Históricamente, la producción de amapola era un tema fundamentalmente campesino. Los precios altos, que se mantuvieron durante décadas, habían contribuido a que las poblaciones serranas lograran sobrevivir en sus comunidades de origen. Sin embargo, el periodo reciente, hecho de fuertísimas convulsiones de mercado y condiciones excepcionales por las medidas de la pandemia del COVID-19, han contribuido a romper algunas de las certidumbres de antaño
Texto y fotos: Marcos Vizcarra Ruiz*
Aquí la vida es diferente. El viento no pasa desapercibido en las cañadas. Provoca un eco aterrador cuando choca con las paredes de piedra y hace que las nubes se muevan al ras de la tierra que se pisa. Son más de 2 mil 500 metros de altura, donde los pinos y los duraznos se bañan todos los días con el rocío de la mañana y el de la noche. Es un lugar inmenso, de montañas iguales de altas que diez edificios apilados del tamaño de la Torre Reforma en la Ciudad de México, pero sin el bullicio de la ciudad. Esto es silencio, un lugar ideal para sembrar amapola.
Sinaloa es el centro histórico del cultivo y producción de drogas en México, en particular de la amapola y marihuana. El territorio emblemático de las organizaciones traficantes con las que comparte el nombre, el ya famoso “Cártel de Sinaloa”, el cual ha sido dominado por algunos personajes a los que se les considera como los más importantes en el tráfico de drogas en México y en el mundo, como Joaquín El Chapo Guzmán Loera, o Ismael El Mayo Zambada.
El cultivo de drogas se encuentra en una famosa subregión mexicana llamada “Triángulo Dorado”. Está compuesta por diez municipios de 3 estados: Durango, Chihuahua y Sinaloa. Ahí, los paisajes de montaña sólo son disfrutados por los pobladores y los soldados. Estos márgenes quedan alejados no sólo geográficamente, sino por su orografía que no facilita el desarrollo económico. Eso sí, la zona tiene dos valores añadidos. La producción de drogas ilícitas y la extracción minera. El oro, la plata y el hierro, según datos del gobierno mexicano, llena la tercera parte del territorio de cada uno de esos estados, un subsuelo concesionado a grandes grupos mexicanos y extranjeros, principalmente canadienses y chinos.
Cuando se escucha o lee sobre el cultivo de la amapola y su relación con Sinaloa, inmediatamente se piensa en la región de Badiraguato. En la década de los setentas, la zona se hizo famosa por su actividad en el cultivo de la adormidera para convertirla en heroína, y quedó registrada como el núcleo del narcotráfico mexicano.
Sin embargo, para entender la complejidad de lo que representa la industria del tráfico de drogas en Sinaloa, así como sus múltiples evoluciones históricas, es fundamental ampliar el análisis hacia otros territorios. Permite darse cuenta de que no todo gira en torno a la sierra de Badiraguato, ni para las operaciones de las organizaciones criminales, el control ejercido por las fuerzas armadas o el negocio ilícito del tráfico de drogas.
Este texto busca expandir la mirada hacia los diez municipios que comprende el “Triángulo dorado”. Recorrer tierras que ofrecen suelo fértil para la siembra de múltiples plantas ornamentales, de frutos y opiáceos, pero conllevan también un alto grado de marginación y pobreza. En la mayoría de los territorios que recorrimos en la sierra de Tamazula, no hay agua potable si no es de pozos construidos por las personas de los pueblos. Tampoco hay drenaje, solo fosas sépticas o el campo entero frente a ellos. No hay electricidad, mucho menos internet. La señal del celular es intermitente, casi juguetona: si te mueves apenas un metro a la izquierda o a la derecha de donde se pudo hacer una llamada es seguro que se corte. Ni pensar en servicios médicos o escolares. El 20 de marzo de 2020, cuando se decretó un confinamiento por la pandemia del COVID-19, el profesor de la escuela primaria del pueblo se mudó a la ciudad. Ya no han sabido de él ni de las clases. Las niñas y niños siguen a sus padres y madres en sus otras actividades: la cocina, los caminos, la casa, el trabajo campesino y a veces la amapola.
A partir de estos pueblos, analizaremos también las relaciones que existen entre comunidades remotas con las urbes de la región. A través de éstas, veremos cómo los campesinos amapoleros logran adaptarse a las fluctuaciones del mercado internacional de las drogas. Las sierras, como veremos, no se pueden entender fuera de sus conexiones con las actividades legales e ilegales que fluyen por las ciudades y los valles de Sinaloa.
