes de las décadas 1970 y 1980 condujeron a la implementación de políticas públicas neoliberales. Los organismos internacionales, que atraparon a México con la deuda, impusieron un modelo y obligaron el adelgazamiento del Estado, las privatizaciones masivas y las políticas restrictivas que se tradujeron en una sola cosa: apretar el cinturón de los ciudadanos. Los gobiernos de Salinas hasta el de Enrique Peña Nieto abatieron los movimientos sociales mientras que abrazaban al nuevo poder emergente: el capital. Así, a los llamados “pactos” para acomodar al país al liberalismo económico acudieron los empresarios como invitados especiales y los líderes corruptos de los sindicatos en calidad de sometidos. Los salarios de los obreros se hundieron y al mismo tiempo nació una casta de nuevos ricos creados básicamente con las concesiones que les entregó un Estado corruptor.
Casi al mismo tiempo, al interior del régimen se estaba dando una ruptura. En 1987 nacía la Corriente Democrática en el Partido Revolucionario Institucional, y Cuauhtémoc Cárdenas, Ifigenia Martínez, Porfirio Muñoz Ledo y otros como Rodolfo González Guevara empezaron una lucha por la democratización del país que los llevó a dejar el PRI y a lanzar, en 1988, una candidatura presidencial independiente con el Frente Democrático Nacional.
Ese 1988, el Gobierno cometió un fraude electoral y Carlos Salinas, su beneficiario, tuvo que convencerse que debía abrir caminos a la oposición si es que quería mantener la gobernabilidad. Pero también entendió que debía administrar la transición política. De esa manera es que emprendió dos caminos: uno, empezar la fusión del PRI con el PAN y, dos, crear una institución electoral independiente con el fin de simular elecciones limpias en la letra aunque en la práctica el mismo régimen siguiera administrando quien ganaba y quien perdía. Para Cárdenas y sus seguidores, Salinas tuvo palos; muchos murieron en esa lucha. Para los panistas, los intelectuales, los medios, los periodistas y los empresarios, las concesiones del poder.
Y luego, Salinas dio un paso inteligente: vincular la “modernización” entre comillas del país con la apertura democrática; aparentar que la creación de los órganos electorales independientes era suficiente para garantizar elecciones limpias, primero, y luego hacer creer que el impulso democratizador venía del Estado y era parte de las reformas estructurales que él mismo había impulsado. Con la ayuda de los intelectuales y los medios se impulsó una falsa narrativa del “Presidente modernizador”, que llevaba al país hacia el crecimiento económico y el bienestar y, a la vez, impulsaba el andamiaje para una sociedad democrática. Nada más lejano de la realidad.
Años más adelante, en 2006, ese falso discurso hizo crisis. El Instituto Federal Electoral, los intelectuales, los medios y los periodistas más escuchados sirvieron de tapadera al fraude cometido por los oligarcas y sus marionetas en el PAN. Impusieron a Felipe Calderón Hinojosa e hicieron todo para –como con Cárdenas– imponer la idea de que esa lucha, la de Andrés Manuel López Obrador y sus seguidores, era la de los “malos perdedores, arbitrarios y antidemocráticos”. Y si Francisco Barrio y Luis H. Álvarez habían tomado los puentes internacionales en la década de los 1980 y eso estaba bien, era “democrático”, la toma de Paseo de la Reforma fue la arbitrariedad. Y entonces los medios y los intelectuales hicieron su trabajo: hablar día y noche del bloqueo de esa arteria y convencer a la gente de que era obra de un obstinado comunista alborotador.
Como Salinas, en 2006 también fijaron la idea de que la izquierda es antidemocrática, se queja porque no sabe perder y quiere acabar con las instituciones; que los “modernizadores” son ellos, que el retroceso son los otros, y que el impulso democrático que se generó entonces es antidemocrático de origen y busca acabar con los “avances”.
Ahora, el movimiento “Yo defiendo al INE” tiene la misma inspiración del pasado. Los cuestionamientos a Lorenzo Córdova, dicen, son a la institución porque la izquierda odia las instituciones y quiere el control total. Córdova es la democracia y presionarlo es presionar a la democracia misma. Nada más lejano de la realidad.
Pero Lorenzo Córdova, como vimos en su comparecencia el viernes pasado en la Cámara de Diputados, ha caído en su propio juego. Se convirtió en un activo de la oposición y se presta a su discurso porque le conviene. Acepta el alegato de que la institución es él, y se abraza de PAN y PRI para defenderse aunque eso signifique renunciar a la neutralidad que supone su encargo. Es decir, renuncia a conservar la institución por encima de él mismo. Y lo que vemos es la corrupción del cargo acompañada con la propia. Nada que no se haya visto antes.
México vive momentos intensos en materia política. La oposición va de tumbo en tumbo; como –lo lamento por la institución–, el mismo Lorenzo Córdova. Ni él ni el bloque opositor han aprendido que no aplican las viejas fórmulas; no aplica apropiarse de las instituciones y creer que ellos son la sociedad. Deberían aprender a leer con más atención hacia dónde está caminando México; deberían reconocer que la gente está más interesada que nunca en la política y que no es fácil manipularla. Córdova no es el INE. Y el solo hecho de tener que escribirlo y decirlo así (“Córdova no es el INE”) me dice qué tan anquilosados están, y qué tan lejanos de la realidad se han quedado.
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Alejandro Páez Varela. Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx