Y a partir de aquí es natural que se dé una profunda fragmentación del derecho a la información en entes supuestamente garantes de la misma. La restricción de los mecanismos de defensa, como son los recursos legales para impugnar decisiones ante negativas ilegales para informar, se ha impuesto privando a las personas de este derecho fundamental, que será difícil de litigar a la hora de que los poderes judiciales en su totalidad también formen parte de un régimen autoritario y cerrado, y ahora profundamente hermético
Por Jaime García Chávez
Tengo absoluta certeza de que el obradorismo jamás ha tenido simpatía por la transparencia y el acceso a la información pública, los derechos humanos y el Estado de derecho, como categorías rectoras de una sociedad democrática. Lo sé porque durante algunos años milité en el PRD, ocupé cargos de dirección y representación, y me retiré cuando era evidente que el proyecto había naufragado, entre otras razones, por el descuido y negligencia de sus líderes históricos.
Podría documentar las ocasiones en las que públicamente el expresidente López Obrador habló –y habló muy mal– de todas y cada una de esas categorías jurídico-constitucionales. De tal manera que no me resultan una novedad las restricciones, y casi abrogación, del derecho a la información que está consumándose en el actual Gobierno de Claudia Sheinbaum.
Durante la reforma política que encabezó Jesús Reyes Heroles en la segunda parte de la década de los setenta, se estableció en el artículo 6 de la Constitución que “el derecho a la información será garantizado por el Estado”. Como se sabe, aquella reforma política fue producto de luchas históricas de la izquierda, con las cuales se abrió el país a la senda democrática, de manera accidentada, lo reconozco.
El derecho a la información, en ese sentido, no fue una graciosa concesión del régimen de partido de Estado, sino producto de una conquista tenazmente perseguida, en buena medida por una periodismo que empezó a abrirse brecha, desligándose del poder. Ahora, cinco décadas después, lo que tenemos es una regresión que huele no tan sólo a opacidad, sino a antesala de un Gobierno que prescinde del ordenamiento jurídico para ejercer la autoridad sin limitaciones. En el fondo es el abatimiento de la presencia de la ciudadanía, que busca información para normar sus decisiones en la amplia gama de la vida pública del país.
Se cumple así el viejo propósito de que las constituciones, en lo general, pueden consagrar derechos fundamentales que la reglamentación secundaria niega, conculca, o simplemente obstruye, privando a la sociedad de herramientas y del conocimiento del manejo que el poder da a la cosa pública. Esto es muy grave.
El Gobierno de Claudia Sheinbaum parece ser que ha remachado el último clavo sobre el ataúd. Ha optado por hacer del ejercicio del poder algo que se ejerce en la secrecía, en la opacidad, en la ausencia de rendición de cuentas, y toda la deriva que implica que los medios de comunicación, particularmente los que hacen periodismo de investigación, tengan acceso a la información para poner, bajo el escrutinio público, decisiones que atañen al interés generalizado de la sociedad. Aquí el presupuesto de lo público ha pasado a ser el arcano preferido de una clase política que no quiere tener en su despliegue el más mínimo contrapeso.
La reciente reforma en materia de transparencia (dicen que para el pueblo) que se da con el abrigo presidencial de Claudia Sheinbaum y con el enorme cobijo que presta un Congreso de la Unión obsecuente hasta la abyección, viene a profundizar la práctica extinción de un derecho que la Constitución establece, pero que pasará a ser letra muerta, como tantas otras disposiciones que hemos visto a lo largo del tiempo.
El primer golpe se da al decretar la desaparición de las instituciones garantes de la transparencia y el acceso a la información pública y el respeto a los datos personales (¿recuerda usted el famoso grito lopezobradorista de “al diablo las instituciones”?).
Cuando hablo de esto no es que estuviera conforme en cómo se condujeron estos aparatos de Estado; entiendo que era necesario reformarlos en no pocos aspectos. Pero de ahí hacia el destino de la arbitrariedad y la discrecionalidad de que gozarán ahora los funcionarios públicos como entes obligados, hay un abismo. Ahora estaremos a merced del capricho –y hasta del humor– de los llamados servidores públicos, no habrá nada que los obligue.
El destino de esta abrogación de las autonomías ya está dicho, y fue Gerardo Fernández Noroña quien lo sintetizó recientemente, a propósito de su estéril viaje a Francia, con una frase: “No tengo que transparentar más nada… Asunto finiquitado”.
No podemos pasar por alto que la creación de organismos constitucionales autónomos fue la forma de ir limitando una estrecha división en tres poderes que fácilmente caían bajo el control de un presidencialismo todopoderoso. Fue un diseño hasta cierto punto heterodoxo, pero no por ello distante de una buena ingeniería constitucional. Pues eso, hoy, ya es cosa del pasado.
Y a partir de aquí es natural que se dé una profunda fragmentación del derecho a la información en entes supuestamente garantes de la misma. La restricción de los mecanismos de defensa, como son los recursos legales para impugnar decisiones ante negativas ilegales para informar, se ha impuesto privando a las personas de este derecho fundamental, que será difícil de litigar a la hora de que los poderes judiciales en su totalidad también formen parte de un régimen autoritario y cerrado, y ahora profundamente hermético.
Por otra parte, la disposición de áreas reservadas del quehacer estatal, con conceptos como “seguridad nacional”, “información de áreas estratégicas”, contribuirá a cerrar el círculo en el cual no estará garantizado el derecho a la información.
De la legislación que creó órganos de esta naturaleza se hacia un deslinde de informaciones claramente clasificadas de manera pertinente. Pongo un ejemplo elemental: no se podía dar la información de los planos de un centro penitenciario. Pero entre esto y que no se quieran licitar las grandes inversiones en obra pública, o que si se licitan queden ocultas; o los montos del ancestral contratismo corrupto, y muchas esferas más, hay una zanja enorme.
Todos tenemos derecho a conocer cómo se manejan las empresas públicas del tipo de Pemex o la CFE. De las Fuerzas Armadas está más que claro que también debemos saber qué hacen con los enormes y crecientes recursos públicos de que disponen, ahora que están en todas partes: aduanas, aeropuertos, puertos marítimos, constructores de vías de comunicación y tantas y tantas cosas que nos ha traído la nefasta militarización del país.
La reforma que comento es, ni más ni menos, que otro apretón de tuercas para consolidar un régimen en el que una casta partidaria se arroga todo el poder y lo quiere para siempre.
Así es como naufraga una transición hacia la democracia.
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Jaime García Chávez. Político y abogado chihuahuense. Por más de cuarenta años ha dirigido un despacho de abogados que defiende los derechos humanos y laborales. Impulsor del combate a la corrupción política. Fundador y actual presidente de Unión Ciudadana, A.C.