Una tierra rica para sembrar
El territorio donde trabajamos cuenta con apenas cincuenta casas de adobe. De esas que el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) cataloga en pobreza extrema.
Esta zona, que llamaremos Santa Marta, está situada en el ‘Triángulo Dorado’. Pertenece al municipio de Tamazula, Durango, el más extenso del estado. Sin embargo, esta parte de la sierra, por estar localizada a menos de ochenta kilómetros de Culiacán, la capital de Sinaloa, mira más hacia el estado vecino que a su propia administración. Incluso, los habitantes de esta tierra prefieren comprar teléfonos con números sinaloenses, a pesar de los altos costos que implicaba, particularmente en el pasado.
La región es amapolera. En estos pueblos donde viven miles de personas, campesinas en su mayoría, se aprendió a sembrar y cosechar amapola y otras plantas como mariguana desde los años cincuenta. El objetivo siempre fue venderlas a un precio razonable, de tal forma que alcance para continuar la producción y al mismo tiempo subsistir. Estas dinámicas se observan en todos los puntos neurálgicos de los cultivos ilícitos: lo mismo ocurre en Badiraguato sucede en Cosalá, Culiacán, Mocorito y Sinaloa de Leyva, en el estado de Sinaloa; igual en Tamazula, Topia y Canelas, en Durango; o Guadalupe y Calvo, Morelos, Batopilas y Urique, en Chihuahua.
Vivir en cualquiera de los pueblos amapoleros de estos tres estados significa renunciar a las comodidades de la ciudad y saber que la comida se da en los árboles o los animales de crianza, que la higiene personal es importante mas no así la vanidad, que las enfermedades se curan con plantas medicinales como el palo de Brasil o de árbol de zorrillo. Así se quita la gripe, si no es tomar camino en camioneta durante cinco horas a la ciudad más cercana o gastar tres mil pesos para viajar en avioneta. Este servicio privado, famoso en esta región de México, se popularizó y extendió sobre todo en Sinaloa a través de la agroindustria, quién lo utiliza para realizar el rocío de insecticidas y fertilizantes en siembras de hortalizas y semillas, y de particulares que cuentan con los recursos suficientes para entrar y salir de la sierra en menos de veinte minutos, aunque eso dependerá del viento y la lluvia.
Eso sí, las mismas avionetas se utilizan para transportar armas y cargas de droga ilícita. Las empresas de aviación no necesitan siquiera usar los aeropuertos ni someterse a revisiones extenuantes de aduanas, pues hay pistas de aterrizaje con permisos del gobierno mexicano a lo largo de Sinaloa, además de tantas otras clandestinas, como las 205 destruidas por el Ejército entre 2013 y 2018, de acuerdo con información otorgada por transparencia.
Para los campesinos de la sierra, las avionetas son también uno de los pocos servicios – privados y costosos- que permiten conectarse con lo que el gobierno dejó de instalar o de mantener en sus comunidades. Rubén, un campesino de Santa Marta, describe así la necesidad de usar los aerotaxis para tener acceso a un centro médico:
“Una vez pasó que mi mamá se resbaló y se pegó en la cabeza, se empezó a sentir bien mal y nos la tuvimos que llevar. Le hablamos a la avioneta, pero cuando llegamos ya se veía más mala. El médico nos dijo que había tenido un derrame cerebral, que lo peor que pude haber hecho es habérmela llevado en la avioneta, pero uno que iba a saber. Mi mamá ya no quedó bien, parecía muerta. Le hablabas y como si no te escuchara, se le iba la onda y se le olvidaba todo. Un día se murió… ya era lo mejor”, contó el hombre el 21 de enero de 2021 mientras cargaba su camioneta afuera de su casa, en Santa Marta, Tamazula.
A pesar de estas contingencias, los serranos no ven con agrado el contacto con las ciudades. Vivir en las urbes de Sinaloa, Durango o Chihuahua siendo de la sierra suele significar dejar de comer por lo menos un día a la semana si no se tiene trabajo fijo; limpiar parabrisas en los cruceros; pedir limosna bajo el desdén de los citadinos; tomar los bajo puentes como casas, o bien, construirlas con madera y cartón en lugares lejanos, como viven la mayoría de las personas pobres en México.
Los campesinos no viven ese tipo de pobreza, aunque para las mediciones instituciones gubernamentales sea equiparable. Pero ser un poblador de estas comunidades no es solo vivir alejado de las infraestructuras básicas. A esto hay que agregarle el peso y el dolor provocados por el estigma puesto por el gobierno, los medios y la cultura popular en el rostro de cualquier habitante del “Triángulo Dorado”: ser los productores de droga y los generadores de la violencia; los narcos; los ‘dueños de un imperio criminal’, como lo narran miles de historias, reportes policiacos, informes internacionales y notas periodísticas.
Generaciones de amapoleros y división del trabajo
La amapola es una planta silvestre y frágil con una flor bella, algunas rojas intensas como el mismo color de la sangre, otras moradas y unas más rosas. Son pinturas en las fachadas de los cerros.
Las comunidades amapoleras de la Sierra Madre occidental han desarrollado la siembra a través de varias figuras familiares, principalmente transmitida por los hombres. Quien hoy siembra y cosecha lo aprendió de su padre y este del suyo, así por lo menos en las últimas cinco generaciones. Así lo recuerda Gabriel, uno de estos hombres de Santa Marta, mientras prende un cigarro y mira con cierta nostalgia hacia el horizonte:
“Todo esto lo heredamos desde chiquitos de los más grandes, así se ha ido dando. Yo le podría decir que no tiene mucho, no sé la fecha bien, pero mi abuelo lo hacía y cuando mi tío José la podía cultivar era hace mucho” dijo Gabriel el 22 de enero de 2021 frente a un campo de amapola que él cuida en Santa Marta, Tamazula.
Trabajan en parcelas, así les dicen aunque todo esto sea hierba. Todos los campesinos de Santa Marta se dedican a lo mismo, cada uno con un rol distinto, cumpliendo así con la división del trabajo característica de los cultivos ilícitos. Unos se encargan de que haya suficiente agua de los pozos para regar la siembra. Otras y otros de sembrar las semillas y cuidar que estas se mantengan en pequeños surcos de tierra hasta que comiencen a crecer plantas con un aspecto de lechuga. Unos más con armas de caza matan ardillas y pájaros que suelen comerse la bola de la flor de amapola que contiene la goma, una plaga difícil de eliminar. En el siguiente eslabón de esta pequeña industria, otros hombres se dedican a vigilar quienes entran o salen del pueblo, instalados entre árboles y comunicándose por radios (walkie-talkies) para cuidar los suyos y su siembra.
Cada uno de estos pobladores tiene la esperanza de lograr extraer por lo menos ocho kilos de goma de opio por parcela, generando así un promedio de 120 o 130 mil pesos (6,736 dólares aproximadamente) por temporada, al cual se le deben restar los gastos en comida, fertilizantes, trabajadores y materiales indispensables al cultivo. En estas zonas, como en la sierra de Guerrero, se siembra amapola todo el año y se trata de cumplir con tres cosechas, dependiendo de los favores climáticos: mientras más caluroso sea, más vigor y concentración de goma en la planta.
Una vez que los campesinos rayan el bulbo de la flor para extraer su látex, el producto es comprado por un intermediario que llega al pueblo cada cuatro meses, al término de las cosechas. Estas personas son los acopiadores de la goma de opio. Trabajan de forma similar a los acopiadores de maíz o frijol, quienes generalmente se les llama “coyotes” – como los que se dedican a la organización y al trafico de migrantes entre México y Estados Unidos – por las trampas que suelen poner para sacar ventaja de las fluctuaciones de los precios de la droga en los mercados internacionales. Estos eslabones intermediarios tienen cierta autoridad en la sierra, y venden la goma a grupos más poderosos, ricos y organizados que se dedican a convertirla en heroína.
Las crisis y fluctuaciones del mercado
A finales de 2020, la goma de opio tuvo un incremento en su precio después de casi tres años en que la producción de fentanilo acaparó el mercado. La Administración de Control de Drogas de los Estados Unidos (DEA, por sus siglas en Inglés), documentó en 2020 en el informe “Mexico: Organized Crime and Drug Trafficking Organizations” que los traficantes de heroína de México, quienes tradicionalmente proporcionaban heroína negra o marrón a la parte occidental de los Estados Unidos, en 2012 y 2013 comenzaron a cambiar sus métodos de procesamiento de opio para producir heroína blanca, un producto más puro y potente al cual los campesinos de Sinaloa o Guerrero le llaman “china blanca” (China White). En los informes se menciona que en 2018 se cultivaron en México 41 mil 800 hectáreas de amapola, 5 por ciento menos en comparación con 2017, pero un 280 por ciento más desde 2013.
Sin embargo, a partir del 2017 los campesinos hablan de una caída que no se nota en los documentos oficiales. Las organizaciones traficantes vieron en el fentanilo un nuevo nicho, un opioide de 30 a 50 veces más potente que heroína y un negocio rentable con menor infraestructura y espacio. Según nuestras investigaciones, el producto se cocina principalmente en laboratorios localizados en casas, donde trabajan por lo menos dos personas con una lista de ingredientes y porciones para crear la sustancia. Son recetas presentadas por expertos contratados de manera forzada por los grupos criminales, quienes les enseñan técnicas para la creación de píldoras con un cuidado muchísimo menor al que necesita la producción de amapola y cuya rentabilidad es incomparable para los intermediarios y vendedores: un kilo de fentanilo equivale en precio a casi 200 kilos de goma de opio, según información del gobierno mexicano dado a conocer en conferencia de prensa por la Secretaría de la Defensa Nacional.
Además, el fentanilo requiere un espacio menor para su producción. Nada que ver con un plantío de amapola que necesita por lo menos una persona que vigile las plantas, que esté atento antes, durante y después de la floración, y tener bajo su responsabilidad la aplicación de amoniaco, urea y otros fertilizantes para mejorar la producción. También se debe regar para mantener húmeda la tierra al punto de no ahogar las plantas, de lo contrario el rendimiento sería por debajo de lo esperado.
Entre sierra y ciudad: el mercado laboral de los amapoleros en crisis
La crisis en el precio de la amapola provocó que en los últimos dos años la población se redujera en las sierras del Triángulo Dorado. Los jóvenes, principalmente, se fueron a buscar trabajo a las ciudades cercanas de Culiacán, Guamúchil y Guasave en Sinaloa, o Tamazula y Topia en Durango. Así nos lo cuenta un joven:
“Aunque era el mismo dinero, allá [en las ciudades] se paga renta y no sale mucho para vivir ni para mandar. Se tiene que trabajar en Uber o donde se pueda. A veces de repartidor de pizza o de otros restaurantes”, dijo el joven mientras manejaba hacia un plantío de amapola en Santa Martha, Tamazula, el 21 de enero de 2021.
Otro campesino de la zona comenta también:
“No veíamos cómo íbamos a salir [de la crisis], ya no era ganancia y unos se fueron a la ciudad y otros sembramos marihuana, que también cayó, pero no tanto”, comentó el campesino el 21 de enero en Santa Martha, Tamazula.
Para los jóvenes migrantes de la sierra, la paradoja es cruel. Acercarse a las ciudades o a los polos agroindustriales garantiza un alto número de oportunidades laborales, pero que pocas veces permiten una mejora en su calidad de vida. El trabajo de jornalero en los campos de la industria sinaloense aporta un sueldo que oscila entre los 45 y los 200 pesos diarios – de dos a 10 dólares -, con horarios y condiciones de trabajo extenuantes, a veces inhumanos. Así, los jóvenes pasan de una actividad dura, peligrosa e ilegal, a una labor igual de terrible pero enmarcada por algunas de las empresas más poderosas del país, líderes en exportaciones de maíz o de hortalizas hacia Estados Unidos. La articulación y los paralelismos entre los cultivos lícitos e ilícitos es total para las mujeres y los hombres que se encuentran en el eslabón más bajo de ambas industrias[1].
Los empresarios son, en su mayoría, hombres acaudalados de buenas familias del estado, instalados casi todos en zonas exclusivas de Culiacán. Son dueños de fortunas hechas por dinastías que aprovecharon los valles agrícolas desde finales del siglo XIX, un auge agrícola que se debe en gran medida a familias griegas, chinas y japonesas que se instalaron y comenzaron a aprovechar la tierra para cultivo[2].
Las familias crecieron, y con el tiempo fundaron nuevas empresas en otros sectores de actividad que reprodujeron el mismo modelo para sus trabajadores: salarios bajos y horarios extenuantes. Lo que solía suceder en el campo se observa ahora en el corazón de las ciudades. Dentro de los “call-centers” (centros de atención telefónica) o en las calles, a través del auge de las plataformas de transporte privado – Uber, en particular – y de repartición de comida. En este ámbito, las medidas de confinamiento ligadas a la pandemia del COVID-19 han alimentado un boom sin precedente, atrayendo cada vez más poblaciones vulnerables.
Los mismos esquemas de negocios y ‘abanicos de oportunidades laborales’, como suelen nombrarlo los funcionarios gubernamentales, son replicados por las economías ilícitas. Así, los grupos criminales de Sinaloa no solo dependen de la producción de drogas en la sierra o en las ciudades, sino también del transporte de la mercancía, del lavado de activos y de la venta al menudeo de sus productos. Para eso necesitan mano de obra joven y barata, dispuesta a trabajar horas interminables. Además, les ofrecen a los muchachos ser sus propios jefes, pintando así una forma de emancipación respecto a sus padres y a las modalidades de vida en la sierra.
Sin embargo, es importante tener en mente que las fluctuaciones de los mercados lícitos e ilícitos no representan solamente flujos de expulsión de las sierras hacia las ciudades. Así, los últimos meses del 2020 han mostrado un repunte del precio de venta de la goma de amapola. Sin que se logren identificar evidencias claras para explicarlo, los amapoleros y recolectores de la goma observaron una mejora evidente, transmitida por los coyotes que les anuncian los precios de compra. Ninguno de los campesinos sabe por qué incrementó el precio.
Algunos de nuestros interlocutores en Sinaloa cuentan que se dio un giro en el procesamiento de sustancias ilegales para el mercado de Estados Unidos. Los narcotraficantes, al parecer, estarían combinado heroína con fentanilo en México, algo que tradicionalmente se hacía en la etapa de distribución y venta del otro lado de la frontera. El resultado sería un producto aún más rentable y adictivo. Esto podría ser, además de muchísimos otros factores locales e internacionales, lo que ha dado mejores ganancias a las zonas amapoleras en los últimos meses.
Lo que pudimos observar es que el panorama reciente ha llevado a muchos habitantes de la sierra a regresar a sus tierras. A pesar de nos ser no tan gratificante como en 2010, cuando el precio superaba los 30 000 pesos por kilo de goma, la oferta ronda actualmente los 16 o 18 000 pesos según las zonas y los coyotes, un precio muy superior al reportado entre 2019 y 2020, cuando había caído hasta los 6 u 8 000 pesos.
Así, uno de los jóvenes que fue nuestro interlocutor a lo largo de este proyecto, se regresó a la siembra y corte de la amapola a finales del 2020, esperando obtener una remuneración mayor a la que percibía en la ciudad durante los últimos años. El día que vuelva a bajar el precio de la goma, seguramente dejará de nuevo a sus parcelas para formarse en las filas de grupos del crimen organizado, empresas de la agroindustria sinaloense, o multinacionales del transporte de personas.
Conclusión
Este artículo muestra que la producción de amapola en el Triángulo Dorado se tiene que analizar cada vez más a partir de las relaciones entre las sierras, las ciudades y los valles agrícolas.
Históricamente, la producción de amapola era un tema fundamentalmente campesino. Los precios altos, que se mantuvieron durante décadas, habían contribuido a que las poblaciones serranas logren sobrevivir en sus comunidades de origen. Sin embargo, el periodo reciente, hecho de fuertísimas convulsiones de mercado y condiciones excepcionales por las medidas de la pandemia del COVID-19, han contribuido a romper algunas de las certidumbres de antaño.
Hoy en día, los jóvenes de la sierra viven cada vez más dentro de un movimiento pendular entre las ganancias de la goma y el trabajo precario de las ciudades. Eso sí, hasta que exista la demanda estadounidense por la heroína o el fentanilo mexicanos, el proletariado de la sierra seguirá trabajando para alimentar la industria del narcotráfico, así como todas sus vertientes legales. Seguirán sembrando y rayando, les guste o no, para poder mantenerse en los montes del Triángulo Dorado. Cuidarán sus parcelas y se inspirarán escuchando corridos en bocinas portátiles. Canciones que hablan de hombres fuertes, de armas, cartuchos, pecheras, sobornos, altos calibres, asesinatos y dinero inalcanzable; las mismas que pintan a la sierra como tierra histórica de nacimiento de criminales. Se emocionarán y soñarán con ser esos grandes jefes. Los cantarán y repetirán a lo largo de sus días de labor, mientras siembren, rieguen, rayen y almacenen la goma de una flor mítica.
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*Marcos Vizcarra Ruiz es reportero sinaloense especializado en cobertura de derechos humanos. Es integrante del proyecto A dónde van los desaparecidos y escribe para Revista Espejo y el diario Reforma. Esta publicación forma parte del Proyecto Amapola, enfocado en las dinámicas políticas, económicas y sociales del cultivo ilícito de amapola en México. Aquí puedes consultar la investigación completa.